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Descubriendo la belleza serena de Corrientes

Por El Litoral

Domingo, 04 de abril de 2021 a las 01:04

Por Carlos Lezcano
Especial para El Litoral

Hada vivió en el campo cerca de la ciudad de Curuzú Cuatiá, donde la mirada se pierde en el horizonte, donde cada tanto se levanta una lomada, siempre suave.
Aún hoy recuerda los días después de las lluvias, esos momentos de “una paz mojada”. “Una felicidad pura, aérea del paisaje / hecha de luz traslúcida y de canto de los pájaros” (JLO). Recuerda también cuando escampaba y corrían al arroyo Timboy con su hermano José y sus barquitos de papel a jugar un rato en la orilla, a pesar de la crecida. De regreso a la casa empezaban a percibir el olor a torta frita de la cocina de peones o de la cocina de su mamá y la abuela Licha, los famosos buñuelos de manzana que los llamaba en silencio a la merienda.
En las tardes, en la casa había música porque Licha compró un tocadiscos a pila que le permitía usarlo y donde aparecían los acordes de alguna canción de María Elena Walsh, sonidos de música clásica o el infaltable Tarragó Ros, ese LP donde estaba con una corralera bordada con flores.
La carpintería con sus taladros manuales, la fragua y tantas herramientas era el otro mundo posible donde las curiosidades aumentaban día a día en ese interminable espacio rural donde se trabajaba de sol a sol.
Los caballos fueron parte de su vida siempre, pero en esos años de la infancia sus animales favoritos eran las ovejas. Son imborrables los momentos en el galpón de esquila o el de acopio, donde se sucedían los juegos y las situaciones divertidas como montar las bolsas de lana, de caerse, de reírse a carcajadas porque quedaban “todo engrasados” y desde el piso descubrir la mirada de su madre indicando el baño.
Ahora, muchos años después, Hada trabaja en el campo pero en Corrientes norte, como diría Nini Flores, en el vasto territorio de las lagunas.
El campo es un puente en su vida. Allí anda Hada, de boina o sombrero de palma del Batel, de alpargatas o descalza. A caballo entra en el estero.

