¿Cuándo nació José Ignacio de Añasco? El día en que se le echaron las aguas bautismales, seguramente en la vieja Iglesia Matriz o en la recoleta nave franciscana de la iglesia del Convento, cerca muy cerca de su casa y donde habían hallado refugio “Los Comuneros” que como su padre Don Carlos José de Añasco se habían sublevado por esos tiempos, aun habrán existido los registros primeros del archivo viejo de la Iglesia Matriz que documentaban los dos siglos primeros de la ciudad de Corrientes. Después estos se perdieron por alguna razón, llevándose el secreto de esos siglos iniciales y perdiendo para siempre los datos de hombres y mujeres notables, o intrascendentes también, que como José Ignacio eran ya grandes en 1764 cuando se reiniciaron las anotaciones que se conservan. De aquel origen de su vida, como de tantos, nada sabemos, y si no se pierde su nombre ni su prosapia, es porque devenía de buena cuna, era un patricio, de los fundadores de estas tierras, de los hacedores de su ciudad.
Don Carlos José de Añasco, su padre, a quien nos referimos antes, tenía antepasados y orígenes bien claros, y un orgullo visceral y un deseo de durar, de pervivir, sin que importe la muerte física, y por sus obras y sus pasiones lo consiguió. De su madre doña Ignacia Galarza, que en realidad se apellidaba Sánchez aunque usaba el nombre por vía de mujeres, nada sabemos, no trascendió porque no venció las limitaciones a las que se sujetaban las mujeres entonces, en la penumbra de sus casas bajas, ante el altar del patrono de su devoción, la caridad, el temor santo a la muerte y el respeto reverencial hacia los suyos. No será si no por un hecho anecdótico, que la une a su hijo, en que logrará vencer los límites de un recuerdo anidado solo en su nombre, y luego su propia muerte tras la cual don Carlos José halló consuelo en los brazos de doña María Josefa Sánchez Negrete.
El amor y el altar - Su carácter, a la sombra de su padre, se forjó con solidez preparándolo para un destino del que no escapó como caudillo de una época que no habrá presagiado que se le venía encima aunque para entonces, debió sortear primero los momentos difíciles de su vida cuando en 1774, año en que ya de manera continuada, se registra su nombre, cuando descubre el amor en Josefa Roxas de Aranda, a quien no sabemos si antes conocía, aunque no suponemos por la relación de parentesco político que los acercaba en una sociedad principañ, pequeña, y donde todo se sabía y tomo se comentaba.
Una larga historia se tejió en torno a esta relación, que logró resonancia en su tiempo. La versión oral la continuaron relatando sus descendiente, y de Doña María de los Ángeles Vallejos de Niella la escuchó nuestra abuela que la contaba siempre en las reuniones de familia. Se sabía, en consecuencia, que cuando se preparó la boda de José Ignacio de Añasco con quien sería su mujer, se quebrantó la paz familiar por el desprecio de Don Carlos José y los suyos manifestaron hacia la joven cuyo nombre en las crónicas familiares se confundía en la incertidumbre de la exactitud.
Según la tradición, Don Carlos José lanzando todos sus dardos hacia la joven, se opuso al matrimonio con su hijo José Ignacio, razón ésta que movió a la familia de la niña a buscar cuanto documento podía hallar para salvar el honor de su hija y presentar los fundamentos genealógicos que atestiguasen su honrada cuna. Continuaba la historia corroborando que los datos se hallaron, y que los preparativos de la boda seguían su curso.
El día de la bendición del matrimonio preparado en la Iglesia Matriz, sobre la Plaza Mayor de la ciudad, a poco de oficiarse la ceremonia, Doña Ignacia Glarza supo que su marido se aprestaba a impedirla, aguardando tras la puerta grande del templo para impedir la ceremonia. Doña Ignacia presa del pánico, mandó un emisario en busca de su hijo, anoticiándolo de lo que preparaba su padre, y su prometida y éste que conocía a Don Carlos José, y lo sabía capaz de todo, buscó a su prometida y en vez de ir a la Iglesia Matriz, torció rumbo sin decir nada, hasta la Iglesia de La Cruz de los Milagros, en los extramuros de la Ciudad, templo considerado para los naturales, donde en una ceremonia rápida se casó y tomando a su prometida huyó a los campos de las Ensenadas, principio de la residencia definitiva de José Ignacio en el lugar.
