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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

“Nosotros somos veteranos nomás, simples veteranos”

Esta es la historia de un piloto argentino, correntino, que peleó en Malvinas. Sus recuerdos felices, sus angustias, sus miedos. Todo ello en una fecha clave: la víspera de la capitulación, ocurrida un 14 de junio, hace ya 36 años.

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Horacio jugaba a la pelota a la siesta, todas las siestas. Llegaba de la escuela a la 1 y a las 3 de la tarde se encontraba con sus amigos del barrio en la canchita de la Iglesia de La Cruz, la más tradicional de la Capital, allí donde se conserva el madero “incandecente”. La historia cuenta que cuando un indio intentó quemarla no pudo: el episodio sucedió unas pocas semanas después de la fundación de la Ciudad de Vera de las Siete Corrientes en 1588, por el último adelantado Juan Torres de Vera y Aragón. 

Horacio jugaba incansablemente a la pelota, hasta que la tardecita correntina se iba convirtiendo en nochecita en esa canchita.

Eugenio Montero, que vivía enfrente, era dos años más grande que él, le vio condiciones de arquero, y fue arquero, claro.

Allí conoció al más dúctil, versátil y extraordinario jugador que jamás vio: Pacho Coceres, quien más tarde sería un ídolo del básquet local también.

Jugó con él largas horas porque Pacho vivía con su familia al lado de su casa y era considerado un gran jugador también por los otros chicos: Dalurzo, Cacho Schiffo y otro puñado de amigos de ese equipo infantil a mediados de los años 60, cuando el campo era cerca en Corrientes.

Como Eugenio tenía camisetas de Estudiantes... eran de Estudiantes y jugaban contra el equipo de la parroquia de la Cruz donde estaban, entre otros, Semilla Argañaraz y Rito Mendez.

Ahora, muchos años después, su hermano mellizo Gustavo dice que las cenizas de los dos deberían estar en el cinerario que está en la entrada de la iglesia, pero Horacio le dice una y otra vez que él prefiere esparcirlas en la canchita porque allí fue feliz, muy feliz.

“La canchita era el lugar donde todo era posible, donde todos se igualaban y sólo se destacaban por sus habilidades”, dice ahora el coronel retirado y héroe de Malvinas, Horacio Sánchez Mariño, mientras conversamos en la cafetería de la librería El Ateneo en plena ciudad de Buenos Aires, una mañana de mayo.

Horacio, como su hermano mellizo Gustavo, nació en Corrientes, vivió sus primeros años en la casa de sus abuelos en Moreno y Salta, hasta que sus padres se mudan a  su propia casa; aunque por decisión de ellos, él y su hermano se quedaron a vivir con sus abuelos Tulio Mariño y Juanita Fages de Mariño, que serán importantes durante toda su formación por su amoroso trato cotidiano y por su ejemplo de vida. Día a día ellos se formaron en ese universo.

Juanita será siempre su segunda mamá y será llamada cariñosamente “Lata”, por ellos y por 35 nietos más.

Su padre Sebastián Toto Sánchez era jugador de básquet y de los buenos, llegó a jugar en la selección correntina y trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas. Zélideh, su madre, era maestra en la Escuela Normal “Juan Pujol” y en esos días trabajaba en dos turnos.

El jardín lo hará allí, en esa centenaria Escuela Normal y la primaria en el Colegio Salesiano. Los mellizos estarán en el mismo grado hasta cuarto, cuando el padre Eduardo Brier decide separarlos: Horacio al B y Gustavo al A.

Eran buenos los dos, y llega la sorpresa para todos cuando a fin del ciclo primario le dan una medalla de reconocimiento al excelente desempeño escolar a los dos, acontecimiento que queda registrado en una foto junto a su maestra de entonces.

El Pío XI los acoge durante el ciclo secundario, pero Gustavo ese año irá a Estados Unidos en un intercambio estudiantil y Horacio, una vez terminada la secundaria, al Colegio Militar.

Desde los 4 años iban a la mañana al jardín y a la tarde a la Cultural Inglesa en Córdoba y 25 de Mayo. Esta formación le abrirá muchas puertas luego a ambos.

