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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

“Con el testimonio de las víctimas, toda la historia oficial de los militares se derrumbó, porque ahí estaba la verdad”

Ricardo Gil Lavedra escribió a finales de 2022 “La hermandad de los astronautas. El juicio a las Juntas por dentro”. “La luz siempre fue una clave en el juicio, se trataba de iluminar la oscuridad. Íbamos por el camino del descenso a los infiernos. Pero también por el de la verdad”, dice en el libro. En esta charla con El Litoral reflexiona y recuerda cómo fueron esos tiempos y qué quedó de ello casi 40 años después.

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

Ricardo Gil Lavedra fue miembro de la Cámara Federal Criminal de la Capital Federal encargada de juzgar a las Juntas Militares de la última dictadura (1976-1983). A finales de 2022 escribió La hermandad de los astronautas. El libro es un conmovedor relato en primera persona donde cuenta su experiencia y los pormenores del histórico trámite judicial llevado adelante en 1985. Para el autor, cada momento del juicio fue importante y revelador, pero nada se compara a los testimonios de los sobrevivientes, “los que pudieron escapar de la muerte, porque pudieron contar el horror por dentro”, dice. 

Poner en evidencia el horror fue insoportable para algunos de los protagonistas del Juicio, porque eran relatos en primera persona como el desgarrador testimonio de Adriana Calvo de Lavorde, ahora también recordado en la película “Argentina, 1985”. 

Adriana es licenciada en Física y trabajaba en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de La Plata en los años duros de la dictadura y contó ante el tribunal las interminables horas de torturas escuchadas y los maltratos sufridos por ella y su bebé nacida en cautiverio.

Y tal como sostuvo el fiscal Julio Strasera en su alegato final, el juicio fue un descenso a las zonas más tenebrosas del alma humana. En la cultura occidental ese camino al horror está representado por Dante Alighieri en la Divina Comedia, que reservaba el séptimo círculo del infierno para los violentos que se sumergían en un río violento de sangre hirviente.

El libro recupera los momentos difíciles y los más risueños, las tensiones, pero también la tranquilidad del deber cumplido.

La arquitectura jurídica

El 23 abril 1983 el gobierno de facto de Reynaldo Bignone publicó el “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión”, que no era otra cosa que una ley de autoamnistía. Raúl Alfonsín como presidente de la naciente democracia cumplió su palabra de campaña y envió al Congreso de la Nación un proyecto de nulidad de la ley de pacificación y a fines de diciembre de 1983 se declaró “insanablemente nula la Ley de facto N° 22.924”. 

El 15 de diciembre de 1983 Alfonsín firmó un decreto que ordenaba someter a juicio a los integrantes de la Junta Militar ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, sin intervención de tribunales civiles referido a “los delitos de homicidio, privación ilegal de la libertad y aplicación de tormentos a los detenidos”. También incorporaba un recurso de apelación ante la Cámara Federal por los mismos hechos.

Ese mismo día creó a través del Decreto 187 la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep), con el objetivo de investigar las violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura militar.

El 13 febrero de 1984, el jefe de Estado promulgó una reforma del Código de Justicia Militar que había aprobado el Congreso y la Cámara Federal le dio 180 días a la Justicia militar para que investigara la existencia de un método de violación de los derechos humanos.

En septiembre de ese mismo año, el Consejo Supremo de las FF. AA. informó que según resultaba “de los estudios realizados hasta el presente, los decretos, directivas, órdenes de operaciones, etcétera, que concretaron el accionar militar contra la subversión terrorista son, en cuanto a contenido y forma, inobjetables”.

La reforma del Código de Justicia Militar aprobada ese año habilitaba a la Justicia civil “asumir el conocimiento del proceso” en caso de advertir una “demora injustificada o negligencia en la tramitación del juicio” y es por eso justamente que el 4 de octubre de 1984, la Cámara Federal de la Ciudad de Buenos Aires toma la causa.

El 22 de abril de 1985 se abrió la sala de audiencias de la Cámara y comenzó el juicio ante un recinto colmado. 

