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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Nunca es triste la verdad

Por Emilio Zola

Especial Para El Litoral

Jorge se despertó con fiebre y tos. Las mucosas anegadas por un líquido transparente y el sobresalto de un posible cuadro de covid en ciernes. Fue lo primero que se le cruzó al incorporarse en su dormitorio, cuando ya había decidido salir de la cama para ducharse y concurrir a un centro de hisopado.

Aunque recibió hace tiempo las dos dosis de AstraZeneca y había tenido coronavirus en 2020, se dejó llevar por cavilaciones pesimistas. “Pasar de nuevo por el aislamiento, perder training laboral, dejar a los hijos encerrados por culpa de un imponderable”. Todo eso le pesaba, pero más lo encabronó la ironía de caer contagiado en pleno declive de los índices pandémicos, cuando todo el mundo recobra los permisos sanitarios para volver una libertad tan anhelada como infravalorada.

La llegada de vacunas a granel, la reapertura de las actividades masivas, el regreso del público a las canchas, la habilitación de locales bailables y la decisión oficial de reflotar los carnavales forman parte de un abanico de obsesiones colectivas que vienen a plasmarse en los hechos después de un año y siete meses de mirar por la ventana del desasosiego, con el dolor de la muerte multiplicada en las terapias.

Sin embargo Jorge notó algo inquietante: en las filas de los cajeros automáticos, en la aglomeración de las horas pico y en la muchedumbre que integró en el trayecto de la línea 102 hasta el puerto, la gente no hablaba de pandemia. Ni siquiera del fin de las restricciones. El tema que oyó entre balbuceos embarbijados tenía que ver con los precios, con la crisis, con la miseria. El kilo de carne molida a 800 pesos. Una leche a 100. Un aceite a 250. El sueldo de un jubilado en 25.000.

Miró los diarios digitales en su teléfono celular y encontró la razón. Los reportes sobre el covid-19 pasaron hace tiempo a segundo plano y la centralidad noticiosa giraba en torno de las elecciones de noviembre, la derrota del oficialismo nacional y las medidas que el Gobierno ensaya para reconciliarse con un electorado que lo castigó severamente en las Paso.

Estaba en la vereda del Banco de Sangre, en una sorprendentemente breve fila de aspirantes a la prueba de antígenos, cuando volvió a mirar su smartphone. Una pasada por Facebook y otra por Twitter le confirmaron que todo aquello que hasta hace unos meses formaba parte del anhelo generalizado de las masas (y de él mismo mismo, pues como argentino promedio formaba parte de ese amorfismo llamado opinión pública) se había hecho realidad. Sin embargo, tales hechos parecían no adquirir su real dimensión en la conciencia pública.

Sin ánimo de caer en filosofías baratas, Jorge comentó las estadísticas con el parroquiano que lo precedía. Un señor con bombacha de campo que parecía haber emprendido un largo viaje para llegar al centro capitalino fue su partenaire. “¿Vio qué poca gente en la cola? Al final se está yendo la pandemia…”, comentó estirando los puntos suspensivos, para dar pie a la charla. El viejito lo miró y asintió mientras pronunciaba un “sí” desapasionado. Hasta que los enmascarados lo llamaron. “¡¿Quién sigue?!”.

Se sentaron enfrentados, pues había lugar para dos bajo la carpa instalada por calle Córdoba. Se miraron y lagrimearon juntos mientras los enfermeros trepanaban con el tampón. A Jorge le explicaron que tenía que esperar hasta las 12 para notificarse del resultado, que estaría cargado en la página web del Ministerio de Salud. “De lo contrario puede leer con su teléfono el código QR y se baja el comprobante señor”, añadió una amable asistente.

A la salida, el viejo gaucho se rascaba el mentón por debajo del barbijo. “¿Página web? De pedo tengo teléfono yo, le voy a tener que pedir a mi nieto cuando vuelva a casa”. Jorge retrocedió cinco pasos y consultó: “¿Qué pasa si no tenemos acceso a internet, como es el caso del señor?”. La respuesta no se hizo esperar. Bastaba con llamar al 0800 del call center para recitar el documento y un operador proporcionaría el dato.

