Por José Luis Zampa
n El descenso de la pobreza registrado recientemente adicionó una nueva cucarda a los logros económicos que esgrime como éxitos la administración Milei, quien capitalizó la nueva estadística como la demostración de que su plan motosierra, en vez de expulsar, incluye a los más desvalidos en una nueva dimensión de la realidad donde el Estado ha dejado de funcionar como regulador de las asimetrías sociales.
De 51 a 38,9 por ciento no es poca cosa. El salto estadístico indica que aproximadamente ocho millones de personas quedaron por encima de la línea de pobreza gracias a que pudieron acceder a bienes y servicios que antes les resultaban inalcanzables. La pregunta es si esta mejora representa un cambio estructural en la calidad de vida de las familias que hasta cierto tiempo eran consideradas pobres y que un buen día, por obra y gracia de las mediciones, se reintegraron a la denominada "clase media baja".
Los límites estadísticos resultan ordenatorios pero no determinantes. El hecho de que una persona haya dejado el segmento de los menos favorecidos por el sistema para instalarse en un casillero superior es auspicioso, pero en la vida real no representa un salto cualitativo que implique, de pronto, el acceso a una vivienda digna, a un trabajo estable y a bienes de segunda necesidad como pueden ser artículos deportivos, una membresía en un gimnasio o un libro para disfrutar en un viaje a las sierras de Córdoba.
Aunque en un corte estratificado de la composición social muchos pobres dejaron de serlo, ese grupo de personas que comenzó a ganar suficiente dinero para comprar carne sigue viviendo con la misma precariedad de antes, con las mismas limitaciones que enfrentó a lo largo de su existencia porque el aumento de su capacidad de consumo es limitado, producto de correcciones macroeconómicas que le han permitido una holgura mínima que no se traducirá en la añorada movilidad social ascendente.
Las desigualdades sociales, como queda visto, siguen y seguirán existiendo primero porque ninguna persona es igual a otra en lo que hace sus aptitudes innatas para desplegar actividades económicas, productivas y profesionales, pero fundamentalmente porque el punto de partida de cada ser humano es diferente en razón de que el nivel educativo de los padres, así como el lugar de nacimiento, condicionan la riqueza futura de los individuos.
Hay que considerar que más allá de las cualidades personales de cada uno, existen factores exógenos que nada tienen que ver con el esfuerzo personal de autosuperación, con lo cual siempre habrá quien comience su derrotero patrimonial desde una posición más ventajosa por razones relacionadas con el entorno socioeconómico que le haya tocado en suerte y, en función de ese contexto primigenio, las oportunidades recibidas para acceder a niveles educativos de excelencia. Y a todo esto se suma otro gran factor de concentración de riqueza como es la herencia recibida.
¿Puede aquel niño nacido en el corazón de una villa miseria, con un padre ausente y una madre consagrada al trabajo doméstico, llegar a la universidad, graduarse y alcanzar una calidad de vida que sus progenitores nunca hubieran soñado? En la Argentina de hoy todavía es posible, pero para que ese ideal de tantas familias pobres se torne realidad deben entrar a la ecuación los efectores del Estado a través de los derechos de segunda generación, ampliatorios de la vieja concepción del Estado gendarme como tronco de una organización que -hasta mediados del siglo XX- ignoró las expectativas de progreso que durante años anhelaron las clases trabajadoras.
Los derechos sociales incorporados a la Constitución Nacional mediante el artículo 14 Bis, que incluyen hasta la obligación del Estado de proporcionar condiciones adecuadas para una vivienda digna, han caído en desuetudo en una coyuntura que convalida la precariedad laboral a cambio de una promesa de prosperidad personal limitada, con un techo demasiado bajo para el apetito desarrollista que alguna vez abrigó la sociedad argentina.
No se trata ya de planificar el año o el semestre. Ni siquiera el mes. El desafío de muchos es terminar el día con dinero en el bolsillo para comprar lo indispensable. Un poco de fideos, medio kilo de molida regular, dos cebollas y un poco de salsa de tomate conforman la meta de "largo" plazo de un changarín condenado a sobrevivir el jornal a fuerza de pedal y con la mochila llena de pizzas ajenas.
En tales condiciones, los índices de pobreza que festejó la claque del presidente Milei son una expresión fidedigna del antiguo modelo pastoril del siglo XIX, añorado por la oligarquía de hoy anclada en la postal sepia de la otrora Argentina "potencia", definida en su tiempo como granero del mundo y romantizada como ejemplo de una época sin desocupación, sin salarios mínimos y sin regulaciones estatales.
"Éramos el quinto país del mundo", suelen resaltar con un dejo de nostalgia los libertarios que hoy aplauden la eliminación de los medicamentos gratis para los jubilados del PAMI, sin tomar en cuenta que hace 150 años los proletarios argentinos carecían de un sistema de seguridad social que los contuviera en caso de un accidente laboral, sin un salario definido en acuerdos paritarios y, en muchos campos de la Pampa Húmeda, recluidos en condiciones de semiesclavitud, en ranchos construidos sobre lotes que nunca les pertenecerían y con una posibilidad única de consumir: la proveeduría de la estancia, en la que intercambiaban los vales que recibían en concepto de salario por la mercadería que el patrón adquiría a menor costo en los almacenes de una inalcanzable capital federal.
El principio de solidaridad que abolió todas aquellas injusticias a partir de su consagración en la Constitución Nacional, ahora es vituperado por el ideario liberal extremo sobre el que se han trazado los surcos de la motosierra. La pobreza en baja y la inflación controlada, en apariencias, se nutren de una consigna libertaria que propone reemplazar la asistencia pública mediante un mecanismo de caridad privada que reflote las comisiones de beneficencia conformadas por las damas de alcurnia, cuya generosidad se circunscribía a la internación de niños pobres en hogares, pero no mucho más que eso.
Con el advenimiento del topo que vino a destruir el Estado desde adentro, los liberales de tapa dura se aferran al modelo que implantaron los inmigrantes europeos cuando la jubilación era una quimera en la Argentina del siglo XIX. Los “gringos” que envejecían sin ahorros eran ayudados no por un Estado presente, sino por una sociedad de socorros mutuos integrada por sus connacionales para contener a los que ya no podían deslomarse con el arado. Pero todas esas organizaciones integradas por actores de la esfera privada tenían un límite: impedir que la fuerza laboral obrera escalase posiciones hasta emanciparse y transormarse en competencia.
¿Es capaz la generosidad privada de suplir la protección social estatal? ¿Responderían las asociaciones benéficas de las "señoras bien" a las situaciones de vulnerabilidad que hoy pueden observarse al sur de las avenidas Cartagena, Alta Gracia y Cuba? Es una incógnita que se puede responder si analizamos el pensamiento práctico de los linajes dominantes, según el cual los hijos de los peones pueden convertirse, el día de mañana y a lo sumo, en mejores peones que sus padres. Hacia allá vamos.