La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal estuvo integrada por Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Araoz, Guillermo Ledesma y Andrés J. D’Alessio. El fiscal fue Julio César Strassera con quien colaboró el fiscal adjunto Luis Gabriel Moreno Ocampo.

Los acusados de violaciones sistemáticas a los derechos humanos fueron Jorge Rafael Videla, Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Omar Graffigna, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya. 

—Usted cuenta al comienzo del libro que era amigo de Carlos Nino y de Jaime Malamud; ellos, junto con el presidente Alfonsín, pensaron la difícil tarea de enjuiciar a las juntas de comandantes de los gobiernos de facto (1976-1983). ¿Cómo era su amistad con Nino y con Malamud y cómo fueron esos momentos?

—Carlos Nino y Jaime Malamud pertenecían a Sadaf (la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico) en la que también estaban Genaro Carrió, Eugenio Bulygin, Martín Farrell y otros. Y Sadaf ofreció sus servicios a los dirigentes radicales luego de la guerra de Malvinas. El único que respondió afirmativamente fue Alfonsín. Carlos Nino y Malamud empezaron a hablar con Alfonsín, y fueron consultados en cuestiones de justicia y en temas institucionales. Según ellos me relataron, en esas conversaciones surgió la idea de Alfonsín, sobre todo cuando se dictó en el mes de septiembre la Ley de Autoamnistía (Ley 22.924 bajo la denominación de “pacificación nacional”), de rechazarla y avanzar en la idea de enjuiciamiento de los máximos responsables de desapariciones, torturas y muerte durante el gobierno anterior.

Esta era una decisión contracorriente, esto quiere decir que lo normal, lo previsible o lo razonable, lo que hubiese sucedido normalmente era no hacer nada. En la tradición argentina y en el mundo, lo habitual era olvidar los crímenes del pasado. En cambio, el que se salió del libreto fue Alfonsín, que decidió, pese a las dificultades jurídicas y políticas, tratar de romper los obstáculos que planteaba la Ley de Amnistía y poder avanzar hacia el enjuiciamiento.

—Esa estructura legal fue fundamental para que puedan avanzar esos juicios. ¿Cuáles fueron los pasos dados por Alfonsín, que además de políticos, fueron jurídicos?

—Había dos grandes obstáculos, la Ley de Autoamnistía, que obviamente el artículo 2 del Código Penal decía que, si el momento que media entre la comisión del delito y el momento de dictar la condena se dicta una ley más favorable, se aplica la más beneficiosa para el reo. En consecuencia, la pregunta es: ¿Cómo se quita validez a la Ley de Amnistía? Anulando, privándola de todo efecto jurídico por su vicio de origen, por haber sido dictada por un gobierno de facto, y por suponer también concesiones a algunas personas. El otro obstáculo era el fuero militar para los delitos cometidos en acto de servicio; y esto había sido cometido en acto de servicio. 

Entonces, la primera estrategia que tomó Alfonsín fue mandar al Congreso un proyecto de ley que anulara la autoamnistía, que los posibles delitos fueran juzgados por los militares, respetando el juicio de juez natural, con un recurso de apelación ante la Cámara que correspondiera. Lo que ocurre es que esta primera estrategia contemplaba también asegurar un cumplimiento limitado, que fueran pocos y que fueran los propios militares los que juzgaran a los responsables. Esto empezó a hacer agua en el Congreso. El Congreso modificó esto, por un lado, le quitó la presunción de obediencia debida con lo cual, el juzgamiento iba a ser a la mayor cantidad de gente; pero por el otro era la posibilidad de que el Tribunal civil pudiera sustraerse, abocarse al conocimiento de la causa si el Tribunal militar demoraba en el juzgamiento.

—¿La Cámara debía avocarse, ante la dilación militar?

—Claro. Nos avocamos y ahí surge otra cuestión, que es cómo se organizó el juicio, porque en realidad, la arquitectura, la organización, las formas de trabajo, etc., todo eso fue hecho por la Cámara.

—A lo largo del libro está expresada la férrea voluntad del Tribunal de respetar el derecho de defensa. ¿Puede contarnos cómo fueron esos momentos de decisión de cada una de estas cosas?

