Ella distingue entre los pasos que se transmiten en soledad (bajo su aspecto negativo) y los pasos caminados en buena compañía. Dice, por ejemplo:
“Los pasos en soledad resuenan como golpes secos, con mucho de mineralidad exhausta; sí, verdaderos golpes dados a la tierra en espera de una respuesta que no se hace oír.
En cambio, los pasos en compañía se incorporan a la alegría de todo lo que verdece y contribuye a la no interrupción de la existencia: más que huellas parecen dejar un testimonio de la vida, un brote cálido, el reflejo de un movimiento destinado a trascender. Porque el amor vuelve trascendente todo lo que toca; más aún, es la fuerza que determina nuestro propio existir, la intensa, avasallante convicción de paz que necesitan las sociedades para no disgregarse o terminar sucumbiendo.
Hay períodos en la historia del hombre en que se vuelve más imperioso aún el estar juntos, el recorrer caminos comunes hacia objetivos también comunes, justamente para sortear con mayor posibilidad de éxito la mañana de conflictos que vuelven azaroso el andar. Es el amor el que conduce, el que avizora, el que descubre; el amor, ese “milagro de la civilización”, como la definía Stendhak… Los pasos dados en compañía acortan todas las distancias, acaso porque la vida misma los lleva en su corriente”.
Queda claro, pues, que no se trata simplemente de caminar en compañía, sino también en sintonía. Porque hay modos de caminar juntos que nada tiene que ver con el amor. Esa falta de armonía, esas soledades paralelas terminan por ahuecar el alma, por arruinar la vida. “Afírmate sobre tus pies en tu camino, dice Trossero, mueve tus piernas y camina, extiende tus brazos hacia los otros y estrecha sus manos con las tuyas, y aprenderá a ser tú mismo con los otros”…
¡Hasta mañana!
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