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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Malvinas: la crisis previa a la guerra

Martn Balza

Publicado en clarin.com

El moderno concepto de crisis entre dos o más países implica negociaciones diplomáticas conflictivas que, dejando de lado los cauces normales, pueden introducir en forma potencial, y a veces efectiva, el empleo del poder militar, pero sin llegar a la guerra. En el caso de las Malvinas, la crisis de 1982 comenzó en marzo de ese año y la guerra, el consiguiente 1° de mayo.

El único hito importante hasta el día de hoy acerca de la soberanía de unas islas incuestionablemente nuestras fue la Resolución 2065 de las Naciones Unidas del 16 de diciembre de 1965, durante el gobierno de Arturo U. Illia, basada en el conocido y medular alegato del embajador José María Ruda del año anterior, que se refería a la “negociación bilateral para alcanzar una solución pacífica a la disputa de soberanía, sin demoras (…) teniendo en cuenta los intereses de los habitantes de las islas”.

A pesar del notorio apoyo brindado por nuestro país a los isleños desde fines de los años 60, ningún progreso serio en las negociaciones impuestas se produjo. En 1981, el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Oscar Camilión, reclamó al embajador británico en Buenos Aires “una negociación acelerada, dado que la situación colonial resulta un anacronismo tan inaceptable como insostenible por la dignidad de la Nación”. Lamentablemente, la legitimidad del reclamo quedaba empañada por haber provenido de un ministro de una dictadura militar desprestigiada en nuestro país y en el extranjero.

En 1982 era notoria la atmósfera generalizada de pérdida de consenso de la Junta Militar, integrada por el general Leopoldo Galtieri, el almirante Jorge Anaya y el brigadier Basilio Lami Dozo.

 Días después, el periodista Jesús Iglesias Rouco escribió en el matutino La Prensa: “Este año la Argentina recuperará las Malvinas por la fuerza”. También en esos días, en el Círculo de Armas de Buenos Aires durante un almuerzo que Costa Méndez compartió, entre otros, con el dirigente conservador Emilio “Coco” Hardoy, el primero de ellos dijo: “Voy a ser el canciller que recuperará la Malvinas”. Concluyó con una sentencia de Albert Camus: “La estupidez siempre insiste”. ¿Podrían ignorar los británicos tal estupidez? Evidentemente, no. El 20 de marzo trascendió una desproporcionada reacción británica como consecuencia del desguace de una vieja factoría ubicada en la isla San Pedro de las Georgias del Sur, a 1.500 kilómetros al este de las Malvinas. A cargo de ello estaba una empresa perteneciente al ciudadano argentino Constantino Davidoff, que había realizado todos los trámites ante las autoridades inglesas. La finalidad del Reino Unido era bloquear las negociaciones con la Argentina, avanzando en una crisis que podía evitarse.

La recuperación mediante el empleo del poder militar estaba prevista para mediados de mayo, y el objetivo era “profundizar el Proceso”, según palabras del almirante Carlos Lacoste: “Esto se arregla muy fácil, invadiendo (sic) las Malvinas”. El 21 de marzo Galtieri se reunió con nuestro embajador en las Naciones Unidas, Eduardo Roca, para comunicarle la decisión de recuperar las islas. El 1° de abril el embajador de los Estados Unidos en nuestro país, Harry W. Shlaudeman, transmitió a Galtieri un mensaje del secretario de Estado Alexander Haig en el que aquel advertía que las acciones iniciadas amenazaban las relaciones con los EE. UU. Horas después llamó el propio presidente Ronald Reagan y sentenció: “El conflicto será trágico y nuestras relaciones se verán perjudicadas”. El apoyo de la primera potencia mundial a la Rubia Albión estaba implícito.

El 2 de abril se consumó exitosamente la “Operación Rosario”. Sólo la inepcia, el desequilibrio de la Junta Militar y la obediencia paralizante de los débiles altos mandos podían apreciar tan equivocadamente el devenir de los hechos. Se tenía la capacidad para recuperar las islas, defendidas por un pequeño destacamento de Infantes de Marina, pero se carecía de la misma para mantenerlas ante la previsible reacción de una potencia militar de la Otan y nuclear de segundo orden, que nos aventajaba en equipamiento, armamento, medios logísticos y adiestramiento. 

La correcta apreciación de estrategia nacional y militar brilló por su ausencia y condicionó el nivel táctico, parecía que los guiaban conceptos tan pretéritos como la falange griega. La subestimación del adversario era palpable. Se trató de condicionar el acatamiento de la Resolución 502 de la ONU, del 3 de abril, y se desaprovecharon las contadas y concretas oportunidades que se tuvieron para llegar a una solución honorable y pacífica del conflicto. La inepta conducción política, diplomática y militar no valoró que en las crisis el mejor momento de negociar es aquel en que los adversarios todavía puedan creer en una situación no definida y existan esperanzas, aunque remotas, de paz. El 2 de abril de 1982 se recurrió a la exaltación irracional y triunfalista de lo patriótico. Esa crisis previa a la guerra finalizó el 30 de abril y a las 04.42 del 1° de mayo se inició la guerra.

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