—¿Cómo, por qué motivo, surgió el dibujo y la pintura en tu vida?
—Empecé más pintando que dibujando cuando tenía ocho o nueve años, porque fue en cuarto grado, pero no sé cómo se dio. Creo que fue porque mis padres nos habían buscado una actividad por la tarde y me enganché; mis hermanos enseguida dejaron, porque evidentemente no era lo de ellos, pero yo me enganché. En mi casa siempre dibujaba, miraba libros y dibujaba. Pero más que dibujar era más pintar, intentaba con el color. Después, en el último tiempo me volqué más al dibujo, pero inicialmente era la búsqueda del color lo que me interesaba; además me regalaban pinturas, pinceles. Ahora, analizando mis recorridos, el dibujo fue durante mucho tiempo con color y con pincel, no con lápices; luego ese dibujo se cubría de color.
—Era una pintura figurativa ¿no es cierto?
—Sí. Fue una pintura figurativa, siempre fue así.
—Hiciste algunas exposiciones pero hubo un desplazamiento, me parece, posterior, ¿no?
—Sí, muy grande. En realidad, estuve muy enganchada con la pintura clásica hasta que me otorgaron una beca de la Fundación Antorcha y una del Fondo Nacional de las Artes. Me pasó que, durante el primer tiempo seguí con la pintura, que me gustaba muchísimo, pero después estuve muy influenciada por el entorno y empecé a mutar hacia el textil, aunque en ese momento no había nadie que estuviera haciendo textil en el grupo que estábamos becados. Me parece que tal vez la influencia de lo que se supone que es arte contemporáneo estuvo muy presente, y mirando en perspectiva fui bastante crítica de eso y creo que fue lo que terminó de alejarme de esas posturas, sobre todo la necesidad de teorizar todo el tiempo, porque pareciera que cuando más hermético es lo que estás haciendo, es más obra. Tal vez mi vuelco hacia el textil haya sido un modo inconsciente de hilvanar mi antigua vocación del diseño de indumentaria y el recuerdo de un cajón de la mesa del comedor de mi abuela materna, lleno de retazos de su época de modista, retazos con los que amaba jugar.
—Ahí comenzó una etapa de bordado también...
—Exacto. El tema del textil, evidentemente, me interesa. Cuando era adolescente fantaseaba con estudiar diseño de indumentaria, porque siempre me gustó el textil. De hecho estudié un año la carrera, pero después me di cuenta que era una mirada muy sesgada, porque era solamente indumentaria; me di cuenta de que en mí, el arte es un eje transversal, pero no necesariamente tiene que estar enfocado a eso… El diseño también me interesa, pero no necesariamente me interesaba el tema de indumentaria y menos aún por ahí el mundo de la moda; tal vez el del diseño, pero no el de la moda.
Me fui corriendo de eso y empecé a bordar de grande con una tía abuela, que si ella viera mis bordados los haría desatar a todos porque le parecerían súper mal bordados, porque por supuesto era de la escuela del bordado preciosista con técnica europea y, en general, la gran parte de lo que aprendía de nuestras abuelas y madres eran las formas europeas o de bisabuelas europeas; entonces mi bordado estaría mal visto del punto de vista técnico. A mí me gustaba más como una herramienta de expresión que como algo decorativo.
—Hay algo muy importante en tu vida, que es volver a mirar intensamente y a vivir Corrientes. Contarme cómo comenzó eso... 
—Creo que sí, que tengo un profundo enamoramiento de mi provincia, siento que hay un mundo muy rico, bello tanto en la cuestión cultural como paisajística en Corrientes, y si bien históricamente se la ha considerado como una provincia pobre, desde el parámetro de lo económico, creo que casi ex profeso se la ha llevado a ese lugar… Pero veo que no hay una mirada de todo lo que existe, de todas las oportunidades que hay y de todo lo que tiene Corrientes. Me llama la atención el censo que dice que somos un millón de correntinos y hay un millón afuera de la provincia, te da la pauta de que algo nos pasa y debemos volver a pensar esa situación.
Tal vez por haber vivido en el campo hasta más o menos los quince años, o por el trabajo que tuve los últimos siete años recorriendo el interior, en los parajes, estando en el campo... Siento que podemos encontrar cosas valiosas todavía allí en esos lugares. Donde todo el tiempo descubro cosas, lugares, personas, historias, objetos bellísimos que no tienen una belleza estridente sino serena que me encanta y que a la vez me parece una oportunidad, no solo como un lenguaje plástico o para teorizar cuestiones culturales, sino una oportunidad para el desarrollo local bien entendido. No me refiero solo a la generación de dinero, de hecho hay sociedades que generan mucho dinero, pero no precisamente viven mejor. 
—¿En qué trabajaste estos últimos años?
—Trabajé en la fundación que hasta hace un año atrás se llamaba The Conservation Land Trust y ahora se llama Rewilding Argentina, la parte argentina de Tompkins Conservation y puntualmente tenía que ver con buscar oportunidades que genera el parque, tanto el nacional como el parque provincial, sobre todo a las comunidades aledañas. Se trata de no verlo como un lugar de impedimentos, de que está prohibido cazar y que está prohibido un montón de cosas dentro del parque, sino como un lugar que da oportunidades a las comunidades cercanas.
Mi trabajo era ver junto a ellos: ¿qué sabés hacer? ¿qué tenés? “Tengo una canoa con que antes salía a cazar” o “una canoa con la que antes o hasta ahora me sigo moviendo desde mi casa hasta el puerto y de ahí al pueblo”. Entonces, si hay alguien que quiere hacer un paseo con vos, ¿estarías dispuesto a llevarlo? ¿Le contarías cómo es tu día, qué cosas cocinás? ¿Te gustaría cocinar eso para un visitante?”.
Mi trabajo era cómo enfocarse para poder desarrollar algo que podamos hacer. No me gusta la palabra “ayudar” porque pareciera que el que ayuda está siempre en un pedestal, que estoy más alto que vos y por eso yo te ayudo. Me gusta más descubrir juntos.
