Por Mario A. R. Midón*
Especial para El Litoral
En determinación que reconoce nefastos antecedentes, el Gobierno nacional resolvió no acatar el fallo de la Corte Suprema que le impone dejar de practicar descuentos unilaterales al gobierno de la Caba.
Hablo de penosos precedentes porque el registro de casos contabiliza la negativa a cumplir con la reposición en funciones de Eduardo Sosa, aquel procurador de Santa Cruz que, a pesar de tener cuatro sentencias favorables, nunca pudo reintegrarse a sus funciones.
La diferencia está en que “Sosa”, el entonces presidente, y luego su esposa presidenta —aunque no ocultaron su complacencia con el incumplimiento— disfrazaron su interés en la causa y mandaron a ejecutar su voluntad negativa a través de un grupo de acólitos que aparecieron como protagonistas del designio. Ergo ellos, aunque lo fueron, no aparecieron como autores.
Hoy, sin embargo, el autor inmediato de la decisión es —con todas las letras— el presidente de la nación, Alberto Fernández. Como mínimo, el mandatario es autor del delito de desobediencia. Así lo establece el Código Penal.
Empero, el autor y sus cómplices que no aparecen en superficie, no podrán lograr el objetivo de impedir la ejecución de la sentencia. Así, en términos de eficacia, los promotores del quebrantamiento constitucional están imposibilitados de resistir un embargo sobre las cuentas públicas, cautelar que será consecuencia del fallo que les fue adverso.
De allí que la maniobra, de antemano, se sabe condenada al fracaso. Es el último acto de un gobierno que había ido puntualmente a la Corte para validar las confiscaciones que realizaba desde hace más de dos años. Ahora, cuando la jurisdicción le dice que no tiene razón, intenta recusaciones tardías y furibundas descalificaciones propias del autoritarismo.
En la jerga abogadil, el intento es técnicamente inadmisible. Si quiera merece tratamiento, pues tampoco prolongará la agonía política de su autor y cómplices.
Este obrar irascible que se cree dotado de autoridad, nos trae a la memoria el obrar de un anticipado émulo de la ilegalidad en la antigua Roma.
Estando en campaña el ejército romano, el general Pisón dispuso el suplicio de un soldado que volvió del forrajeo sin su compañero. Lo acusó de haberle dado muerte. Cuando el soldado tenía ya la espada del verdugo en su cuello, repentinamente apareció el otro, a quien se suponía muerto.
El centurión encargado de la ejecución suspendió la misma y presentó al condenado al general para demostrar la inocencia de quien no había matado.
Empero, Pisón se lanzó furioso al grupo ¡y mandó al suplicio a los tres!
Al que no había matado, al compañero que no había sido muerto y al centurión que escuchando la voz de la razón y la de su conciencia, no había ejecutado a un inocente.
Decidido a que perecieran los tres hombres, Pisón fundó su decisión en estas razones:
—A ti —dijo— te mando a la muerte, porque has sido condenado. A ti, porque has sido la causa de la condena de tu compañero. A ti, centurión, porque habiendo recibido una orden de matar, no has obedecido a tu general. Esta versión pisoteada de la justicia explica el inicuo obrar presidencial que intentó condenar, primero, la autonomía de la Caba, art. 129 CN.
Como no lo consiguió, pretende hoy ejecutar a todo el sistema federal, art. 1º CN. Y, por si fuera poco, en su desobediente infractiva, abolir con hechos la Constitución de la Nación.
* Constitucionalista.