—Sí, por un lado, decidimos utilizar las reglas del Código de Justicia Militar que establecía la posibilidad de una audiencia oral y pública. Entonces dijimos, lo que mejor podía asegurar las reglas del debido proceso, es que la gente pueda ver la prueba que se ventila ante los Tribunales en un juicio, y además era más rápido. Entonces, nos zambullimos en el juicio oral, sin tener experiencia en ese tipo de juicio, porque en aquel momento el procedimiento Federal no era oral, sino escrito. Establecimos el juicio oral y también nos comprometimos a muchas cosas: una era que no tuviéramos disidencias internas, y para esto debíamos discutir la cantidad de horas que hiciera falta, pero todas las decisiones debían salir por consenso. Y, sin lugar a dudas, debíamos respetar y garantizar el derecho de defensa.

—Acordaron no hablar con la prensa, también. ¿Qué otras cosas pactaron?

—Bueno, otra de las cuestiones aparte del consenso fue tenernos confianza recíproca, es decir, que cada uno iba a juzgar con manos absolutamente limpias. Nos dijimos que toda conversación, toda información o noticia que tuviéramos del exterior relacionada con el juicio la pondríamos sobre la mesa, nadie ocultaba nada. Y esto se cumplió  a rajatabla. La cuestión de la prensa era porque nosotros quisimos darle al proceso un corte notablemente acusatorio y en consecuencia, la responsabilidad del ejercicio de la acción penal pública fue exclusivamente del fiscal, que representaba los intereses de la sociedad; o sea que las únicas comunicaciones con la prensa fueran de él y nosotros nos limitamos al terreno de un ser imparciales y por supuesto, no dar ninguna entrevista de prensa.

—¿Usted era el encargado de hablar con la prensa?

—Nosotros no hacíamos declaraciones, pero yo me encargaba de reunir a los principales periodistas de los diarios una vez por semana o cada dos semanas para explicarles la marcha del juicio, qué llevamos adelante, por qué, una tarea que tienen los Tribunales para que las cosas se difundan correctamente es decir a la prensa cómo son las cosas.

—¿Tiene alguna anécdota de estas situaciones con la prensa?

—Nosotros fuimos los editores del Diario del Juicio. Esa publicación que hizo Perfil era una periódica e introducía el contenido de las audiencias. Le dábamos al diario del juicio las desgrabaciones de los testimonios para que ellos puedan extraerlas y publicarlas. No se publicaron todas ni de todos los testigos, pero la parte sustancial, sí, para que la gente sepa de qué se trataba.

—¿Qué hacía usted antes de ser nombrado juez?

—Fui empleado de la Justicia, fui subsecretario letrado de la Corte de la Provincia de Buenos Aires, secretario letrado de la Procuración General de la Nación y luego renuncié en la época de la dictadura y me fui a la profesión. En el momento en que me hicieron la propuesta era subgerente de Pérez Compac y la verdad no pensaba volver a la Justicia, pero estoy agradecidísimo de haber dicho que sí. En un momento dudé porque no era tan sencilla la tarea.

—El 22 de abril de 1985, cuando se abren las puertas de la sala de audiencias, usted pone atención a la presencia de la luz en la sala. Lo describe por lo menos tres veces de manera diferente a ese haz de luz. Cuéntenos esa experiencia de estar en esa sala y ese rayo de luz, que funciona como una metáfora.

—La sala de Audiencias de la Cámara de Apelaciones es preciosa, toda revestida en madera, un estrado majestuoso y tiene unos grandes vitrales a la espalda del estrado, que daban sobre la calle Corrientes. Ahora que va a salir un documental de juicio, notará que esos vitrales estaban tapados con madera, porque el comisario a cargo de la seguridad decía que podía haber francotiradores del otro lado de la calle. Por eso la taparon con madera. Dejaron libre nada más que la última parte, con lo cual la luz era escasa. Nosotros pasábamos horas y horas en la sala, en algunos casos no puedo recordar si los testimonios se daban de día o de noche, y me fijaba en esa luz que se filtraba por la última parte del vitral, a ver si entraba luz de afuera o no. Qué sé yo. Cada uno vive las experiencias de distintas maneras. A mí me impactaba el tema de la luz.

