"El mal no siempre proviene de personas malvadas o perversas, sino que puede surgir de la irreflexión y la obediencia ciega a órdenes o normas sin cuestionarlas”
Hannah Arendt
La actualidad es un tiempo difícil para la reflexión y la empatía. ¿Para que pensar si lo puedo leer en internet? ¿para qué formar mis propios parámetros morales si el pensamiento único o hegemónico me los suministra?
La tremenda cantidad de información que se muestra en las pantallas -en las que es difícil separar el polvo de la paja-, una especie de “infoxicación”, nos está convirtiendo en seres que pensamos poco, carecemos del tiempo para practicar la reflexión, e incorporamos aquello que viene enlatado en las redes sin ningún tipo de tamiz propio.
El “exceso de información” ha causado un tremendo déficit de “formación” en el ser humano. Una persona formada es un ciudadano capaz de informarse, separar el polvo de la paja, darse el tiempo para pensar, y dar su propio juicio.
Muy por el contrario, no sólo la tecnología sino los gobiernos, son activos instrumentos para la inducción de individuos robóticos, que cosechan un pensamiento uniforme de acuerdo a las modalidades de la época y al tenor de los gobiernos.
Hannah Arendt (1906-1975) fue una filósofa y teórica política alemana de origen judío, reconocida por sus profundas reflexiones sobre la naturaleza del poder, la política y la condición humana.
Tras huir del régimen nazi, se estableció en los Estados Unidos, dónde desarrolló gran parte de su obra. En su libro “Eichman en Jerusalén”, desarrolla su concepto sobre “la banalidad del mal”. El mal -sostiene Arendt- puede llevar a individuos comunes a cometer actos atroces, simplemente por seguir la corriente o no asumir responsabilidad frente a la sociedad.
Arendt analizó el juicio de Adolf Eichmann, un alto funcionario nazi, quien fue responsable de la logística del Holocausto. Argumentó que Eichmann no era un monstruo, sino un burócrata obediente que actuó sin reflexionar sobre las implicaciones morales de sus acciones.
“Banalizar el mal es trivializarlo, convertirlo en algo común y corriente que no vale la pena ocuparse del mismo”
La escritora alemana sostuvo que este fenómeno no se limitaba a Eichmann, sino que representaba un tipo de mal que puede surgir en sociedades donde las personas se conforman a las expectativas y normas sin cuestionar su validez moral. Este enfoque resultó controvertido y abrió un debate sobre la naturaleza del mal y la responsabilidad individual.
La falta de reflexión, de pensamiento crítico y la comodidad de la obediencia ciega, pueden llevar a individuos comunes a cometer actos atroces, simplemente por seguir la corriente o no asumir responsabilidad frente a la sociedad.
El mal, o aquello cuestionable en orden a una moral media, sin que llegue a los extremos del nazismo, puede encarnarse en los individuos y extenderse a gran parte de la sociedad, que comienza a desentenderse de sus congéneres.
La banalización del mal en la sociedad actual no requiere campos de exterminio; opera a través de mecanismos más sutiles y cotidianos que erosionan la responsabilidad moral y la empatía, permitiendo que las injusticias florezcan en un contexto de aparente normalidad y eficiencia burocrática.
Si en la década del 30 del siglo pasado, un régimen fue capaz de alienar a una sociedad al extremo de convertirla en indiferente a las brutalidades masivas del exterminio y la persecución, con mayor razón hoy, con el manejo de los múltiples medios de comunicación, un gobierno puede construir un relato e inocular a la gente un pensamiento hegemónico.
Así, el “seguidismo” anula las métricas morales de las personas, que, aunque no tienen una intención maliciosa, adoptan fanáticamente el relato del gobierno, a partir de su propia irreflexión, obediencia ciega, rutinización de tareas inmorales y la incapacidad de pensar desde la perspectiva del otro.
En la Argentina del siglo XXI, los gobiernos construyeron un relato que se constituyó en la fuente de todas sus acciones.
Así, se le impuso a la sociedad una manera de ver las cosas, dónde la pluralidad se convirtió en mala palabra y el pensamiento fue estatizado. La masificación de la teoría oficialista fue creando una especie de pensamiento de gobierno, dónde los que diferían se constituían en ciudadanos de segunda a los que había que combatir.
“Una sociedad que banalice el mal, necesita de individuos acríticos, irreflexivos, fanáticos”
El kirchnerismo fue un ejemplo cabal de una doctrina que debía imponerse a como dé lugar. Trajeron al presente los demonios del pasado, y en función de ello construyeron su plataforma política, que derivó en una masa fanática, un lenguaje propio y una visión monopólica a través de anteojos setentistas.
El mal, así visto, se encarnó en una fractura social dónde el otro fue visto como un enemigo, dónde se arriaron los patrones éticos mínimos en relación a la administración del estado, y se mimetizó a una masa de adherentes con la banalización de la inmoralidad.
Luego, vino lo nuevo, lo que iba a cambiar de cuajo los parámetros de la vieja política. Pero, a poco de andar, esa visión mostró que se puede inocular más fanatismo en la gente, pero del lado contrario.
El lenguaje soez, la descalificación permanente a los que piensan distinto, y la construcción de una plataforma innegociable del pensamiento oficialista, fueron trasmitidas a los adeptos, la mayoría jóvenes, que aplauden todo aquello que venga del líder.
Sin un mínimo de reflexión y de autocrítica, el campo de combate ya no fueron las calles con cortes y pancartas, sino las redes sociales, dónde la descalificación y la cancelación del otro fueron naturalizadas y constituyeron moneda común de la “nueva” política.
Como si ello no fuera suficiente, esa endemia argentina de la corrupción pública no tardó en afectar a los actuales titulares del poder, que con sistema propio -tal el caso Libra- o continuado -las coimas en las distintas áreas del estado- siguieron proyectando la sombra negra de la política criolla.
El asunto es que, así como en el kirchnerismo, el mal de la corrupción fue banalizado. Así, se creó el parámetro fundamental de la moral en función de gobierno: el corrupto es el otro.
No hacen falta campos de concentración para banalizar el mal. Suficiente con crear fanáticos sin capacidad de discernimiento.