En nuestro tiempo -dice Manuel Mora y Araujo- no existe nada similar a la noción del siglo pasado de una “burguesía” nacional: los empresarios argentinos, en su conjunto, no ejercen liderazgo de opinión, no proponen visiones del país, no parecen tener una vocación de dirigentes de la sociedad.
Uno de los problemas de la Argentina reside, ciertamente, en falencias de sus élites como sectores dirigentes del país.
No hay duda de que el humor de la sociedad guarda relación con los resultados de las gestiones de gobierno y con las características del contexto. El manejo de los gobiernos comúnmente depende de dos factores principales: las condiciones económicas generales, sobre las cuales pueden hacer muy poco o nada, y las políticas públicas -sus propias decisiones-, que pueden acompañar o ir contra los efectos de los ciclos económicos, ser mejores o peores y, usualmente, pueden producir masivas redistribuciones de recursos de unos sectores de la sociedad a otros.
En la Argentina los efectos de los ciclos exógenos son muy decisivos (basta con ver lo sucedido esta semana con la devaluación del Yuan); la nuestra es una economía extremadamente sensible al ciclo, en buena medida porque es relativamente poco compleja y muy dependiente de los precios internacionales y los volúmenes exportables.
Además, nuestro país ha desarrollado una cultura inflacionaria, adaptativa al hecho fundamental que ha sido casi constante en el último medio siglo: la economía con la más alta tasa media de inflación del mundo.
Las políticas públicas tienden a ser reactivas: muchas veces agravan los efectos del ciclo, o por lo menos son insuficientes para compensarlo; y como el bienestar de la población es muy dependiente de la situación económica coyuntural, la combinación de factores negativos exógenos y malas políticas públicas genera un enorme malhumor social.
Los efectos redistributivos de las decisiones de los gobiernos no siempre son registrados en sintonía final por la población, excepto cuando alcanzan magnitudes desorbitantes (casos como megadevaluaciones, inflación, captura por parte de los gobiernos de los ahorros de los jubilados, aumentos intempestivos de la presión tributaria, confiscaciones de los depósitos en los bancos, etc).
Los gobiernos argentinos encuentran enormes dificultades para funcionar sin déficit fiscal -o, en su defecto, sin alto endeudamiento externo-, y de una u otra manera las consecuencias llegan al bolsillo de los habitantes.
La alta volatilidad de la opinión pública argentina refleja un sentido de ajuste cortoplacista que el argentino medio ha desarrollado para adaptase al medio en el que vive.
El argentino actúa con una capacidad de ajuste asombrosa, tal vez de no ser así, no podría sobrevivir. La imprevisibilidad, la propensión generalizada a no cumplir las normas y la incertidumbre respecto de lo que ocurrirá en un futuro cercano -a veces muy cercano- han moldeado un sentido cortoplacista de la vida. Uno de esos rasgos manifiestos es la tendencia a consumir y a no ahorrar.
La situación se repite desde 1983: una tendencia al estancamiento de la economía a mediano plazo, con ciclos muy cortos de altas tasas de crecimiento de la economía y otras recesiones profundas.
Algo de todo esto quedó expuesto en estos meses de campaña. Hoy los argentinos revalidarán su apego al mantenimiento de las reglas de democráticas, pero ¿cambiará algo a partir de diciembre? ¿U otra vez se impondrá el gatopardismo, es decir, cambiar todo para que nada cambie?