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La lección que nos enseña Tailandia

Por Miguel Wiñazki 

Nota publicada en el diario Clarín

No buscaron culpables en Tailandia, se enfocaron todos en el rescate. El deporte que aquí conocemos tan bien consistente en detectar antes que nada a los eventuales responsables de todos los males tiene una consecuencia frecuente: se convierte en lo más importante. Primero investigamos de quién fue la culpa y, luego, no resolvemos nada.

Con los chicos perdidos de la caverna la metodología general fue inversa. Todos, desde los padres, hasta los buzos, desde los ingenieros hidráulicos hasta los espeleólogos, desde los médicos hasta los psiquiatras, desde la opinión pública en general hasta los funcionarios del gobierno, trabajaron para rescatar a los que estaban allí en ese encierro demoníaco bajo tierra, en el fondo de todos los laberintos inundados.

Hubo un responsable que no fue imputado por nadie. El entrenador Ekapol Chanthawong fue quien decidió incursionar en esos túneles tan peligrosos. Los padres no pidieron su cabeza, ni clamaron venganza. El escribió una carta como pudo desde el fondo del mundo en el que estaba atrapado con los chicos: “Prometo que los voy a cuidar, gracias a todos por la ayuda. Lo lamento mucho”.

No hubo recriminaciones, y sí confianza en Ekapol. El protegió a todos tal vez entrenado en la paciencia y la esperanza por su larga estadía en un monasterio budista donde el arte de saber aguardar es uno de los aprendizajes más profundos.

Afirman que los inició en la meditación para regular la respiración y ganar energía.

La respuesta de los padres al ex monje fue piadosa aunque escrita en la desesperante instancia en la que no sabían si sus hijos vivirían o no: “Gracias por cuidar de nuestro hijos. Salga con ellos sano y salvo. No se culpe”.

Todos fueron rescatados, entre otras razones, porque todos buscaron y desearon rescatarlos por sobre cualquier otra cosa.

Buda enseñó que quien piensa mal actúa luego mal.

Es más fácil culpabilizar que resolver, pero ese facilismo es dañino. Inconducente.

También enseñó Buda que frente a las situaciones complejas hay que responder con el bien, con bondad, y si no es posible la bondad, es mejor no responder.

Quien ataca porque es adicto a la agresión no resuelve nada, sólo lo complica todo.

Es bien conocida la alegoría de la caverna de Platón. Un grupo de personas ha pasado su vida en el fondo de una caverna con sus cuellos encadenados, inmovilizados de tal forma que sólo podían mirar hacia el fondo de la cueva, sobre la que observaban formas difusas, sombras de personas que transitaban en el exterior de la cueva. Estaban seguros de que esa era la realidad.

De pronto, un prisionero es liberado. Asciende hasta la luz, queda cegado en principio, pero al fin advierte que había vivido equivocado. Que aquella luz era la verdad y las sombras, ficciones. Vuelve a la oscuridad a contarle a sus compañeros cual era la verdad. Los prisioneros se burlaron del liberado. Preferían seguir encadenados a la oscuridad, a la placidez mortal de la ignorancia.

Los chicos de Tailandia salieron de la caverna porque la verdad es la solidaridad y las agresiones dogmáticas un error que nos mantiene atados y encerrados.

Hundidos en la caverna de la grieta, y encaprichados en no salir.

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