En política, pocas cosas sorprenden, especialmente cuando se trata del Congreso. Detrás de una votación cualquiera, de una ley aprobada o rechazada, de cada sesión que se cae o se estira hasta la madrugada, hay una trama compleja de intrigas, cargos, equilibrios internos y un permanente juego de toma y daca, casi inevitables, pero también inconfesables.
Entender cómo funciona ese mecanismo es clave para interpretar por qué razón tantas decisiones no responden únicamente al plano de las ideas, los proyectos y programas sino a una aritmética política mucho más terrenal, sofisticada y en ciertas ocasiones inabordable.
“Nada de esto es exclusivo del país. Todos los parlamentos del mundo viven esa realidad. La diferencia está en el grado de transparencia y en el límite entre la cesión legítima y el intercambio de favores que erosiona la confianza pública. Cuando se vuelve regla invisible todo pasa a ser sospechado y la institución deja de ser vista como el corazón de la democracia y pasa a ser percibida como un club cerrado.”
El parlamento no es solo un ámbito deliberativo: es, ante todo, un mercado de poder. Allí se intercambian apoyos por concesiones, votos por puestos, normativas por partidas presupuestarias, y hasta a veces silencios por protección política.
Eso no significa que esta modalidad pueda ser catalogada de corrupción en el sentido tradicional, aunque a veces pueda rozarla. Algunos dirán que esta inercia puede ser objetable desde lo ético y tendrían un punto atendible que registrar sin minimizarlo.
Cuando el contexto plantea, como ahora, un escenario completamente fragmentado, sin mayorías contundentes, gobernar se convierte en el equivalente a sentarse a pactar y eso es un sinónimo de ceder sin eufemismos.
"Entender esta lógica no implica justificar ciegamente, pero sí abandonar la ingenuidad. En el Congreso argentino no se vota solo con convicciones: se apela al cálculo mezquino y mientras esa sea la vara principal, cada ley será mucho más que un texto aprobado: será el resultado de una negociación silenciosa que rara vez se cuenta, pero que explica casi todo."
Luego emerge el debate central sobre qué, cómo, cuándo y hasta donde llegar. Cada uno de estos aspectos individualmente genera enormes ruidos e interpela brutalmente a todo el sistema político poniendo en jaque sus cuestionables viejas prácticas.
Las votaciones son apenas la foto final de un intrincado proceso que empieza tiempo atrás. Antes de que un proyecto llegue al recinto, ya ha pasado por múltiples mesas chicas, recorriendo despachos, pasillos, cenas discretas e intercambio de llamadas cruzadas.
En esas instancias se define qué capítulos tienen consenso, que artículos sobreviven, cuáles se modifican parcialmente y cuáles otros se eliminan para hacer “viable” el texto definitivo. El resultado rara vez se parece al que fue gestado originalmente. Es, casi siempre, una versión políticamente digerible, una que consigue contener más voluntades. Los cargos, esa institución cuasi nefasta para la sociedad, juegan un rol vital en este entramado. Presidencias de comisiones, vicepresidencias, secretarías parlamentarias, lugares en organismos de control, embajadas, empresas públicas o entes descentralizados funcionan como moneda de cambio, siempre por lo bajo, sin levantar demasiado el avispero.
Las leyes no son parte de un tratamiento puritano y abstracto, sino que en ciertas oportunidades no es ley, por ley. En todo caso puede ser una legislación singular por un lugar estratégico en el Estado. En el Congreso no solo se legisla, sino que también se administra el poder.
Bajo estos paradigmas ese ida y vuelta no es una anomalía, sino un inconfesable signo de normalidad. Un bloque o conjunto de legisladores se compromete a acompañar una iniciativa mientras del otro lado se accede a introducir una cláusula que beneficie a su distrito. Otro garantiza quórum si se preserva una “caja específica” inclusive temporalmente o se frena una tramitación incómoda. La lógica es lineal, casi nadie vota gratis. Incluso la abstención suele ser una herramienta de rutina.
El problema surge cuando ese esquema se vuelve turbio a los ojos de los ciudadanos, en particular cuando se visualiza una votación ajustada, pero no se conocen los acuerdos subterráneos que la hicieron posible. Esa actitud alimenta el descreimiento en la política y refuerza la sensación de que el Congreso está desconectado de las prioridades reales de la gente. No porque no debata, sino porque prioriza intereses cruzados poco cristalinos. Las conversaciones se vuelven aún más intensas en el marco de reformas estructurales. Cuando un gobierno impulsa transformaciones profundas ese ámbito es un tablero de ajedrez. Cada voto cuenta. Cada legislador se vuelve decisivo y bajo ese panorama los bloques chicos ganan un espacio desproporcionado pudiendo inclinar la balanza y, por lo tanto, elevar el precio de su apoyo.
“A no horrorizarse demasiado. Asumir la verdad es un signo de madurez e implica abandonar la adolescencia para dar paso a la comprensión acabada de cómo se articulan engranajes lícitos para lograr objetivos superiores. En el camino algunos pícaros sacan ventaja, pero a veces ese peaje puede valer la pena si lo logrado lo amerita."
La tensión permanente es entre gobernabilidad y coherencia. Para lograr leyes, el Ejecutivo debe conciliar. Pero cuanto más se habilita esa concertación más se diluye el contenido de las reformas. El Congreso, entonces, funciona como filtro, pero también como amortiguador del cambio. Para algunos, eso es una virtud del sistema republicano. Para otros, es una de las razones por las que las transformaciones en Argentina siempre son incompletas, o demoran más de la cuenta.
Nada de esto es exclusivo del país. Todos los parlamentos del mundo viven esa realidad. La diferencia está en el grado de transparencia y en el límite entre la cesión legítima y el intercambio de favores que erosiona la confianza pública. Cuando se vuelve regla invisible todo pasa a ser sospechado y la institución deja de ser vista como el corazón de la democracia y pasa a ser percibida como un club cerrado.
Entender esta lógica no implica justificar ciegamente, pero sí abandonar la ingenuidad. En el Congreso argentino no se vota solo con convicciones: se apela al cálculo mezquino y mientras esa sea la vara principal, cada ley será mucho más que un texto aprobado: será el resultado de una negociación silenciosa que rara vez se cuenta, pero que explica casi todo.
A no horrorizarse demasiado. Asumir la verdad es un signo de madurez e implica abandonar la adolescencia para dar paso a la comprensión acabada de cómo se articulan engranajes lícitos para lograr objetivos superiores. En el camino algunos pícaros sacan ventaja, pero a veces ese peaje puede valer la pena si lo logrado lo amerita.