Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
La niña M. despertó con el dolor espeso de su abdomen vacío. En el rancho su madre dormía la depresión de una existencia sin metas, adormecida por el alcohol de una madrugada eterna. A sus 11 años, con la tos imparable de cada mañana, cargó su cuaderno en la vieja mochila de tela azul y partió a la escuela “República de Haití” con una motivación única, central, desesperada: la copa de leche que reparten en el comedor a la media mañana.
Pero M. no llegó a beberla. Apenas minutos después de entrar al aula avisó que no se sentía bien. Otro ataque de tos le impidió el ansiado desayuno aunque —entre sollozos— había admitido a las maestras que en su casa no le dieron de comer. Estaba sola. A pesar de estar rodeada por docentes, personal directivo y dispositivos de asistencia social cuyo accionar burocrático no alcanzó a dimensionar la urgencia.
M. fue entregada a su madre, quien firmó una nota en la que se comprometía a llevarla a un hospital. Pero eso tampoco pasó. Fuera de sus cabales, la tutora volvió a desplomarse en las sábanas desarregladas. Y así pasó el fin de semana. Sola hasta el final, la niña comenzó a ahogarse en propia flema en la madrugada del lunes 15 de agosto. En esas condiciones su madre la llevó al hospital Penna, al que llegó sin pulso. La reanimación duró al menos una hora pero no dio resultado.
M. murió sola. Como sola estuvo durante los 11 años de su pobre vida. Tenía derecho a todo, pero no tuvo nada. ¿Culpables? Simplemente hay que mirarse al espejo para contemplar una cuota de responsabilidad en el calvario silencioso que atravesó hasta que sus pulmones dijeron basta.
La autopsia confirmó que su muerte fue causada por una neumonía bilateral sobre base de patologías preexistentes fruto del abandono al que fue sometida por todos los circuitos de protección que, supuestamente, se activan cuando un niño enciende las alertas sobre su estado de salud física o psicológica. Desde la incuria familiar que la desangeló hasta los estamentos institucionales integrados por funcionarios que, a su vez, son designados por gobernantes surgidos del voto de cada uno de nosotros. Nadie actuó.
M. padeció su propio Holodomor, cuya traducción literal es “muerte por hambre”. Así llamaron los sobrevivientes a la masacre perpetrada por el dictador José Stalin contra el pueblo ucraniano entre los inviernos de 1932 y 1933. Se calcula que más de siete millones de personas perecieron por inanición durante el proceso denominado “colectivización” de los recursos productivos de la Unión Soviética, una estrategia comunista diseñada para despojar a los ciudadanos de sus bienes esenciales hasta convertirlos en dependientes del arbitrio estatal.
El Holodomor ucraniano transcurrió en tiempos de paz, ante la vista del concierto de naciones y a pesar de las señales de auxilio emitidas por un pueblo sojuzgado al extremo de perder las esperanzas. Sin comida y sin semillas para sembrar, requisado hasta debajo de sus camas por milicias que secuestraban hasta el último grano, las víctimas del stalinismo sucumbieron mientras Occidente compraba los cereales que el régimen comunista les había arrebatado.
Un mundo indiferente observó cómo el Kremlin multiplicaba la exportación de granos durante esos años, mientras condenaba a los ucranianos a una pena capital infligida lentamente, ya que la muerte famélica implica un proceso de prolongada agonía que puede durar años, mientras el cuerpo humano va activando los distintos dispositivos metabólicos para mantenerse encendido pese a la ausencia de alimentos, hasta llegar a la instancia crucial conocida como catabolismo, situación extrema en la que el organismo se alimenta de sí mismo en busca de las energías indispensables para vivir.
La niña M. atravesó todas esas etapas. Y en todos los casos sus señales de alerta fueron pasadas por alto. Con problemas de visión en un ojo y una estructura corporal menguada por la malnutrición, estaba claro que todos los estamentos oficiales habidos y por haber debieron haberse encargado. Desde la Defensoría Zonal que los docentes aseguran haber contactado para advertir sobre el caso hasta el servicio del Same, que no llegó a enviar una ambulancia el viernes 12, cuando la pequeña se descompensó en el colegio y todavía era posible torcer el destino atroz que le esperaba.
El lunes por la madrugada el final fue inevitable. Atrás quedaron pesares concurrentes, pecados mortales consumados en cada pliegue de una administración estatal que gasta fortunas en planes y subsidios, pero que es incapaz de reaccionar con la velocidad que la situación de la pequeña M. requería incluso antes de la pandemia.
Es que en algún momento las autoridades de la escuela gestionaron para ella una dieta hipercalórica con el objetivo de rescatarla de su cuadro crónico, pero esos alimentos específicos se interrumpieron junto con las clases presenciales, producto de un confinamiento sanitario que no distinguió entre aislamiento preventivo y encierro despiadado.
Al regresar a la presencialidad todo volvió a ser como antes para M. Su entorno disfuncional, su vivienda precaria en el cordón más pobre de Barracas, su mochila de tela azul y su cuaderno sin colores, a metros del desfiladero que desciende hasta los infiernos de la miseria, al que finalmente fue empujada por un sistema desde todo punto de vista negligente.
M. fue una más en el 52 por ciento de niños pobres que registra el Indec en sus últimos sondeos. Problema estructural de la Argentina desigual que supimos construir, la infancia vulnerada por la ausencia de mínimas condiciones indispensables para proyectarse al futuro, desemboca en este martirologio imperdonable.
No hay redención posible para los que por acción u omisión fueron partícipes necesarios en los episodios que convirtieron en vía crucis lo que debió haber sido una infancia feliz. ¿Cómo alcanzar la expiación en un país donde los daños colaterales de las políticas macroeconómicas conducen a suplicios tan extremos como evitables?
¿Cómo convivir con la propia conciencia en una dimensión terrenal que admite y naturaliza la supresión de los llamados derechos personalísimos, definidos por el iusnaturalismo como la obligación de garantizar la vida, la salud y la libertad? Tres preceptos fundamentales abolidos en el callejón que conectaba la villa 21-14 con la escuela donde la nena pasó sus últimas horas.
Ahora que la sangre se ha derramado. Ahora que se ha mezclado con la tierra, absorbida por la porosidad de un suelo nacional que alguna vez fue emancipado para garantizar el bienestar prometido por el Preámbulo, solo resta coexistir con lo infame, sobrellevar la vergüenza e intentar, a como dé lugar, que el corazón de las nuevas generaciones siga latiendo hasta el advenimiento de tiempos mejores.
En homenaje a la memoria de M. y de tantas emes como podamos imaginar, porque acá nomás, a la vuelta de la esquina, siguen estando. Y siguen muriendo.