Creo que Horacio es un héroe pero él no acepta eso. Sostiene que “héroes son quienes ofrendaron su vida en la guerra de las Malvinas;  nosotros somos veteranos nomás, simples veteranos”. 

— Horacio, contanos cómo empezó esa historia de las Malvinas y vos. Cómo fue ese día de irte a las Malvinas.

— El día de irme fue bastante traumático porque hacía 2 años que me había casado, prácticamente recién casado, tenía un hijo de seis meses y en ese momento estábamos prácticamente de luna de miel todavía. Esto fue totalmente sorpresivo, ni siquiera sabíamos qué iba a ocurrir. Nos dieron la orden de apresto y en cinco días salimos para allá. El 7 de abril salimos para el sur y cruzamos a las Malvinas el día 23. Fue una situación muy compleja, muy difícil, una incertidumbre muy grande la que teníamos, no sabíamos a dónde íbamos, además, el caso nuestro era especial porque habíamos terminado el curso de aviadores el año anterior, o sea que teníamos muy poca experiencia de vuelo. Así que era un poco cumplir con la misión y al mismo tiempo ir aprendiendo a volar. Pero dentro de todo también tenía esa fuerza que uno tiene en la juventud de buscar la aventura, de esperar poder volar, poder ejercitar nuestra profesión con toda plenitud.

— ¿Quiénes eran ese nosotros que decís?

— Era el Batallón de Helicópteros de Asalto, éramos alrededor de 21 pilotos. Hubo más, en aviación de Ejército había unos 100 hombres en Malvinas más o menos, pero nosotros éramos 21 helicópteros. Llegamos a cruzar 19 porque tres no pudieron cruzar. Prácticamente eran dos o tres oficiales con experiencia y el resto éramos noveles pilotos, prácticamente sin experiencia, habíamos terminado el curso ese año o el año anterior. Teníamos muy pocas horas de vuelo. Fue una aventura muy especial.

— ¿Qué pasó cuando llegaron?

— Cuando llegamos era un caos. Una improvisación total, evidentemente no había una gran planificación para eso. Me parece que el famoso plan del “toco y me voy”, dejar ahí un destacamento policial no resultó entonces hubo que preparar la defensa de las islas sobre la marcha. Lo que yo encontré cuando llegué, yo crucé en un avión Hércules con mi helicóptero adentro, en ese aeropuerto era realmente un lío bárbaro…

— ¿De dónde partiste?

— De Comodoro Rivadavia el 23 de abril a la noche, llegué a las islas de noche, no vi mucho, vi las islas en el horizonte.

— ¿Qué te pasaba en ese vuelo? ¿Te acordás?

— Sí, fue un vuelo muy interesante y en un momento nos llevaron a la cabina, pude ver las islas en el horizonte, había una luna muy linda, así que por lo menos pude ver de lejos. Pero después casi llegando a las islas ya estaba prácticamente en oscurecimiento así que no vimos nada. Viajamos desde el aeropuerto hasta el cuartel del Royal Marine, donde nos alojamos en un camión Unimog atrás en la caja cubierta, así que prácticamente no vimos nada. Al otro día tuvimos que volver al aeropuerto a armar el helicóptero y despegar por primera vez. Ahí ya cometí el primer error por inexperiencia: el crepúsculo ahí dura más o menos 15 minutos, yo calculé que tenía tiempo para llegar al cuartel del Royal volando y me largué desde el aeropuerto pero a mitad de camino prácticamente llegó la noche, no veía nada, entonces al llegar al cuartel del Royal Marine era una boca de lobo, apenas unas lucecitas abajo que eran nuestros señaleros con las linternas y yo dije “acá nos matamos”. Pero por suerte en ese momento es cuando uno piensa afinadamente y pensé en buscar un lugar donde hubiere luz y me acordé que en la costanera a la noche cuando pasamos prendían la luz, era el único lugar iluminado de Puerto Argentino. Entonces hice un giro de 180 grados y volví hacia Puerto Argentino. Efectivamente, la costanera estaba toda iluminada; descendimos sobre la ría que nos llevaba directamente al cuartel de Royal Marine, volando a un metro del suelo con los reflectores encendidos y así llegamos. Nos salvamos porque Dios es grande. Ese es el precio de tener que viajar sin experiencia y fuimos haciendo experiencia a medida que pasaba el tiempo.