Volvió entonces donde el hombre de campo adentro y le comentó que si estaba muy ansioso por la tarde podría llamar al teléfono que le anotó en una esquela. “Ah bueno, gracias chamigo”, y caminaron juntos hacia la parada del colectivo. Los destinos de ambos estaban a punto de bifurcarse. El anciano volvía para Lomas de Vallejos y Jorge emprendería el regreso a su almacén, en el barrio Fray José de la Quintana. 

Mientras esperaban, aprovechó para auscultar a su compañero de hisopado. “¿Está queriendo saber ya si es positivo? Tranquilícese, no creo que sea, porque usted debe tener las dos vacunas y los casos van disminuyendo”, reabrió el diálogo. “Si m’hijo, tengo las dos rusas y la verdad no me preocupa si tengo covid o no porque ya viví la vida, vine por mis nietos que son jóvenes y no pueden contagiarse porque son peones de albañilería. No les van a dar licencia y no quiero que pase como el año pasado, cuando nos metieron en cuarentena y quedaron en Pampa y la vía”, profundizó el viejo.

Se despidieron con un choque de puños que Jorge buscó adrede, frente a la mano abierta y franca del baqueano. El 102 todavía no llegaba y en esos minutos de espera aparecieron en su mente, como un poster publicitario desplegado a todo color, las razones del laconismo de aquel amigo fugaz. Comprendió finalmente que ese hombre, como tantos miles de su estirpe, había perdido hace tiempo la capacidad de conmoverse con los buenos augurios de las proyecciones pandémicas debido a una realidad social que supera por años luz la buena noticia de una retracción viral.

El grueso de la sociedad argentina había sido atravesada por una cuarentena que, a fin de cuentas, con más de 120.000 fallecidos, no sirvió para evitar un índice de óbitos equivalente al de otros países donde no se adoptaron medidas tan rígidas. El único mérito del esquema albertista es que el sistema de salud no se desbordó, pero esa presea terminó corroída por el cardenillo de la incoherencia política. 

El cumpleaños de la primera dama, la fiesta secreta que el presidente negó insistentemente hasta que se filtraron las fotos. La ruina económica de miles de comerciantes y laburantes que lo perdieron todo en homenaje a la lucha contra el Sars-Cov-2. La soberana bronca de haber sido carne de cañón en una guerra cuyo general bebía de los placeres prohibidos, en la residencia oficial.

“¡Claro! Qué me vienen a hablar de amor si lo que quiero es comer”, reflexionó Jorge mientras se apeaba a la escalerilla del Mercedes Benz. El viejo venido de Lomas de Vallejos había dado en el clavo.

El punto de toda esta apatía es que la inflación y la pobreza ganan por lejos la batalla noticiosa, tanto que los argentinos ni siquiera han podido detenerse a disfrutar del progresivo regreso a la normalidad. 

La ironía de caer contagiado en el final del calvario covidiano se redujo a la insignificancia para Jorge. Más grave era la paradoja encarnada por un Presidente que llegó al 80 por ciento de popularidad mientras se mostraba ante la vista pública cual hidalgo caballero en su cruzada contra la peste global, para terminar con míseros 37 puntos en la bisagra de su administración.

Alberto Fernández había dilapidado su futuro político a costa de la desgracia de medio país. Jorge se arrepintió de haberlo votado y acarició su vaquero gastado para constatar que estuviera su billetera. A su manera, con la comida en la mesa y rodeado por su familia, celebró tenerlo todo mientras revisaba el resultado de su testeo: “Negativo”. Chocó el vaso con su esposa y acarició las mejillas de sus críos. En el parlante bluetooth eligió un tema de Serrat: “Uno es siempre lo que es y anda siempre con lo puesto. Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.

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