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Tener un clásico: del sueño cumplido al lío de cuidarlo

Cuando un amante de los autos antiguos logra cumplir su anhelo de adquirir ese vehículo que tantas veces deseó, aparecen nuevas necesidades relacionadas con su conservación. En este informe abordamos el problema del anquilosamiento de muchos vehículos históricos que juntan polvo por falta de tiempo para ser disfrutados. 

José Luis Zampa

Esa idea loca de comprar el auto que fuera de nuestro abuelo o aquel fierro que el vecino ostentaba cada domingo por la mañana muchas veces deja de ser loca y se concreta. Pero cuando eso pasa, más allá del inconmensurable placer que implica conseguir ese vehículo tan buscado, se inicia una segunda etapa de la relación con el mundo de las máquinas de antaño, menos idílica y más sacrificada, por cuanto el mayor esfuerzo ya no se concentra en tenerlo sino en mantenerlo.

El auto clásico en la propia cochera es cumplir el sueño y con eso está todo bien. Haber reunido el dinero para comprarlo implicó seguramente años de ahorro. Y si de restaurarlo se trata, todavía más. Pero todo es parte de un proceso que deriva en nuevas necesidades: espacio dónde guardarlo y tiempo para disfrutarlo como se debe, sin los contratiempos que la mayoría de los apasionados por los automóviles veteranos enfrenta.

Después de ese instante cenital en el que nuestro anhelo se hace realidad y finalmente subimos al vehículo tantas veces imaginado para darle arranque y comenzar –lo que imaginamos- serán incontables aventuras, se abre un abanico de vicisitudes que se pueden prevenir con el hábito de la constancia. No se trata de llegar a casa y guardarlo hasta el mes que viene. Sino de un ejercicio rutinario de verificación –cuando menos- visual de la unidad.

Convendrá hacerse la idea de que una mirada para chequear el estado de las cubiertas (que estén debidamente infladas) será parte de una obligación necesaria para que nada salga mal cuando llegue ese día libre tan esperado. Podrá ser un sábado, un domingo, un feriado o en plenas vacaciones cuando decidamos desempolvar nuestra joya para pasear por caminos y rutas, calles o avenidas.

Y en ese momento todo dependerá de lo que hayamos hecho (o no) con nuestro clásico mientras estuvo dormido en el garaje. De pronto se produce la falla. No arranca o se queda a los pocos metros. Como se dice en el argot fierrero: “Tose” al regular, contraexplota y se detiene. Inerte. Frente a un conductor que lo tenía todo planeado para ir a compartir ese café matinal con amigos en la costanera.

Así, de la elegancia de una chomba recién planchada al sudor de revisar un carburador tapado, una batería descargada, un filtro sucio o peor todavía: una multiplicidad de estas situaciones al unísono, combinadas por una sola razón que es la falta de uso. El anquilosamiento de los mecanismos que no se ejercitan, de motores que no se lubrican, de transmisiones que sedimentan partículas en sus galerías internas.

¿Cómo evitarlo? La mejor manera es acortando las pausas entre usos. Nada mejor que poner en movimiento el auto al menos cada tres días, arrancarlo, accionar el embrague, los frenos y hasta la calefacción, sin olvidar detalles cruciales como los limpiaparabrisas, las luces de stop y (por qué no) el freno de estacionamiento.

La integralidad de los mecanismos que hacen al correcto funcionamiento de cualquier auto, pero en especial de un clásico de 40 o 50 años de antigüedad, torna imperiosos los procedimientos preventivos a fin de conjurar disgustos que terminan por desmoralizar al más entusiasmado, hasta llegar al extremo en el que no pocos han caído: el auto parado, juntando telarañas, a la espera de que “en algún momento” pueda venir un mecánico a darle vida.

Ese momento quizás nunca llegue. Y si se concreta, será a cambio de una suma de cinco dígitos (por lo menos). Surge así la gran pregunta de si no hay tiempo ni para desayunar en familia, de qué manera nos ocuparemos del auto antiguo que con tanto cariño guardamos en el galpón.

Hay una manera, pero existe solamente en las grandes ciudades y en las comunidades que lograron organizarse para que el patrimonio histórico rodante no quede en estado de hibernación permanente. Se trata de talleres especializados que se encargan no solo de guardarlos, sino de conservarlos en orden de marcha, limpios, con los lubricantes nuevos, los tanques llenos y las baterías cargadas, de manera que los propietarios lleguen, se suban a su bólido y salgan a vivir la vida como Dios manda.

¿Estamos en Corrientes cerca de ese hábitat ideal? Por el momento no, pero nada es imposible.

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