Javier Milei anunció que no habrá obra pública financiada por el estado y que pretende que los nuevos emprendimientos se ejecuten con inversión privada. Esta decisión se fundamenta en la gravísima situación fiscal que reclama una fuerte y rápida reducción del gasto público. En realidad, es una propuesta excesivamente limitativa y de respetarse será solo sostenible por poco tiempo. No todas las inversiones en infraestructura pueden concretarse sin la concurrencia de fondos presupuestarios, subsidios o garantías que finalmente carguen de alguna forma sobre el erario público. Esto es más evidente en obras municipales y provinciales como es el caso de drenajes, calles urbanas, caminos rurales y alumbrado, entre otras.
Además, no utilizar fondos presupuestarios en la obra pública sería aún más difícil frente a tarifas que actualmente no alcanzan siquiera a cubrir costos operativos y menos aún la recuperación del capital. El nuevo gobierno deberá corregir esta situación y también alivianar la fuerte carga impositiva en servicios públicos y peajes. No solo deberán normalizarse estas situaciones, sino también dar plena seguridad contractual respecto de su no reiteración en el futuro.
En ese sentido, ya hubo algunas reuniones entre las autoridades salientes y entrantes. Una de ellas fue entre el actual ministro de Obras Públicas, Gabriel Katopodis, y su sucesor en la flamante dependencia de Infraestructura, Guillermo Ferraro, para conversar, entre otras cuestiones, sobre proyectos que están en pleno desarrollo. Si bien no hubo una comunicación oficial sobre lo hablado, de ese encuentro trascendió que el gobierno entrante piensa concretar las obras en proceso y las que están licitando nuevas etapas. En total son 2308 las obras en esas condiciones.
Está claro que las obras deben continuarse, pues su terminación significaría un importante ahorro y/o generación de dólares como, por ejemplo, en el caso de algunos gasoductos.
Ferraro es un especialista en la financiación privada de proyectos públicos. Debe reconocerse que se ha avanzado notablemente en modalidades de concesión o tercerización que permiten canalizar el capital privado hacia obras de infraestructura, tales como caminos y autopistas, centrales eléctricas, dragado de vías navegables, puertos, obras de riego, redes de transmisión, aeropuertos y otras. La experiencia internacional y particularmente la local de los 90 debe ser aprovechada y perfeccionada.
La ejecución privada no exime al Estado de responsabilidades. Las grandes obras de infraestructura suelen tener fuerte impacto en el desarrollo de sectores y áreas geográficas que superan el entorno de su uso directo. En muchos casos sus efectos traspasan las fronteras del país y se insertan en acuerdos internacionales. La cuestión ambiental ha tomado creciente importancia requiriendo la prevención de efectos que escapan a los beneficios y costos del propio inversor.
En obras importantes, la contaminación y otras externalidades no son fáciles de trasladar a los costos de un operador privado. Tampoco puede pretenderse que una iniciativa privada en infraestructura contemple objetivos territoriales o geopolíticos. Aquí hay una diferencia con otras áreas de inversión como la industria o el agro, donde son suficientes las señales del mercado solo acompañadas de regulaciones ambientales y de seguridad.
En una economía de mercado sería desaconsejable instaurar una planificación que pretenda seleccionar las inversiones en estos sectores. Sería intervencionista si pretendiera el Gobierno controlar o inducir decisiones de inversión con su planificación.
La experiencia en los países desarrollados demuestra que si el Estado cumple con su rol sin intervencionismo el mercado se potencia como un fuerte impulsor de la inversión privada.
Ahora hace falta restaurar la seguridad jurídica y políticas de Estado que aseguren el beneficio de la previsibilidad y la confianza.