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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Dos países diferentes conviven en el mismo territorio

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

La maldita grieta es un fenómeno bastante conocido. Familias fragmentadas por las divergencias ideológicas y amigos que dejaron de frecuentarse sólo por tener percepciones distintas sobre la patética coyuntura doméstica.

Ya se sabe que eso existe y que ese formidable despliegue ha sido deliberadamente impulsado por quienes se aprovechan electoralmente de esta dinámica social tan despreciable como aparentemente irreversible.

Pero se puede identificar también otra incomprensible ambigüedad que sólo alimenta viejas ideas equivocadas en vez de invitar a una reflexión oportuna que permita encontrar una salida integral, inteligente y posible.

Una porción de la comunidad sobrevive a la sombra del incumplimiento de la ley. Esa Argentina profunda ha logrado sortear todo tipo de crisis gracias al desarrollo de inigualables habilidades y a una casta de pequeños emprendedores que pudieron resistir los embates de la mediocridad.

Empleo no registrado, ventas sin facturación, regulaciones rechazadas, gravámenes eludidos y un talento único para pasar casi desapercibido ha sido lo esencial de esa fórmula de millones de personas para estar lejos del alcance del radar de los expropiadores crónicos de todos los gobiernos.

Del otro lado, están los otros empresarios, esos que por convicción prefieren transitar dentro de la legalidad o que, por cuestiones ajenas a su voluntad, no encontraron la forma de escaparse de los inagotables controles, de los cientos de tributos y de los infinitos tentáculos del voraz aparato estatal.

Estos últimos cargan con una enorme mochila sobre sus espaldas. Con sus impuestos financian el gigantesco tamaño de las jurisdicciones gubernamentales que se fagocitan todo el esfuerzo privado, ese que emerge como la única fuente genuina de generación de riqueza. La desproporcionada dimensión del presupuesto público y una marginalidad creciente hacen que la presión tributaria sobre los registrados sea absolutamente obscena, edificando así una gran brecha entre unos y otros que se incrementa secuencialmente sin solución a la vista.

Son muchos los que acusan a los informales de todas las calamidades. Varios grupos se abalanzan contra ellos sin darle crédito alguno. Los que deciden enfocarse en eso no han tomado nota de que quienes se oponen a ser esquilmados sostienen, en buena medida, a la población más vulnerable.

El bando más agresivo en este despiadado ataque es el que conforman los que usufructúan el poder, esos mismos que son incapaces de hacer una autocrítica sobre sus ineludibles responsabilidades en este desmadre.

Es que no están dispuestos a reconocer culpas y mucho menos aún a ceder un centímetro en su interminable lista de privilegios o sobre esa mágica potestad de redistribuir discrecionalmente lo ajeno entre sus votantes.

Otra liga de detractores es la de los beneficiarios de este nefasto esquema. Es que aquellos que viven del subsidio son inconformistas y esperan mucho más de la política. Por eso fomentan confiscaciones y sueñan con que cada vez sean más los que paguen sus inmorales demandas.

Un tercer bloque se suma a la extensa nómina de propulsores de la “legalidad”. Es que los gremialistas colectan cuotas sindicales, esas que sólo pueden ser deducidas de los salarios en blanco. Obviamente promueven que todos se inscriban, no precisamente por cuestiones éticas, sino más bien por sus indisimulables y mezquinos intereses económicos.

Paradójicamente la grilla no culmina ahí. Es que los empresarios formalizados también dan la batalla contra los marginales. En vez de reclamar por fuertes reducciones impositivas para sí mismos, pretenden sumar miembros a ese infernal “zoológico” de pagadores seriales.

Algunos ingenuos de esa aldea suponen que si el Estado puede agregar contribuyentes disminuirá la magnitud de la carga. No han interpretado la lógica ruin de quienes disfrutan de repartir arbitrariamente los recursos.

Los gobiernos no piensan en disminuir el gasto, sino en nuevos “grifos” que aporten ingresos para seguir llevando a cabo su estrategia dilapidadora. La austeridad no está en el ADN de esa corporación. Sólo precisan aumentar las arcas públicas para desde allí continuar con sus creativas andanzas.

La ignorancia acerca del funcionamiento de la economía les hace pensar a muchos que si todos estuvieran dentro del régimen, la mejoría sería inevitable. Aún no asumieron que si eso ocurriera la mitad de la gente se quedaría sin rentas, sin empleos y la anhelada recaudación se desplomaría.

Algunos poderosos lo saben perfectamente. Eso explica por qué no arremeten sin piedad contra sus frágiles adversarios discursivos. Para saquear a unos pocos con tanta potencia necesitan que los otros produzcan y motoricen la actividad apelando a sus irregulares métodos. Lamentablemente este dilema aún persiste. Cuando la sociedad entienda que los “ilegales” no son el enemigo, sino que allí perdura la última esperanza de una recuperación razonable se dispondrá entonces de una oportunidad para revertir este cíclico e inconducente horizonte.

Mientras tanto este ridículo combate seguirá manteniendo invisible a tantos deteriorando su autoestima, inculpándolos de un fracaso sistémico y condicionándolos a diario. A no equivocarse, ellos no son los causantes de este disparate, sino la reserva activa para salir de este mecanismo inviable.

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