Doña María de los Ángeles decía que su antepasado, pera de la furia al conocerse burlado por su hijo, desencadenó sobre él y los suyos una maldición que por cinco generaciones azotaría a la familia cayendo en decadencia de la que no se repondría por tanto tiempo. Hasta aquí la tradición que creíamos nunca podríamos probar. En definitiva los hechos narrados no podían estar escritos en documento alguno, y si en verdad existían los papeles que corroboraban la genealogía de la Josefa, era harto difícil saber dónde estaban, cuanto no la segura posibilidad de su extravío.
Pasó el tiempo, y por aquellas circunstancias fortuitas que a veces suponemos guiadas por los espectros de los hombres cuyas vidas evocamos, en abril de 1994, el Dr. Héctor Bó; a la sazón director del Archivo General de la provincia de Corrientes, quien conocía la tradición que narramos, por haberla escuchado contar a nuestra abuela, dice Fernánde González Ascoaga, contar en largas pláticas que tuvo con ella, en Itatí, anudando nombres, enlazando genealogías; extrayendo conclusiones y asentándolas en su aún inédito libro “La Ciudad de Vera” nos hizo decir que había hallado en la sección Judiciales del Archivo, un voluminoso expediente de 1774, en el que se narraban los hechos acontecidos. Para entonces, hurgando el Archivo de la Catedral de Corrientes que conserva los libros de la vieja Iglesia Matriz, desde1764, habíamos logrado ubicar el nacimiento de los hijos de José Ignacio de Añasco. Para asombro nuestro, la mayoría de los niños estaba apadrinado por su abuelo paterno. También confirmábamos el enlace de José Ignacio en la Iglesia de la Cruz de los Milagros. Por otra parte, los Añasco tenían propiedades en la Ensenadas, y los Martín de Don Benito, antepasados de Josefa Roxas de Aranda habían tenido encomienda en Santa Ana de los Guácaras, de manera que la huida comentada, tenía amplio asidero.
Facilitado el expediente por el Dr. Bo, extrajimos la fundamentación histórica para tan sonado hecho que en su momento quebrantó la monotonía colonial y habrá dado que hablar a los vecinos de entonces. El padre de José Ignacio, don Carlos José de Añasco, no se daba por vencido. Como el vecindario de la ciudad comentaba y comentaba esta historia; él decía… “tengo motivo racional para impedir el casamiento de mi hijo a quien estoy obligado a dar estado lo contrario a su voluntad proporcionalmente y conforme a lo dispuesto por el Obispo. Que se desdigan de ello y den pública satisfacción, para que en lo sucesivo no perjudiquen a mis descendientes, y en ellos a mi linaje, méritos y privilegios que gozan.
También como lo contaba nuestra bisabuela -dice Fernando González Ascuaga- “pasó el tiempo y nacidos los hijos, José Ignacio de Añasco se decidió a una visita a la casa de su padre Carlos José y allí fue con toda su familia. Para esta presentación, vistieron todos a la moda de la ciudad. Cuando estaban por llegar, al pasar por una ventana de la casa, Josefa Roxas de Aranda, oyó murmuraciones y reconoció tras las ventanas a sus cuñadas. Ella que nada había olvidado, se negó a entrar a la casa y siguió de largo.
El asunto de la maldición que echó sobre su familia don Carlos José de Añasco, flotó siempre en el ambiente y la “maldición” se habría cumplido. Es cierto que esta historia universal ha presentado situaciones parecidas.
La increíble lucha de Mariquita Sánchez de Thompson por casarse con su verdadero amor a pesar de sus padres. Para sus progenitores, el pretendiente era un inglés que no pertenecía a su misma clase social. Ella, una adelantada a su época, debió recurrir a la justicia para que el matrimonio pudiese llevarse adelante.
El candidato que ellos habían elegido era Diego del Arco, un español, pariente del primer marido de la mamá de Mariquita. Pero ella solo tenía pensamientos para su primo segundo, ese rubio de ojos azules que se llamaba Martín Jacobo Thompson. Había nacido el 23 de abril de 1777, pertenecía a la Real Armada española, pero en la evaluación de los padres de Mariquita, no pertenecía a su misma clase social y que si se casaban, se corría el riesgo de que dilapide el patrimonio de los Sánchez Velazco.
Martín Thompson sufrió esta traumática historia. Llamaba la atención de los transeúntes en las calles de Washington o de Nueva York ese individuo, vestido en forma muy modesta, con una levita cortona y raída, que de la nada hablaba o le gritaba a la gente con la que se cruzaba. Era 1817, él ya tenía 40 años y el pobre hombre llamado Martín Thompson, terminó internado en un hospital para enfermos mentales. Algunos lo llamaban “Mister Mariquita”, en alusión a la esposa que lo esperaba en Buenos Aires.