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El tesoro bajo el reloj

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Muy pocos saben que el lugar histórico en que funciona el Municipio de la Capital de Corrientes fue la residencia de los dominicos, el brazo de la inquisición española en la ciudad. Un tema escabroso, si tenemos en cuenta lo tenebroso de su obrar. Hablar de la inquisición de cualquier creencia es recordar un innumerable relato de crímenes, la mayoría de ellos, producto de la locura mística, que hasta la fecha llevan algunos. Era un edificio temido. Con el paso de los años se fueron modificando -tanto en lo material como en lo espiritual- los contenidos sociales, hoy los antiguos perseguidos de la inquisición están integrados a la sociedad, los incapacitados, herejes, heréticos, zurdos y tantos marginados, por tener lunares en lugares no aceptados; tanta locura tenía domicilio legal constituido en el edificio de la Municipalidad, sin negar que algunos quedan boyando por las calles, viviendo el medioevo. 

Que las puertas se abran y cierren sin explicación científica alguna en la Municipalidad no es nada raro, que algunas sombras caminen vestidas con sambenitos arrastrando cadenas, ingresando a diversos despachos, tampoco es raro. 

En las noches, los empleados no quieren saber nada de acercarse al árbol que da al fondo del antiguo dispensario, con la Sociedad Italiana, pero de eso hablaremos después.

Con el fin del Siglo XIX se fueron agregando a la ciudad avances. Uno de ellos, ante la falta de relojes personales, destinados a los pudientes -que eran muy pocos- era el reloj de las iglesias, algunas casas particulares y el inaugurado reloj de la Municipalidad en la esquina de 25 de Mayo y San Juan, que daba la hora al gran público. 

Para instalar el reloj debieron realizarse excavaciones y mejoras, lo que exigió la contratación de una empresa constructora. 

El concurso lo ganó la empresa de entonces Biaggini, que con su capataz Prudencio, comenzó la excavación del terreno, sacando árboles y plantas que adornaban la esquina. 

En plena siesta, donde gobierna el Pombero, el Prudencio miraba cómo sus hombres sacaban las últimas raíces del añoso jacarandá que no terminaba de morir. “Bueno, métanle que tenemos que seguir con lo otro” -ordenó Prudencio. “Traé pue che, cherubichá, que agua. Aprieta el calor” -manifestó el más joven y atrevido de la cuadrilla. Cuando su hacha pegó contra un hierro viejo que aparecía inclinado. “¿Qué pa es esto, che jefe?” -interrogó el obrero. “Y mirá pue y dejá de perder el tiempo, chamigo”. Vinieron los otros con palas y picos comenzaron a cavar alrededor, el herrumbrado material arrojaba sus restos contra los golpes que recibía de los peones. Al ver la forma, el Prudencio dijo: “Pará cheraá, parece niko un cajón de hierro”. 

“¡Que pá va a ser!” -gritó otro atrevido. Pala y pico alrededor. “¡No rompan el coso ese!” -gritó Prudencio. Poco a poco se fue liberando “el coso ese”, dejando ver que tenía la forma de un arcón, pero todo de hierro. Cómplices, se miraron entre todos los que allí se encontraban. Pero resultó tarde, el ingeniero, nuevo en estos menesteres, intervino: “Déjense de conversar y a trabajar, carajo” -expresó con autoridad.

Era porteño. Cuando vio el objeto de hierro supo que se encontró con un entierro. Qué había en el contenedor, no sabía. 

Así que cumpliendo con sus obligaciones llamó a la autoridad municipal, quien siguiendo expresas instrucciones del intendente de entonces, labró un acta y agregó una fotografía que asustó a los presentes -especialmente los peones por el flash que provocó el magnesio utilizado en las tomas fotográficas. Quedó registrado el hallazgo. Pronto apareció la policía, con caballería y todo. Se produjeron forcejeos entre los municipales en su territorio y los policiales en el suyo, la provincia. Discusiones y roces fueron aumentando el fragor del encuentro. Había que dirimir la cuestión de una u otra forma. 

Desde la casa de Gobierno, el gobernador, con galera y bastón, venía con su secretario privado y más diez policías se sumaban a los que estaban. El intendente, con los empleados municipales, y otros, entre recolectores de basura, carreros, camioneros, etc. 

