La libertad de expresión se encuentra consagrada en la Constitución Nacional y en diferentes tratados internacionales sobre derechos humanos, pero ese reconocimiento jurídico serviría de poco ante la tentación de quienes, con poder, se animan a perseguir a medios y periodistas.
Uno de los cambios que experimentó la República Argentina con el regreso de la democracia fue la posibilidad de que el periodismo y la ciudadanía pudieran recurrir a los tribunales y obtener una protección real.
El principal artífice de ese avance fue la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En sus distintas integraciones desde 1983 consagró diversas reglas indispensables para el adecuado ejercicio del periodismo. Ese fue el caso de las doctrinas del reporte fiel en su versión argentina (causa “Campillay”) y de la “real malicia” (causa “Patitó c/ La Nación”). Otro tanto ocurrió con el reconocimiento de inmunidad a las opiniones críticas sobre temas de interés público (causa “Brugo c/ Lanata”) y la obligación de los gobiernos de distribuir la pauta publicitaria con criterios objetivos y no como forma de premiar o castigar la línea editorial del medio (casos “Editorial Río Negro” y “Editorial Perfil”).
Los principios reconocidos por la Corte Suprema fueron seguidos por la mayoría de los tribunales de la Nación y son reconocidos por los ciudadanos como estándares básicos para la convivencia democrática.
Al no poder sofrenar la tentación de controlar el discurso ajeno, pero tampoco estar dispuestos a pagar el costo de un ataque directo a la prensa, de modo cada vez más frecuente algunos funcionarios recurren a la persecución judicial de periodistas y medios.
Esta forma de presión, que adquiere muy diversas modalidades, presenta una gravedad especial, pues supone atacar las bases de la democracia.
Semanas atrás, el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires organizó una jornada donde se analizaron distintos casos de periodistas sometidos a situaciones de persecución judicial por ejercer su profesión, como el de Diego Masci, un periodista de San Luis condenado penalmente por la justicia de esa provincia por publicar un video –para ese entonces de amplia circulación en la provincia– en el que la ministra de Educación contaba a diversas personas su experiencia con el consumo de marihuana y alcohol en Amsterdam. Entre los “testigos” en contra del periodista se encontraba el mismísimo gobernador provincial.
También se mencionó el caso reciente de Manuela Calvo, una periodista riojana a quien, por una supuesta “desobediencia a la autoridad”, se le allanó el domicilio y se le secuestraron sus herramientas de trabajo, como su computadora, su grabador y su teléfono, así como todos los registros y archivos de sonido y video que estaban en su poder.
Otras antecedentes recientes analizados fueron los intentos por afectar el secreto de las fuentes periodísticas (caso de Diego Cabot) o de perseguir penalmente a periodistas de investigación por los actos de sus fuentes (caso de Daniel Santoro) o incluso de sancionar las opiniones críticas de los periodistas (demanda de Javier Milei contra cinco periodistas).
En ese escenario, la Corte Suprema de Justicia, a través de las doctrinas constitucionales elaboradas a lo largo de las últimas cuatro décadas, continúa siendo el último dique de contención contra rémoras de un pasado autoritario al que muchos se aferran.