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Requiem para mi ídolo

Martes, 31 de diciembre de 2024 a las 11:36

 

Por José Luis Zampa

Mi ídolo periodístico de los años 90, ese que infaltablemente buscaba todas las mañanas en las tapas rompedoras de convencionalismos, dejó de existir en condiciones de sufrimiento profundo, consciente de que ya no iba a poder. Sabedor de su triste final.
Jorge Lanata fue un disparador de arrojos en este oficio de escribir al ritmo del barboteo sanguíneo. Al cierre de la edición, en caliente, contra reloj y sin que importaran las consecuencias de ese texto quemante una vez publicado, después de haber sorteado los filtros del editor responsable.
En aquellos años sumar enemigos indignados con una investigación sobre remedios truchos, tráfico de influencias o entuertos políticos inconfesables fue un honor que supe cosechar al amparo de las transgresiones del fundador de Página 12, un justificador ético a quien había conocido antes, en la intratable revista El Porteño, cantera de intocables por la que pasó también mi gran amigo Alberto Ferrari.
Escribir lo prohibido y pujar por publicarlo era un ejercicio cotidiano para quienes ejercíamos la profesión periodística avalados por el desenfado de Página 12. Y aunque en mi caso lo hacía en diarios provincianos de matriz conservadora, buscaba parecerme aunque sea en algo a aquella fuente del progresismo periodístico. Crónicas opinadas, remates sabrosos, títulos debatidos con el compañero de al lado.
Calculo que debo haber perdido muchas oportunidades de ganar dinero fácil en mi cruzada íntima a favor de la libertad de contar cosas incómodas. Lo hacía por convicción, influido por las notas de fondo que devoraba en Página 30, la revista de los domingos donde podía encontrarme con José Pablo Feinmann, Rodrigo Fresán, Juan Forn, Antonio Dal Masetto, Juan Gelman, Osvaldo Bayer, Miguel Bonasso y otros gigantes.
Un día acepté pasarme de bando, podría decirse. Me convocaron para dirigir la comunicación oficial de un gobierno. Estaba en ese momento al frente de un diario local, tenía a mi cargo la cobertura de dos provincias en la Agencia DyN y sumaba el apergaminado prestigio de ser corresponsal de La Nación. Dejé todo y me metí en el barro por propia voluntad. A cuerpo gentil.
Para entonces Jorge Lanata ya había hecho lo propio. Enfrentado con el kirchnerismo, sacó un diario al que llamó Crítica, en homenaje a aquella obra maestra de Natalio Botana. Desde allí se dedicó a abrir fuego contra cualquiera que le viniera en ganas, pero sin el rigor periodístico de sus tiempos de gloria. Estaba claro que también él se había cambiado de bando.
Igual que yo, pero sin blanquearlo. Sin exponerse al escrutinio de colegas y críticos de todo pelaje. Después de eso comencé a mirarlo de lejos. Lo fui viendo mutar día a día, dejé de tenerle confianza y empecé a consumir sus productos de reojo. Era igual de creativo y efectista, pero sesgado. Al final de la historia de su vida, completó su autodestrucción al ser contratado por el grupo al que había combatido con furia. Clarín compró su pase.
Lanata se fue en el anteúltimo día del año que muere junto con él, después de romper una y otra vez las reglas no escritas de la comunicación, ya sea para bien, ya sea para mal. Con Lanata muere el periodismo de una época que jamás volverá. Y todos los que bebimos de su genialidad, cerramos para siempre la última claraboya de rebeldía para dejarnos llevar por la nueva dimensión de lo fugaz, lo superficial y lo descartable.

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