—Justamente, porque el juicio estaba iluminando el horror. ¿Cómo fueron esos primeros momentos del descenso a los infiernos? ¿Cuáles fueron los momentos más duros? 

—Creo que cuando comenzaron los testimonios de las víctimas toda la historia oficial de los militares se derrumbó porque ahí estaba la verdad, porque estaban relatando sus torturas, sus padecimientos, sus sufrimientos. Hubo testimonios generalmente muy conmovedores, y hemos llorado con algunos, con otros hemos reaccionado con enojo, con ira por la injusticia. En definitiva, el juez no es inmune a estas cosas como cualquier ser humano. 

—Usted cuenta en el libro cómo llegan las pruebas al tribunal. ¿Cómo fue?

—Las prueban llegan bastante parecido a lo que cuenta la película “Argentina, 1985”. Había un plazo para presentar las pruebas, creo que hasta las 12 de la noche. Pero el día previsto, las pruebas de la Fiscalía no llegaban. Creo que mis otros colegas ya se habían ido y yo estaba preocupado y nervioso. Ya se habían hecho las 10 de la noche, entonces me quedé por los pasillos de la Cámara, y de repente lo veo venir a Luis Moreno Ocampo que aparece con dos chicos, con dos carretillas llenas de papeles y carpetas. Luis Moreno dijo: “¿Estaban todos cagados a que no llegáramos, no?”. Fue bastante como lo cuenta la película.

—¿Por qué el título “La hermandad de los astronautas”?

—El título es una metáfora de Jorge Torlasco, uno de mis colegas, lamentablemente fallecido. Jorge decía siempre que era como si nosotros estuviéramos en una nave espacial. Afuera había estruendo, pasaban cosas que nosotros no sabíamos porque estábamos enfocados en el juicio, concentrados en nuestra nave. Y nuestro objetivo, no era alunizar, sino dictar sentencia. Y como los astronautas, dependíamos uno del otro, de la confianza recíproca que nos tuviéramos. Los astronautas no tienen mucha luz externa, dependen de lo que hacen en la nave; y a mí me gustó esa metáfora porque allí nació un vínculo especial, una especie de hermandad, por eso le puse La hermandad de los astronautas. Creo, grafica muy bien el espíritu de ese grupo humano.

—A pesar de estar grabado el juicio, en un momento en 1988 usted y los otros jueces ven peligrar esos registros y deciden hacer un viaje. Cuéntenos por qué temían que los archivos se perdieran. ¿A dónde van y qué hacen?

—Temíamos porque vivimos en Argentina, un país donde los registros históricos se pierden y además ya se habían producido dos levantamientos militares: el de Semana Santa y el de Monte Caseros. El juicio estaba guardado en archivos de videos, porque fue oral, con lo cual la audiencia es la que estaba grabada y no había papeles. Por eso dijimos, acá puede pasar cualquier cosa; se puede perder la audiencia para siempre. Entonces, medio clandestinamente, fuimos sacando de la Cámara los VHS y los fuimos grabando en otros casetes. Después nos repartimos los casetes y por gestión de un abogado argentino muy conocido llamado Bernardo Beiderman del Instituto de Derecho Penal y de la Fundación de Derecho Penal Internacional con sede en Noruega, viajamos a ese país. Gracias a las gestiones de varias personas entre las que estaba Helgue Rostad, buscábamos que el gobierno nos recibiera las grabaciones del juicio. Y así fue que metimos los casetes en la valija de cada uno, y entre los zapatos y medias viajaron esos documentos. Fuimos a Oslo y para nuestra sorpresa tuvimos un recibimiento impresionante. Nos recibió la Corte Suprema, el Colegio de Abogados, el Parlamento y entregamos esos casetes que quedaron depositados junto a la Constitución histórica de Noruega, en un lugar seguro. Allí nos dijeron que quedarían depositadas en una bóveda a prueba de incendios y bombas atómicas, con lo cual quedamos tranquilos porque se trataba de una copia íntegra del juicio (es la copia que mejor se ha preservado en los años porque la de acá también se degradó). 