Prometía el encuentro una batalla campal. Ambas autoridades se reunieron solos, sin testigos, acordaron retirar las tropas de ambos, quedaban solamente los peones de la empresa y el ingeniero que tenía un susto mayúsculo. En segundo lugar, el objeto iba a ser trasladado a una casa particular de enfrente, de un vecino neutral, conocido de ambas autoridades. El jefe de policía pretendía entrar a toda costa. El gobernador le ordenó quedarse bajo pena de destitución. Ingresaron el objeto con una carretilla fuerte que servía para objetos pesados, era una antigua zorra del ferrocarril.

Instalado el objeto -cofre o arcón- en un gran salón fuera de la vista de curiosos, convinieron abrirlo sólo los tres, el dueño de la casa y las máximas autoridades: gobernador e intendente. 

El arcón tenía el símbolo de los dominicos y una fecha borrosa que impidió determinar su exactitud. Abierto el cofre, aparecieron joyas, mangos de espada con piedras preciosas, platería, oro, monedas de diversos lugares, objetos del culto, puro oro con cardenillo que golpeaba fuerte a los azorados presentes. La codicia los cegó. “¿Cuánto para cada quién?” -preguntó el gobernador. “El tercio para usted, porque está en nuestro terreno” -contestó el intendente. “¡No! -vociferó el gobernador-: mitad y mitad”. Silencio… espacio de tiempo que ningún reloj puede medir. Ni las moscas se atrevían a volar. De pronto, rompió el mutismo como si fuera un rayo, el dueño de casa y preguntó: “¿Y yo?” Los contendientes se miraron con complicidad y respondieron: “Con algo te dejamos”.

“No. Dividimos en tres, mis amigos, o cuento todo”. La mudez se hizo insoportable, se cruzaban las miradas como filosas espadas toledanas. Había que arreglar el reparto de alguna manera. Ante el peligro, más vale pájaro en mano que cien volando. Se decidió en tres. 

El contenido quedaba en la casa hasta algunos días, redactaron un acta a mano, con papel carbónico y copias, efectuando un inventario aproximado. Llenaron el arcón de cosas viejas, hierros, cascotes, ropa usada -error fundamental- y salieron con el arcón casi abierto. 

“Perdimos el tiempo innecesariamente” -manifestaron los jefes y mostraron el contenido. Asombrados, los presentes pusieron en un tazón un mar de dudas. 

Nadie les creyó, por supuesto, cada uno a su casa y sigue el trabajo. El arcón fue llevado en un carro hasta la puerta del municipio, lo introdujeron y lo dejaron en el patio cubierto. Quién iba a llevar las porquerías que contenía, aunque algunos más revisaron las ropas, ¡Qué casualidad! Algunas eran de marcas inexistentes para la época del viejo cofre. 

El dueño de casa fue el depositario del tesoro hasta el reparto final. Por si acaso, dos hombres del gobernador y dos del intendente quedaron de guardia haciendo rondas disimuladas, que no engañaban a nadie. La noche cayó de pronto sobre la copa de los árboles de naranja agria, que como testigos mudos observaban la escena. Un grupo de encapuchados se acercaba por la calle 25 de Mayo, otro por San Juan, cinco en cada uno de ellos, sigilosamente buscaban reparo en veredas y puertas. Cayeron sobre los guardias casi al unísono, ni sintieron que sus vidas terminaban rápidamente. 

El degüello era una especialidad de la época, venía de antaño. Eliminados los custodios con destreza, ingresaron a la casa forzando la cerradura. El dueño y la esposa, al día siguiente, fueron hallados en su cama con sendos tajos en el cuello. Se supone que el dueño atinó a tomar su revólver sin éxito: estaba caído al lado de su mano derecha. Lo más horrible de la escena es que, los cadáveres de los guardias fueron colocados en orden en el dormitorio. Enfrente aparecía grabado con fuego un símbolo muy parecido al que se observaba en el antiguo arcón. 

El gobernador y el intendente, ante tamaña noticia, por razones de sus funciones partieron hacia sus campos distantes de la ciudad de Corrientes. El único rastro que quedaba del tesoro eran los charcos de sangre de los degollados en la noche anterior. 

Dicen que en algunas noches especiales se ven sujetos con antiguas sotanas paseando debajo del reloj de la Municipalidad.

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