Febrero, este año se vino con novedades anormales que nada hacía suponer, el desenlace de una noticia pequeña ante el acontecer mundial por la política, por la geopolítica, por la economía, por los 70 años de reinado de su majestad Isabel de Inglaterra, y por la sorpresiva gira y declaraciones del presidente Fernández en el ámbito internacional, de su viaje a Rusia, China y Barbados, como siempre contradictorias y descomedidas, ante el fino y atinado lenguaje diplomático que cabe, con el respeto y el criterio que demanda.
Todo comenzó el martes 2 de febrero a la hora 14, en Marruecos, emplazado en el norte africano, cuando el inocente niño llamado Rayan Oram, de tan solo 5 años, en un simple juego desapareció de la vista de su padre que se encontraba desarrollando tareas cotidianas. Esto es en el poblado de Ighara del municipio de Tamorot, provincia de Chefchaoen, ubicado a 700 metros sobre el nivel del mar, país que limita al norte con España, Mediterráneo mediante, al este con Argelia, al sur con el Sahara occidental, siendo su capital Rabat. El pequeño había caído en esas perforaciones que la construcción civil jamás lo obtura sólidamente, sino con una tapa precaria y movible. Su caída fue inminente, a través de 32 metros y un ancho mínimo, casi ciñéndolo el cuerpo. Colaboraron en su rescate efectivos de Protección Civil, Ingeniería Civil, expertos en Topografía, efectivos de Gendarmería Real y Fuerzas de Auxiliares, todo Marruecos y el mundo entero todo rezó hasta el final. Las horas prolongadas, los esfuerzos mancomunados, fueron inútiles a la hora del rescate final. Ello pone de relieve gente tratando de salvar una vida más allá de la vigilia misma, y por el otro, potencias preparándose para aniquilar a sus hermanos de especie, donde están todos anotados para ensayar su potente e imprevisible armamento por la toma de Ucrania. Los dos aspectos que mueven al mundo como tal: preservar y destruir.
La ficción tiene el privilegio de imaginar historias ciertas, aunque dolorosas, son convertidas en best sellers que, el libro o el cine nos plantean como un claro ejemplo del peligro de los extremos. En 1951, Hollywood produce una película que parece simple, pero que suele ocurrir, titulada “Cadena de rocas” (Ace in the Hole) interpretada por Kirk Douglas, Jan Sterling y Robert Arthur, con la dirección de Billy Wilder. Un decadente periodista que otrora fuera estrella, llega para instalarse en un pequeño diario de Nuevo Méjico, Charles Tatum, aprovechando la noticia ocurrida allí nomás, de que un minero indio quedó atrapado por una roca, en connivencia con el sheriff del pueblo, arma un show con los medios capitalinos convocados, salida que lo volvería de nuevo al éxito perdido. Lo más malo amén de lo malo de un principio, es crear motivos porque el rescate tarde en su cometido, a fin de reunir a periodistas colegas y público en general. El desenlace es la muerte, pero se diferencia de la primera real, la del niño Rayan; allí fue la suma de esfuerzos honestos y dignos no obstante. El aprovechamiento de las cosas siempre fueron las vías para el “amarillismo” de la información que, algunos lo han utilizado más que talento maña, sin importarles ni la consciencia, ni la ética.
Cuentan los historiadores algo que siempre me pregunté: por qué tardaron tanto en repatriar los restos de Carlos Gardel. Sucede que durante el gobierno de Agustín P. Justo sucedió un hecho trascendental que le ponía “un palo en la rueda”: el asesinato en el Congreso de la Nación del senador Enzo Bordabere, y como una forma de atenuarlo decidieron elevar el “volumen” por la muerte del “Zorzal criollo”, dándole mayor centimetraje durante ocho meses (del 24 de junio de 1935 al 5 de febrero de 1936, casi nueve meses) en el diario de mayor tiraje e importancia: “Crítica”, de Natalio Botana. Se la ingeniaron para que su derrotero sea lento pero que tenga convicción, partieron de Medellín (Colombia) donde en cada recalada era velado con todos los honores; a Cali, luego Panamá, Nueva York, siguiendo a Río de Janeiro (Brasil), Montevideo (Uruguay) y finalmente Buenos Aires, armándose la capilla ardiente en el Luna Park, oportunidad que la orquesta de Francisco Canaro interpretara “Silencio”, de Gardel y Lepera, cantado por Roberto Maida. Azucena Maizani leyó una carta remitida por Rosita Moreno, quien fuera compañera en muchas películas de Gardel. Entre los muchísimos oradores podemos citar a Claudio Martínez Paiva. Los cálculos aventuraron decir que se hicieron presentes más de 100.000 personas despidiendo al “Zorzal”, y tal vez se quedaron cortos.
Lo del niño marroquí Rayan Oram sumió por encima de toda especulación una verdadera entrega en que siguiendo fielmente el pedido de su madre Wassima Kharchich, el mundo oró fervientemente en una cadena de plegaria que se extendió por todas las redes, siguiendo palmo a palmo los canales de televisión como emisoras de radio. Los últimos instantes fueron expectantes porque las tareas debían realizarse lentamente por temor a deslizamientos por la propia naturaleza del terreno, como de una avalancha final. Un rescatista argentino, Carlos García, explicando en TN las vicisitudes que acompañan a estos eventos, decía que sobre el final, cuando el agotamiento aletarga la esperanza, es como que el tiempo no pasa nunca, como si el reloj se hubiera detenido; cómo cambian uno con otro cuando la naturaleza de los hechos son divergentes. Para lo trágico el tiempo es estático. No pasa nunca. Su marcha es normal, retoma su cadencia, parece más veloz cuando la suerte es otra. Sin embargo, ambos relojes marcan lo mismo. El dolor parece no pasar nunca. El tiempo es veloz, así lo experimentamos cuando todo está correcto. Nada estuvo bien, desde un principio la complicación, espacio escaso, profundidad de 32 metros, demasiados días sin asistencia directa, si bien le fueron suministrados conductos con agua y oxígeno, pero sin saber si pudo ingerir, ya que el golpe de la caída pudo haber sido fatal desde el principio y le impidió manejarse con normalidad. Los finales siempre arrojan un balance, de los cuales se desprenden todas las experiencias, buenas o malas. Nos queda saber que la vida es una sola, que su valoración, por ende, es más que justificada. Es la moraleja final que nos ayuda a pensar y razonar: mientras unos luchan por lo más valorable de la vida, otros inventan armas, provocan caos, luchan por ventajas políticas cuyo costo y sacrificio es de los otros. Los menos. Los “nadies”, como define a los desposeídos el escritor uruguayo Eduardo Galeano. En nombre de Rayan, Galeano hubiera dicho: “No tengo ningún dios. Si lo tuviera, le pediría que no me deje llegar a la muerte: no todavía. Mucho me falta andar. Hay lunas a las que todavía no ladré y soles en los que todavía me incendié. Todavía no me sumergí en todos los mares de este mundo, que dicen que son siete, ni en todos los ríos del Paraíso, que dicen que son cuatro”. Los tres casos son deplorables, uno por accidente impensado para niño de esa edad que aún lo lloramos. Los otros dos, mientras se llora la pérdida del primero, se arreglaron para especular sin importar sentimientos, validando intereses a corazón cerrado.