No caben dudas que la nueva regulación sobre Decretos de Necesidad y Urgencia que se intenta desde el ámbito del Senado, aunque luce como contradictoria para muchos de los que han usufructuado las facilidades de esa legislación de emergencia, ordinarizada por la ley 26122, parece orientada a poner coto a la dadivosa lectura que se hizo del art. 99 inc. 3 de la C.N.
A la vuelta de los tiempos, luego de casi veinte años de vigencia de tal instrumento, advertimos que en el ámbito legislativo prendió la idea de modificar el contenido de tal instrumento, como fruto circunstancial y paradójico de perjuicios políticos experimentados por muchos de los intereses que durante buen tiempo mantuvieron, usaron y abusaron de los contenidos de una ley que desde su puesta en vigencia estuvo más próxima al desencanto que a la ilusión.
Aunque todavía falta la media sanción de Diputados, los estropicios que causó la dadivosa costumbre de usurpar facultades congresionales en desmedro del sistema republicano que estatuye el art. 1° de la Constitución Nacional, ratifican con esta actitud que en la materia puede iniciarse una época que supere la praxis que se estiló con este sustituto de la ley.
Así, podrá ponerse fin a la angurria presidencial de regular todo a través de decretos, sin control legislativo y con la ignominia de contravenir cometidos constitucionales que se ignoraron también por el mismo Congreso, cautivo de un modelo que convirtió al Ejecutivo en el gran legislador en la regresiva convicción de que el DNU vale más que la ley.
El escenario que ahora se propone es el siguiente. Cuando el Ejecutivo legisle al amparo del art. 99 inc. 3°, en el excepcional caso que el Congreso esté impedido de cumplir su rol, deberá sujetarse siempre a la aprobación del órgano legislativo, lo que importa el avance de que en el caso deben expresar su voluntad las dos Cámaras. Convalidación o denegatoria que para su validez debe darse en el término de noventa días, bajo apercibimiento de que el silencio congresional importará la caída del acto tentado por el Ejecutivo.
Por las mismas razones, bastará, con que una sola Cámara rechace el acto para poner fin a esa disposición. Y, el Ejecutivo no podrá -como ocurre con las leyes que rechaza el Congreso- dictar un nuevo decreto durante ese año legislativo, como también estará impedido de emitir esos actos sobre diversas materias (decretos ómnibus)
Nuestro sistema legislativo tomaría prestados recaudos institucionales consagrados en las constituciones de Brasil e Italia, donde el Parlamento dispone de un término expreso para aprobar o rechazar la medida y, de no hacerlo su negativa se traduce en la descalificación de ese acto del Ejecutivo.
La ilegítima herramienta que predicó la razón de Estado permanente y permitió arropar feroces planes ejecutivistas puede estar llegando a su fin y con ello, el despegue del hiperpresidencialismo que tanto daño ha causado a nuestras instituciones.
(*) Constitucionalista