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El fantasma del ascensor

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

De Moglia Ediciones

La ciudad amaneció convulsionada y los diarios, en primera plana, mostraban fotografías de un hallazgo tétrico y sorprendente, en plena ciudad, en un baldío ubicado en la esquina de Mayo y Tucumán, el que durante muchos años albergó alimañas y ratas, árboles de larga data, yuyos diversos acompañados de un tacuaral que sobresalía hacia la calle por sobre el muro perimetral que apenas se sostenía, fue vendido a una empresa constructora, la que prestamente comenzó la limpieza hallando primero restos de antiguas construcciones pero sobre uno de sus costados la sorpresa, entre ocho a doce tumbas perfectamente alineadas con cruces, algunas de madera que resistían el tiempo por su dureza y material y otras de hierro forjado. Los restos óseos y vestigios de ataúdes provocaron la inmediata reacción de quienes estaban allí trabajando.

Los ingenieros a cargo, a toda costa pretendían guardar silencio pero como siempre ocurre los obreros forjados en el yunque de la dureza religiosa demostraban temor ante la posibilidad de faltarle el respeto a los finados. -“No señor”- dijo Pablo, el capataz, dirigiéndose al ingeniero Surco, -“no vamos a tirar esto como si fuera basura, hay que rendirle respeto.

Surco contestó: -“Pero si son tumbas antiguas, ¿para qué sirven?”-, poniendo énfasis en su falta de creencia religiosa ordenó: -“Saquen y pongan todo sobre el camión”-, a lo que Pablo contestó: -“Como le dije ingeniero, no señor”-. Los obreros fueron alineándose detrás de Pablo con obediencia y respeto, - “no se trabaja hasta que los restos sean tratados con dignidad”, agregó, -“¿qué sabrá este pendejo de ingeniero del respeto a los muertos?, además es un falluto”-. Se plantó la obra.

Sigilosamente uno de los trabajadores más ilustrados se dirigió a la comisaría más cercana, que era nada menos que la Central de Policía, e informó del hallazgo. Como todo el mundo después del juicio a las juntas militares, que gobernaron 1976-1983 en uno de los períodos más oscuros y sangrientos de nuestra historia, andaban sensibilizados y con la cola entre las piernas, luchaban por demostrar quién era más republicano, demócrata y humano, tratando de olvidar la cobardía, el silencio y la construcción de un consentimiento que un pueblo jamás debe brindar a los tiranos. -“Así que ahora que tenemos permiso de hablar, a mostrar que somos valientes”- dijo enfático el comisario Torquemada. Raudos partieron hacia el lugar en donde se hallaban las tumbas, pararon la obra oficialmente y comunicaron al gobierno el hallazgo. El poder político en ese momento tembló en sus asientos, lo único que faltaba era que encontraran una fosa con desaparecidos. Se comunicó al insipiente Instituto de Medicina Legal y a una dependencia de antropología que estaba ubicada en la calle Salta casi Quintana, todo era nerviosismo y estupor. 

Lentamente y fumando un cigarro se acercó un señor conocido como un sabio en la antropología, le abrieron paso con dignidad y médicos y asistentes forenses iban detrás de él.

Con una mirada y ayudado por los potentes faroles que la empresa se vio obligada a colocar, el escenario se presentaba ante funcionarios y curiosos como un espectáculo de brujería, entre la ciencia y el aquelarre no había diferencia. La mujer de la casa del al lado corrió desesperada ante tamaña noticia a la Iglesia La Merced, informando detalladamente de lo ocurrido en el baldío de la esquina, como es de suponer y atendiendo a su responsabilidad tanto religiosa como participativa en el período oscuro, el Obispo ordenó que dos sacerdotes se constituyeran en el lugar por si acaso.

Don arqueólogo tranquilamente fue mirando cada una de las tumbas y los restos, tomaba una cruz, la observaba, pegaba una pitada al pucho y seguía con la otra hasta completar las doce, recogió botones herrumbrados, otros de nácar, alguno que otro utensilio y luego ante el murmullo creciente de la concurrencia golpeó fuertemente las manos y pidió la atención necesaria que merecía el asunto. Como todo correntino empezó con un: -“Bueno, éstos muertos son del Siglo XIX, es un descubrimiento arqueológico importante, si hubieran mirando al menos una de las cruces, habrían advertido nombres y fechas, entre lo poco que se podía leer, por lo tanto no son restos de personas que habitaran este mundo en el Siglo XX”-.

