Si por la doctrina libertaria de Murray Rodbard fuera, mi tía estaría condenada a muerte. Ella está muy enferma, pero tiene ganas de vivir. Trabajó toda su vida en el campo, en negro, como suele suceder con los peones de tierra adentro, hasta que un día se casó con un buen muchacho, ayudante de taller mecánico en las afueras del pueblo donde los dos nacieron al amparo de hogares abnegados, criados por padres forjados bajo la rusticidad del trabajo rural.
A los 50, a mi tía se le despertó un cáncer que la obligó a dejar sus labores como vendedora de pasajes en una boletería donde también trabajaba en negro, sin que nadie le haya reprochado a la empresa la informalidad coactiva que como tácita condición impone para conceder empleo. Así son las cosas en Villa Guillermina, la comarca desertificada por La Forestal, aquella tristemente célebre corporación británica perpetradora de la más indiscriminada tala de bosques nativos que haya tenido lugar en el Litoral argentino.
Aunque vive en el norte de Santa Fe, mi tía mantiene lazos indelebles con Corrientes. Su música favorita es el chamamé y, siempre que pudo, se tomó el Norte Bis para cruzar el Paraná en busca de momentos apacibles. Además de la Costanera, su reducto favorito ha sido siempre el patio de su hermana, en el Quinta Ferré, hasta donde llegó adolorida e inerme, para abrazarse en el afecto y buscar consuelo. “Los médicos de allá no me dan esperanzas”, confesó en un mar de lágrimas.
La hermana mayor no lo podía creer. En el norte santafesino el sistema de salud pública fue desarticulado al extremo de que ya no hay médicos los fines de semana. Ni soñar un oncólogo. Sin diagnóstico de fondo (porque tampoco existe un tomógrafo cercano), la opción que le dieron era esperar en la incertidumbre, sin plazos, con una sentencia confesada en voz baja a su esposo: “No podemos hacer nada”.
Pero ahí estaban las dos hermanas, abajo del ibirá pitá que tantas veces fue testigo de sus interminables mateadas. De pronto los vientos de agosto soplaron en sus oídos un susurro ancestral: no se rindan, porque nadie muere en la víspera. Con energías recargadas por un guiso de mondongo, garbanzos y cariño, mi tía llegó a la guardia del Hospital Vidal, donde le tomaron los signos vitales y un médico de turno le sugirió internación.
Allí lleva poco más de 48 horas. Y en ese tiempo, recuperó el buen semblante, los dolores fueron mitigados y ocurrió lo primordial: una sonrisa volvió a dibujarse en su rostro después de tanta indiferencia. ¿Estás contenta?, le preguntó su hermana. Ella asintió con la cabeza y un nudo en la garganta le impidió pronunciar el sí. Sonreía mi tía mientras le colocaban el suero en su delgado brazo derecho.
¿Cómo puede ser que una humilde trabajadora sin obra social que fue literalmente sentenciada al óbito recobre el ánimo en tan poco tiempo? La respuesta fue encontrada por quien esto escribe en las manos de los médicos y las enfermeras que decidieron darle una nueva oportunidad. Y en los muros centenarios del legendario Hospital Vidal que, como en incontables ocasiones, se convirtieron en la prueba irrefutable de que solamente las políticas de Estado con sentido social proporcionan los medios para que las personas sin medios no se mueran porque sí.
En Villa Guillermina no hubiera sido posible. En una de las provincias más ricas del país, allí donde se produce el alimento que la Argentina exporta al mundo, el axioma del ajuste fiscal amplía su radio desactivador de sistemas de protección estatal. Hace tiempo que los hospitales de la zona se quedan sin profesionales los sábados y domingos. Y los pocos que quedan tienen la orden de no derivar “innecesariamente” pacientes a los centros de mediana complejidad.
Mi tía fue catalogada como “innecesaria” por el sistema. Pasó a ser parte de una categoría social creciente: los excluidos por el concepto de la meritocracia, el filtro que separa a los que tuvieron éxito económico individual de los pobres infelices que se deslomaron toda una vida mientras ganaban lo indispensable para comer, vestirse y mandar sus pibes a la escuela.
Según el anarcocapitalismo, los ganadores de la compulsa negocial que marca fronteras en el escalonamiento social son dueños y señores de una totalidad dineraria absoluta, intocable, intangible y sagrada.
Los impuestos que el Estado cobra para sostener los hospitales públicos donde se curan los desvalidos no deberían, siquiera, rozar con un pétalo de rosa las fortunas amasadas por la clase dominante de manera tal que, cada milmillonario, con inversiones especulativas, motorice la economía y reactive el aparato productivo bajo nuevas reglas de un mercado autorregulado.
¿Se han puesto a pensar los argentinos en cuál sería la suerte de los millones de connacionales que por carecer de cobertura médica recurren a los hospitales, si la salud pública sufriera el mismo vaciamiento que mató a la obra pública? ¿Si un día de estos el gobierno correntino fuera ocupado por un soldado de la causa mileista, continuaría en funciones el Hospital Vidal? ¿Y el Escuela? ¿Y el Pediátrico? ¿Y el Cardiológico? ¿Y el futuro inminente Instituto de Oncología?
Preguntas que mi tía respondió con un rezo de gratitud onírica cuando me despedí de ella: “Gracias a Dios que existe este hospital”. En ese momento el nudo de las emociones contrapuestas se instaló en mi garganta y me vinieron ganas de escribir esto que está usted leyendo.
Ganas de decir que el Estado es indispensable como herramienta reguladora de las desigualdades más envilecidas por el individualismo de Rodbard, quien postulaba -por ejemplo- que los padres no deberían tener la obligación de alimentar a sus hijos.
Ganas de escribir que lo público es el necesario teatro de operaciones para patriotas como los trabajadores de la salud que ponen cuerpo y alma a la hora de rescatar a los desfavorecidos por una mecánica distributiva cada vez más cruel, severamente escorada hacia la concentración de riqueza.
El mediodía preludiaba una siesta apacible y la tristeza por la debilidad de mi tía se mezclaba con la tranquilidad de haberla dejado en el mejor lugar. Manejaba con la radio apagada en busca de mi computadora cuando pasé por el frente del futuro Instituto de Oncología. Detuve el auto y me quedé mirando su fachada. “Es hermoso”, pensé.
Y en ese momento, agradecí a la providencia vivir en mi amada Corrientes, una tierra generosa donde, a pesar de las motosierras de moda, se ponen en práctica los principios de la solidaridad social que el mundo abrazó en la revolución de 1789.
Por José Luis Zampa
Especial Para El Litoral