— ¿Cuál fue tu misión?

— Al principio, hasta el 1 de mayo hacíamos misiones de logística transportando víveres, elementos sanitarios, tropa… Prácticamente, todo el Regimiento 5 lo llevamos a la gran Malvina, también el Regimiento 8 lo llevamos; munición, comida, equipos... Siempre vuelos muy exigidos porque volábamos muchas horas. Pero el 1 de mayo cambió todo, a partir de ahí todas las misiones fueron de combate porque ya el cielo estaba dominado por los ingleses, entonces todas las misiones tuvieron un riesgo mayor. Al final de la contienda, prácticamente de los 19 helicópteros quedaron volando ocho, el resto, o fueron destruidos o fueron derribados y tuvimos seis bajas: tres pilotos y tres mecánicos. Volamos muchas horas, prácticamente ninguna misión quedó sin hacer, el único freno que teníamos era la noche porque no teníamos elementos de visión nocturna y otra, las condiciones meteorológicas. Pero volamos en misiones de todo tipo, llevamos tropas comando que iban en misión de exploración detrás de la línea del enemigo, rescatamos heridos, todos diferentes helicópteros, hicimos diferentes tareas…

— ¿Cuál fue tu mayor preocupación en ese momento?

— La mayor preocupación en el cielo era el inglés. Nos ocurrió dos veces, se encontraba con un avión inglés que lo atacaba… El primero fue el 21 de mayo, estábamos al lado del Monte Kent despegando muy temprano, y dos Harriers ingleses nos atacaron, averiaron el helicóptero y después se arregló y seguimos volando. Después, en el monte Harriet, de esto más o menos unos cinco días después, nuevamente un avión nos atacó, esta vez no nos encontró, aterrizamos entre dos cerros y no nos descubrieron. Después sí el helicóptero fue destruido en una especie de cancha de cuadreras, que nosotros le decíamos el hipódromo, ahí con artillería de campaña destruyeron el helicóptero.

— ¿Y qué pasó? ¿Qué hiciste?

— Empezamos a hacer la inspección prevuelo, estábamos preparándonos para una misión y empezaron a caer las “pepas” cada vez más cerca, ya uno cuando va entrando en la dinámica de la guerra va comprendiendo los sonidos, y nos dimos cuenta de que el fuego estaba siendo reglado sobre los helicópteros así que nos fuimos hasta el hospital que queda a unos 2 kilómetros más o menos y efectivamente a los cinco minutos el helicóptero fue destruido. Justamente en ese momento estaba aterrizando el que después fue jefe del Ejército, también hijo de correntino, que se llama Ricardo Cundom, y la bomba que destruyó mi helicóptero averió el del él; tuvo la suerte de que el helicóptero no se desestabilizó, pudo aterrizar y pudo salvar su vida también medio de suerte…

— Contame qué pasó desde ese mayo hasta los primeros días de junio…

— Bueno, prácticamente todas las misiones que yo cumplí fueron de tropas comando. Llevé tropas comando a Monte Simmons; al Big Mountain; a Bluff Cove Peak; al Monte Ken; después hice un traslado de una posición de Regimiento 5 en Monte Harriet, que ahí fuimos con tres helicópteros y ahí fue el ataque este que te digo; después fue interesante porque a lo largo de los años leí los textos de los libros que escribieron los pilotos de Harriet sobre estas aventuras y coinciden perfectamente con lo que nosotros vivimos desde los helicópteros. Con uno de ellos intercambié e-mails y después se cortó; con el otro no lo intenté porque los dos fueron muy buenos pilotos, uno de ellos Dave Morgan es el más condecorado de la guerra, pero los dos terminaron con stress postraumático y fueron separados después de la guerra.

— Horacio, estamos llegando a un punto central ahí… ¿Se puede volver a conversar con un enemigo? 

