¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

PUBLICIDAD

La generosidad inocua

Por El Litoral

Domingo, 26 de abril de 2020 a las 02:50
Por Emilio Zola
Especial
para El Litoral

En 1933 el presidente norteamericano Franklin Roosevelt puso en marcha un programa de inclusión social destinado a rescatar la dinámica económica de Estados Unidos después de la gran depresión del 29. Nacía el “New Deal”, un amplio entramado de reformas sociales y laborales que permitió a miles de familias acuciadas por el hambre recuperar calidad de vida, a la vez que resucitó la obra pública, generó empleo y puso dinero en los bolsillos de las clases trabajadoras para reactivar el consumo.
Hasta el presente la política keynesiana de Roosevelt era observada como un mojón excepcional en el devenir histórico de la potencia norteamericana, pero la pandemia obligó al emporio del capitalismo y a su líder, Donald Trump, a desempolvar aquellas medidas horizontalizantes. En un sino inesperado de los tiempos, la economía todopoderosa de Estados Unidos dejó de ser el centro de atención y el millón de contagios obligó a concentrar esfuerzos en proteger a la población no sólo del coronavirus, sino también de la misciadura.
Sin sonrojarse Trump apeló al populismo. Como si hubiera sacado una receta de “La razón de mi vida”, el presidente de la Nación más poderosa del planeta decidió repartir cheques de 1.200 dólares a cada familia en estado de necesidad y añadió el detalle demagógico que faltaba para completar una pirueta de panquequismo ideológico: estampó su firma a cada documento, de modo que los beneficiarios tuvieran perfectamente clara la procedencia de tal dádiva en pleno año electoral.
Medidas similares adoptó el Gobierno español con el apoyo de la Unión Europea, que incluso consintió que continúe abonándose el subsidio por desempleo a los nativos contratados para las tareas rurales, a fin de suplir la mano de obra aportada por migrantes impedidos de ingresar debido al cierre de fronteras. Italia por su parte comenzó a volcar dinero a través de vales de compra distribuidos en los ayuntamientos según el índice de pobreza de cada región. En total, serán 400 millones de euros destinados a solventar la adquisición de víveres, en beneficio de familias italianas afectadas por el desempleo.
La crisis del covid-19 parece haber subvertido los valores consagrados por el libre mercado y, salvo las excepciones de Amazon y Netflix, no deja margen a las especulaciones mercantilistas: ante el parate de los mercados por imperio del microorganismo excretado por una sopa de murciélago, la única forma eficaz de apagar el incendio social es la inyección de dinero en los sectores más castigados. Tal como hizo Roosevelt hace 87 años.
En la Argentina la realidad no es muy distinta en el plano socioeconómico, aunque con diferencias paradigmáticas atadas a las limitaciones de un Estado sin resto económico para financiar el rescate de los damnificados por la recesión pandémica. Mientras otras naciones echaron mano de fondos contracíclicos, a la administración de Alberto Fernández no le quedó otra que inyectar recursos a través de la emisión monetaria, con la consiguiente devaluación.
Salvo el acierto de una cuarentena que hasta ahora evitó la mortandad masiva registrada en los países desarrollados, el gobierno argentino produjo respuestas errabundas en sus intentos de aliviar a los argentinos golpeados por la paralización económica. 
Se trata de una consecuencia directa de los desajustes crónicos de un sistema administrativo infestado de recodos burocráticos, sobreprecios y promesas de cumplimiento dudoso que por lo general terminan flotando en el limbo de las buenas intenciones jamás ejecutadas.
Mientras Estados Unidos logró llegar a más de seis millones de desocupados en una semana, en la Argentina nunca se pudieron ejecutar los créditos para Pymes, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) se comenzó a pagar a duras penas mediante padrones plagados de yerros digitales y quedó al desnudo la tremenda informalidad de un universo laboral, que mantiene a más de cinco millones de trabajadores en negro. A ellos la asistencia oficial difícilmente llegue en plazos razonables, debido a que no forman parte del circuito bancario.
Hay que decir que estas deficiencias estructurales no son responsabilidad exclusiva de la actual gestión, sino el resultado de muchos años de hacer la plancha ante la siempre postergada necesidad de reformular la mecánica de un Estado instaurador de privilegios sindicales, políticos y corporativos que impidieron una organización transparente de las inversiones públicas. Con ese lastre, mientras miles de argentinos se debaten entre la opción de contraer covid-19 o perderlo todo a manos de acreedores usurarios, el presidente Alberto Fernández anuncia una nueva prórroga de la cuarentena.
Lo hace asesorado por especialistas en infectología que advierten en el horizonte cercano el recrudecimiento de la peste. La razón los asiste y tienen como antecedente funesto la temible escalada de óbitos en Europa y Estados Unidos, además de las alarmas encendidas en las cárceles amotinadas y en los geriátricos porteños, que llevaron a duplicar la casuística de contagios en Caba. Pero no es suficiente para persuadir a las masas de continuar el confinamiento sin chistar.
El problema es que la certidumbre del peligro acechante ya no disuade. Muchos, asfixiados por la necesidad de llevar el pan a sus casas, tomaron la decisión de salir a la calle a como dé lugar, embebidos en la misma lógica del azar aplicada por aquellos padres que transportan dos o tres niños colgados de un ciclomotor, refugiados en el pensamiento mágico según el cual la fatalidad de una caída no les pasará a ellos, sino a los otros.
La razón de este relajamiento colectivo reside en que el Gobierno desnudó múltiples fallas en su logística de ayuda. Los subsidios se demoran y ni siquiera se avanzó en el diseño de un nuevo esquema de compra de alimentos después del escándalo de la sobrevaluación de aceite y fideos licitados por el Ministerio de Desarrollo Social, episodio que, para colmo, fue replicado a posteriori por el Gobierno porteño con la adquisición de los barbijos más caros de la temporada.
Visto y considerando las actuales circunstancias, con un dólar que volvió a escaparse sin techo hasta alcanzar los 120 pesos, el grueso de la ciudadanía percibe que los morlacos prometidos por el voluntarioso Alberto, el día que se efectivicen, no alcanzarán para mucho en el contexto inflacionario reinante, en el que ni siquiera los controles de precios anunciados desde Olivos se aplicaron con la inflexibilidad proclamada.
Dicho de otro modo, la coyuntura sofocante que padecen cuentapropistas, comerciantes y pequeños empresarios los empujó a una laxitud fáctica de la cuarentena con el simple pero irreductible argumento de parar la olla. Más allá de las actividades que han sido relevadas de la prohibición gubernamental, las calles adquirieron un movimiento demasiado parecido al de días normales, con todos los riesgos que ello implica en razón de la circulación comunitaria del Sars Cov-2.
La gente de a pie es tan consciente de la letalidad del virus como de su propia debacle doméstica, por lo que en las ciudades, pueblos y parajes del territorio nacional reina la convicción concluyente de que la única opción posible para no hundirse en el infortunio de la miseria es salir a generar recursos que difícilmente papá Estado pueda suplantar, dada la inocuidad de sus medidas de corte social.
Como si fuera una burla del destino, el gobierno peronista que comanda las riendas de la Argentina en pleno siglo XXI erra en la aplicación de las políticas asistencialistas que lo destacaron hace 75 años y, valga la paradoja, quienes vienen a lograr el objetivo de redistribuir recursos con eficacia son los capitalistas del norte. Una prueba inapelable y aleccionadora de que frente a situaciones de desastre los dogmas pierden toda consistencia, pues de poco sirve un gobierno generoso en el decir si es incompetente en el hacer.

Últimas noticias

PUBLICIDAD