Al ingeniero Surco se le pusieron los pelos de punta, no vaya a ser que declaren esto sitio histórico y me paren la obra - pensó. Se dirigió hacia el arqueólogo y tuvo una conversación privada cerca de una motoniveladora que rugía con sus motores porque era la que alimentaba el sistema eléctrico de los potentes faroles: -“¿Esto es histórico?, ¿me pueden parar la obra?”- preguntó Surco. -“Depende”- contestó el estudioso de lo antiguo, -“hay muchas posibilidades, depende.”

Al día siguiente, los diarios traían artículos de los eternos sabios y opinadores de Corrientes, que eran tumbas clandestinas producto de alguna revolución para que no mancillen los cadáveres, que era por la peste, hasta que un aventurado sostuvo que podía ser parte del cementerio de la Iglesia La Merced. En realidad, nadie sabía el origen de las tumbas pero algo había que hacer. Mezclado el poder político, la religión y la empresa, llegaron a la conclusión que con un poco de teatro la cuestión se cerraría, como de hecho así ocurrió. Los sacerdotes ante la presencia de las cruces dedujeron que eran católicos practicantes, va una misa por ello y las demás oraciones correspondientes a los muertos.

La empresa, con autorización política, compró un lugar en el cementerio San Juan Bautista, recogió los restos y sus respectivas cruces y con todo boato trasladaron los mismos al lugar adquirido donde recibieron cristiana sepultura, con la reserva ante el anonimato de algunos: “Aquí yace aquel que solo Dios conoce”. Hecho esto el conflicto fue perdiendo importancia y comenzaron de nuevo a rugir los motores de la empresa.

Es sabido que en toda esa manzana lateral Oeste de la  Iglesia de La Merced, se encuentran antiguas construcciones, pozos y alguno que otro túnel, que el propietario de la finca se ocupa de bloquear el paso para evitar merodeadores molestos o historiadores al angaú. Preguntado a un hombre sabio sobre qué opinaba del asunto, éste dio la mejor respuesta posible: -“Que sé yo, hay que investigar”- y con eso se cerraba el caso porque es lo mismo que crear una comisión, cuando no se quiere hacer nada, se crea una comisión.

Construidos los cimientos, emergieron hacia el cielo enorme columnas que, como los pasteles de hojaldre, eran cortadas horizontalmente por losas de esqueleto de hierro, se alzaba uno de los edificios más hermosos de Corrientes, en un lugar prohibido por supuesto, generando caos en la red cloacal, agua, energía y muy especialmente en el tránsito y estacionamiento vehicular, el casco histórico se iba al descenso.

Concluida la obra, el edificio ya estaba vendido, lo único que no le dijeron a los compradores era que de noche se veían luces extrañas en el terreno, sin que exista una cerrilla de fósforo encendida, esas son cosas de herejes y paganos.

El orgulloso y soberbio ingeniero Surco terminó siendo un empleado estatal oscuro y triste.

Instaladas las familias dentro del edificio, cuentan algunos, entre ellos algunos porteros, que por los pasillos de cada piso ven pasear a personas vestidas con elegancia pero con modelos del Siglo XIX, en algunos casos con botas militares, en otros con botones brillantes de bronce o de otro material, pero actuales nunca. El hecho más extraño ocurre en el ascensor, cuando algunas familias suben o bajan, un elegante caballero que no emite sonido alguno gentilmente se corre dando lugar a las damas y a los ancianos. El único caso que se registra de comunicación con los habitantes del edificio se dio cuando una joven madre subió al ascensor con sus dos hijas, estaba la extraña presencia, las nenas entablaron una conversación con el sujeto fantasmal y como si surgiera de un hueco, una voz se escuchó: -“Que bellas nenas, es usted agraciada señora.”

Se realizó una reunión de consorcio que derivó en una conmoción, todos hablaban a la vez y nadie escuchaba. Se impuso el de voz potente: -“De a uno van a hablar, levanten la mano”-, las historias eran semejantes, salvo una que difería de las demás. En el piso que ocupa Tere se mueven los muebles sin razón alguna y a la noche se escucha en el piso de arriba como si estuvieran arrastrando algo, lo sorprendente del caso es que el piso de arriba está desocupado.

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