— Sí se puede, claro que se puede. Y se puede de una manera muy caballerosa. De hecho, estuve en varias misiones de paz a lo largo de mi carrera militar y compartí con los oficiales ingleses muchas veces y en todo momento ellos evidencian un alto respeto por nosotros, sienten que, sinceramente, en esas conversaciones de copas ellos reconocen que estuvieron a punto de perder la guerra, estuvieron a punto de quedarse sin víveres, sin munición, que estaban agotados, obviamente creo que eso no iba a ocurrir nunca porque Estados Unidos o algún otro aliado los iba a socorrer, pero ellos reconocen que les costó mucho ganar la guerra de Malvinas. Pero siempre hemos podido tener una muy buena relación con los oficiales ingleses.

— ¿Querés contar cómo fue tu regreso?

— Ah sí, eso fue muy interesante. Nosotros, como destruyeron el helicóptero, el 13 de junio nos mandaron de vuelta, a mí con todos los soldados de navegación y suboficiales, al continente. Volvimos en el último avión que salió de Puerto Argentino. Estuvimos en Comodoro Rivadavia dos días.

El regreso al hogar

Horacio llegó a la Base Aérea de El Palomar con doce soldados y tres suboficiales. Nadie los esperaba:  sabía que Puerto Argentino ya había caído, que los muertos vivían ahora sólo en el dolor de sus familias y ya no escuchan las balas. Con ese dolor llegaba a Buenos Aires.

El joven militar era conciente cuando regresó al continente de que todas las posiciones importantes ya habían caído y que sólo un gran y efectivo contraataque podía salvar la posición argentina, pero si eso ordenaba el general Menéndez sería una masacre. Horacio siempre defendió esa decisión aun en los momentos más duros.

Para él, la decisión fue la correcta. En esos momentos todos estaban cansados, los ingleses también estaban cansados.

El camino de Comodoro Rivadavia a la base El Palomar fue largo y llegó unos minutos después de las 7 de la tarde, de noche ya en Buenos Aires, el 16 de junio con su buzo de vuelo y un bolso. Llegó como quien vuelve de la guerra.

Caminó hasta la estación de tren, se subió al vagón como lo hizo durante los últimos cuatro años, bastante aturdido por esa llegada solitaria, pero al instante se da cuenta de que tomó el tren al revés, que enfilaba a la provincia.

Se tira, cruza la vía, espera el tren que va a Capital Federal y lo toma esta vez en la dirección correcta. Esta desorientación muestra el estado psicológico del recién llegado.

Pasan 45 minutos y llega a la Estación Puente Pacífico. Baja. No tiene ni un peso encima. Toma un taxi sabiendo que tenía que ir a la casa de su suegra.

Solo, solo con su bolso, ya adentro del taxi comienza la “filípica” del tachero: “¡Hijos de puta, se rindieron en Malvinas, manga de maricones de mierda! ¡Para qué fueron a hacer papelones! ¡Tiran dos tiros y se rinden!”.

“Si digo algo, me peleo con este tipo, hecho a perder mi llegada y  ver rápido a mi familia”. Lo único que pensaba era eso, llegar para ver a su mujer y a su hijo.

El taxi se detiene luego de ese tramo interminable en Marcelo T. de Alvear y Esmeralda. Termina el viaje y termino a las puteadas, piensa.

“Mire señor, yo no tengo un peso. Espere acá que le van a pagar”, le dice al chofer iracundo.

Toca el timbre, baja el marido de su suegra, paga el taxi.

Sube rápido la escalera, llega al primer piso, abre la puerta del departamento y allí estaban su mujer y su hijo en sus brazos con un pañuelo naranja igual al que usan los aviadores en caso de emergencia. Allí estaba Rodrigo con apenas nueve meses de vida, que cuando ve a su padre llora desconsoladamente.

Llega el largo abrazo. El tan esperado abrazo con su mujer y su hijo.

Después, cuando las emociones se van calmando porque ya lloraron lo suficiente, la suegra le pregunta: ¿qué es lo primero que querés, lo que querés ya?

“Un café, café”, le dice. Después llegará un buen baño caliente también.

A los pocos días de estar allí, los tres regresan al barrio militar donde cada tanto había vuelos nocturnos.

Cada vez que pasaban los aviones, Horacio se tiraba al piso y se metía debajo de la cama, después se levantaba y durante un poco más de una hora miraba por la ventana.

Miraba lejos, hacia lo hondo.

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