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El tesoro de Bolívar y Uruguay

Domingo, 19 de junio de 2022 a las 01:00

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Todo ocurre en la ciudad de Corrientes, calles Bolívar y Uruguay. En esa época, “extramuros” de la ciudad, diríamos barrio periférico. Calles de tierra, zanjas como desagües, pocos adelantos, salvo la luz y el agua. Cerca del antiguo mercado llamado “El Piso” y a una cuadra del lupanar La Esterlina, enfrente, haciendo cruz, estaba un boliche tipo de campo, con lugar para atar caballos y dejar los carros. “La media hora de suerte”, lugar de juegos y amores prohibidos, bodegón de matreros y cafiolos, vino en bordelesa, caña paraguaya, comidas caseras y música estridente, destino de conjuntos musicales chamameceros y como dice una canción “cuando el campo era cerca”. Nada pinta mejor el lugar que una fábrica de muebles de mimbre de don Nenito. Por la misma vereda, una carbonería, sitios baldíos y mirando como límite entre la civilización y barbarie, la última calle asfaltada: Paraguay. Lugar en que se podía observar al campesino correntino que vendía sus productos en El Piso, iba a la tienda El Económico, por la calle Yrigoyen y hacía su provista: bombachas, camisas de grafa, telas de colores para las polleras de las mujeres, alpargatas. Y a la vuelta, donde había dejado su carro o caballo, se estacionaba un buen tiempo a tomar su caña, almorzar un poderoso puchero o asado, que humeaba en el patio de este pintoresco lugar.
Muy cerca de allí, por Uruguay, se podían escuchar los acordes de violines, guitarras y piano de la Típica Encinas, conjunto de tangos de los hermanos del mismo nombre. Enfrente estaba el viejo caserón que añoraba tiempos mejores, donde hasta hacía muy poco tiempo habitaron Raquel, Keka, Teté y otras hermanas, hijas del inmigrante libanés don Nazer. 
Delia y su esposo compraron la finca y la acondicionaron. Los tiempos cambiaban, el asfalto se hizo presente en la década de 1970. En los trabajos de reparación hicieron voltear un viejo muro de ladrillones asentados en barro, mezcla pobre. El antiguo muro se derrumbó casi completo ante el primer impulso de los hombres, que con un tronco pugnaban por derribarlo. Lograron su objetivo. Delia, atenta a la maniobra, observó con cierta curiosidad que en el pequeño pozo que dejó el gigante caído asomaba una olla negra de mayor tamaño que la común.
Rápida de reflejos, invitó a los obreros a tomar algo fresco y suspender las tareas hasta la tarde, porque el calor era agobiante: enero cocinaba a las chicharras. Les dio libre la tarde y les aseguró que se computaba como trabajo, es decir, pago. 
Con su esposo escarbaron alrededor de la “negra” y luego de mucho trabajo, encerrados en un cerco hecho de telas que rápidamente trajeron de la casa, sábanas, manteles y frazadas, extrajeron la vasija de hierro que estaba agarrada a una cadena que se encontraba empotrada en la pared vencida. Una argolla indicaba el inicio de su recorrido. 
El recipiente estaba lleno de libras esterlinas, pesos mexicanos y doblones españoles, sin faltar bolivianos y otras monedas. Predominaba el oro. 
Los beneficiarios del tesoro pronto mostraron su progreso: nuevos negocios, nueva construcción, etc. De acuerdo con los dichos de los vecinos, especialmente los antiguos habitantes del fundo, afirmaban que por las noches veían la sombra de unos hombres con viejos trajes militares, parecidos a los de los paraguayos durante la guerra de la Triple Alianza, como lo constataron con viejas fotos. Nadie se atrevía a acercarse al lugar, menos de noche o a la siesta y guardaban un prudente silencio y distancia. 
Todo tesoro -es sabido- viene con una maldición. Primero, de los que fueron expoliados por los paraguayos invasores, y segundo, por los que enterraron el tesoro con la esperanza de volver. Por lo que se aprecia nunca lograron hacerlo, habrán muerto en la guerra, aunque sus espectros quedaron cuidando el preciado caudal. 
La vida de los nuevos ricos cambió totalmente: Delia se dedicó a las artes de la brujería, hechizos y otras hierbas, a lo que se sumó la mezquina actividad de la usura junto con su esposo. La avaricia les fue podando las ganas de vivir y tuvieron conflictos de todo tipo, incluyendo una investigación por la desaparición de ciertas joyas que pertenecían a la Catedral de la ciudad de Corrientes, durante el obispado de monseñor Rossi. 
Las complicaciones se sumaron sin interrupción, nunca más fueron los mismos. La tristeza invadió los corazones de los nuevos ricos. En reuniones añoraban la felicidad perdida en manos de los vengativos propietarios del tesoro, que de pronto se les presentaban en el lugar que estuvieren. Los momentos más difíciles eran las noches en que los sueños los atormentaban con escenas de ejecuciones y muertes violentas de una guerra antigua, como la maldición del tesoro.

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