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Salvataje de las deudas de la periferia mundial

Por El Litoral

Domingo, 26 de abril de 2020 a las 02:44

Uno de cada cinco países del mundo emergente entrarán en default en el futuro próximo, según anticipa un análisis del JP Morgan. El banco tiene fundamentos para sus predicciones. Es la misma entidad que elabora el índice de riesgo país, el Emerging Markets Bonds Index, muy citado en Argentina, que mide la diferencia que pagan los bonos del Tesoro de Estados Unidos contra el resto de los países. Se trata, en realidad, de la sobretasa que los gobiernos, con economías endebles, deben asumir para dotarse de créditos. Cuanto más frágil la estructura del deudor, mayor es el costo de riesgo país.  Que un país entre en default, según las reglas en uso, implica en gran medida desaparecer. Los inversionistas los rehuirán y no habrá crédito, incluso con tasas de usura porque la fractura del compromiso de pago se extiende como un antecedente limitante. De modo que no se ahorra el dinero que iría a esos pagos ni tampoco sería posible generar esos fondos para el colchón nacional por el cierre de los mercados. Escapar de las deudas no resuelve el problema, más bien lo agrava. Por eso se requiere de un acuerdo. Este conflicto no es sólo excluyente de los deudores, compromete también a los acreedores, particularmente cuando las bancarrotas se generalizan como sucedió con la crisis de la deuda en América Latina en los 80 y entre los tigres asiáticos una década después, y como parece que ocurrirá ahora en la visión del JP Morgan.
En el inicio de aquellos años 80, en Argentina, Raúl Alfonsín buscó forzar ese acuerdo con la creación de un cartel de deudores. La iniciativa, mano a mano con su colega colombiano Jaime Lusinchi, y que tomó el nombre de Consenso de Cartagena, pretendía una solución al aluvión de deudas que los bancos habían regado por la región con el otro aluvión de los petrodólares. Pero el proyecto fracasó. Todo terminó con el plan Brady -por el ministro de Economía de EE. UU. Nicholas Brady-, que consistió en una reestructuración con recompra de bonos, pero atada a una interminable serie de ajustes estructurales de muy dolorosa memoria.    
Hoy las cosas se presentan peores. En ese plano, una dimensión central de la pandemia son los cambios políticos que la crisis económica, agravada por la cesación de pagos y sus consecuencias de aislamiento, provocan en las sociedades afectadas. Como no se puede escapar del ajuste, por decisión o imposición de una realidad de escasez, hay un efecto político previsible de cuestionamiento al sistema de poder. Apostar a que los países que quiebren se hagan cargo de sus calamidades, como sostiene cierto extremismo ultraliberal, se ha probado ineficaz y peligroso. En las épocas muy recientes que el discurso norteamericano se centraba en la vidriosa guerra contra el terrorismo, hasta Colin Powell, el canciller que se hizo famoso a comienzos de la década pasada exhibiendo una botellita en la ONU como prueba de las inexistentes armas químicas de destrucción masiva de Irak y justificar así la invasión a ese país, llegó a sostener que “el terrorismo realmente brota en donde hay pobreza, desesperación y desesperanza, donde la gente no ve un futuro.”
Sin ir tan lejos, lo que brota es un repudio generalizado a cómo se hacen las cosas, incluso al sistema democrático. En 2008, en el inicio de la anterior crisis global, el ex director gerente del FMI, Michel Camdessus, que llegó a culpar a los pobres de México por la pesadilla que vivió ese país con el Efecto Tequila, reflexionó autocrítico y ya jubilado que “es preciso inyectar el sentido del bien común”. En términos más pragmáticos y utilitarios que humanistas, explicó que la pobreza puede hacer saltar por los aires el sistema. En ese sentido, el análisis del JP Morgan parece tanto un pronóstico como un alerta debido a que el coronavirus generará una crisis de la deuda igual o peor que las señaladas, con similares efectos imprevisibles a nivel político.
La solución requiere el mismo nivel extraordinario que la propia situación impone. La alternativa en marcha es de una deuda perpetua, con un capital que se diluirá en el futuro y que solo se aplique a los intereses, que a su vez, al ser de garantía comunitaria, tendrían tipos mínimos. Es un subsidio de al menos 1,5 billones de euros, pero que puede expandirse al doble y que se repartirá entre las naciones más afectadas de acuerdo con el nivel de daño sufrido. Para eso está el Banco Central Europeo. El dato es que no inflará las deudas y no exigirá contraparte de ajuste como sí se hizo tras el estallido del 2008. Hay una luz verde de Alemania que accede a aumentar el techo del gasto del presupuesto de la UE para viabilizar ese camino. Sucede que el sendero inverso sería el desierto. 

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