—Usted siempre es cuidadoso en señalar que había que acreditar los hechos. ¿Cuáles fueron las discusiones y los argumentos utilizados para la sentencia? Usaban una terminología especial y habían dividido los argumentos en el colchón y los módulos. ¿De qué se trata?

—El colchón son las órdenes que establecen el plan criminal. Decimos colchón porque ahí descansan hechos individuales. Los comandantes ordenaron un ataque criminal en cuya virtud se cometieron miles de hechos, pero no podíamos juzgar los miles de hechos. Teníamos que tener algunos hechos concretos para imputar responsabilidad, porque el solo haber ordenado en general, no es nada, necesitábamos acreditar hechos.

En consecuencia, la sentencia tiene dos partes, la prueba del plan, que es el “colchón” y después la prueba de cada uno de los casos que eran para nosotros los “módulos”. O sea que la sentencia tiene, adentro, muchas mini sentencias. Y por supuesto fuimos muy rigurosos para garantizar la defensa y también muy rigurosos en los criterios de apreciación de las pruebas.

—Usted explica lo útil que fue el pensamiento de Claus Roxin para la sentencia. Cuéntenos algo de eso y por qué la importancia.

—Esto en realidad es un tema técnico, de cómo responden los comandantes. Los comandantes no habían torturado a nadie, no habían matado ni secuestrado a nadie, habían sido sus subordinados. Eso en el Derecho argentino, puede ser sin dudas un instigador, pero contrariaba el sentido común que el que hubiera ordenado todo esto fuera nada más que el instigador. En consecuencia, ahí utilizamos una concepción del autor alemán, Claus Roxin, que había elaborado esa idea para el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén. Roxin hablaba del “autor mediato”, esto es mediante un aparato organizado desde el poder manejaba los hilos de las acciones. Significa que quien domine un aparato centralizado, disciplinado de poder, domina la voluntad abstracta de cada uno de los elementos, es decir de ese aparato.  Dicho de otra manera, no importaba quién fuera el ejecutor, porque lo importante es quien tenía el dominio de la maquinaria, que era lo que tenían los comandantes. En consecuencia, por eso, los condenados eran los autores mediatos de esos crímenes.

—El final del libro es muy conmovedor porque cuenta la escena de una fiesta entre los amigos y también las cenas posteriores y después las ausencias. ¿Qué hicieron después del juicio? ¿Y qué pasó a lo largo de los años con ustedes?

—Esa noche, el mismo día que dictamos sentencia a la tarde dijimos, bueno, ¿qué hacemos? Teníamos la necesidad de juntarnos. Yo vivía en una casa antigua grande en Palermo y digo: “Bueno, juntémonos en casa”. Y como se hacen las cosas entre un grupo de amigos, con mi mujer empezamos a repartir tareas: yo llevo la bebida, yo llevo helado, yo llevo tal cosa, etc. Y nos juntamos todos esa noche en casa. Por supuesto vinieron también los fiscales, vinieron Julio y Luis. Y la verdad fue una catarsis, porque nos pasamos la noche, por supuesto chupando, contando anécdotas, cantando, bailando, porque habíamos llegado al final.

Hay que tomar conciencia de que siempre, nuestro enorme temor era que no pudiéramos llegar al final, que no pudiéramos terminar el juicio, que no pudiéramos dictar sentencia; por eso, el día que lo pudimos hacer nos descargamos en ese encuentro, que duró hasta la mañana siguiente.

—Hasta leyeron el diario al día siguiente.

—Sí, así es.

—¿Y después fueron varios encuentros?

—Después fue siempre. Fue una cena sin fin, porque después, a lo largo de los años nos seguimos reuniendo con regularidad en la casa de uno, de otro, siempre retemplando nuestra hermandad.

—¿Quiénes ya no están doctor?

—Andrés Galesio, Jorge Torlasco  y no está Julio, el fiscal.

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