—Contame la primera experiencia...
—Mi primer trabajo para la fundación fue un desafío, porque había que construir un refugio de turismo, así como los refugios de montaña pero en los esteros, porque en el paraje Carambola aún conservan las casitas hechas de junco. Como ahí todavía el concepto de turismo no estaba, el desafío era cómo hacer para que aceptaran la idea de que hay personas a quienes les gustaría ir a una casa de juncos y que no le dé vergüenza decir “yo tengo un rancho de juncos”. “Construyamos juntos una casita muy parecida a la tuya, vos si querés venir para no sentirte invadido, y das la comida o vos hacés el paseo hasta acá”, les dije. Y lo que se logró es que algunos ya abren las puertas de sus casas a partir de ver que la gente quiere y está dispuesta a pagar para ir a pasar un rato en esa casa o quedarse a dormir en esa casita de junco. A veces eran acciones propiciatorias, un empujoncito para hacerlo.
—Ahora también están muy de moda los circuitos de capillas. ¿Querés contarnos eso?
—La verdad es que no trabajé mucho en el tema de circuitos de capillas, pero claro que hay un par de pueblos que lo están trabajando, a partir de toda esta movida del ecoturismo y la valoración de lo local. Muchas veces, en talleres participativos incentivamos a que ellos identifiquen cuáles son sus atractivos turísticos, notamos que el tema de las capillas familiares en Loreto y en Concepción es muy fuerte, y además está presente la comida en relación a las capillas.
—Contame algo que hayas trabajado en esos sitios. 
—Trabajé algo que tiene que ver con mi parte creativa, no necesariamente con la parte de gestión, por ejemplo cuando armamos el hotel La Alondra de Concepción junto a otros profesionales y sugerí que “hagamos la capilla porque todas las casas tienen capillas” y mandamos hacer con imagineros (más allá de algunos íconos como el Gaucho Gil) dos santos que son solo de Concepción, que son venerados únicamente ahí, como La Pilarcita y Antonia María.
Por otra parte, la red de Cocineros del Iberá es un proyecto que surgió a partir de la voluntad de tres instituciones diferentes, una pública y dos privadas: Fundación Flora y Fauna Argentina, Fundación Yetapá e Inta que, antes de esto estábamos trabajando cada cual por su lado. Había empezado a armar capacitaciones para propiciar la exploración de las raíces gastronómicas, el uso del producto local y que como resultado se le ofreciera a los visitantes de Iberá experiencias gastronómicas con fuerte identidad, salir de las clásicas minutas que en algún momento se pensó o se hizo creer que era lo que buscaban quienes nos visitaban. Buscando algún capacitador, conocí a Gisela Medina, que es una cocinera de Mburucuyá, y armamos unas clases a cocineras del paraje Mboy Cuá que fue hermoso.
También armamos otras experiencias: fuimos a dormir al refugio del paraje Carambola, Lechuza Cuá y cocinamos con la gente del paraje, mejor dicho, recuperamos saberes. Ese es un lugar donde no hay horno ni hay gas; pero vimos qué opciones podían tener, qué variantes de las cosas que ellos hacían podían hacer con pocos utensilios, donde lo más rico es como despertar la memoria.
Me acuerdo que habíamos llevado andaí y cuando preguntamos qué receta saben con este producto, solo nombraron el kivevé, pero cuando a la tarde dijimos vamos a hacer torrejitas de andaí, todos empezaron “ah sí, mi abuela hacía torrejitas de andaí”; siempre pasa eso. Cuando empiezan a aflojar, la timidez emerge una memoria emotiva, porque nos recuerda a los sabores asociados a la infancia, a la cocina de la madre, de la abuela o de algún familiar. Lo vi en un montón de ocasiones, si le preguntás a alguien de allí, te va a decir que la comida típica es el mbaipy; cuando empezás a ir más profundo van a empezar a aparecer otras cosas. Adaptaciones y también las apropiaciones, mucha gente está convencida de que eso es -por ejemplo- guaraní. Dicen “no, porque esto es guaraní”, y si vos analizás, es bien nuestro. Me pasó en Caá Catí con un cogote de gallo relleno que me impresionó cuando lo vi y, en realidad, es una comida que si uno lo googlea es de Medio Oriente; que aparece como comida judía, y tenés que escarbar la inmigración en la zona y rastrear el origen y te das cuenta de que somos una cultura mestiza, y cuando la gente dice “esto es bien de acá”, es por que ya lo siente propio.
—Si tuvieras que unir tus experiencias de estos últimos siete años en el campo con tu infancia, ¿creés que hay algún punto de conexión, algún hilo de esas experiencias?
—Sí, creo que no puedo decir que cierra el círculo porque espero que el círculo siga girando por lo menos un tiempo más, pero sí complementa lo vivido, hasta culturalmente es muy distinto el campo de Curuzú al Iberá. Es pastizal y espinillar, y acá estamos en estero profundo. Hasta el mencho, el hombre de campo, que a mí me resulta familiar, es muy distinto al hombre ibereño, aunque también hay características comunes.
Esta experiencia me invitó todo el tiempo a hacer un paralelismo, pero no a comparar en el sentido de qué está mejor o peor, sino a ver las diferencia. Me gusta pensar que la identidad local es una oportunidad también para el desarrollo local. Uno no tiene que caer en clichés, por ejemplo, el pie descalzo del mencho en el estribo, es Corrientes. Porque, en realidad, ese es el peón del norte de Corrientes o de los esteros, pero no es lo mismo que en el sur.
Hay algo que siento que me marcó y es haber tenido la oportunidad de trabajar y conocerlo personalmente a Doug Tompkins que hacía un tipo de filantropía con el que yo hoy me siento más identificada, aunque, obviamente, no soy una filántropa porque es filántropo el que tiene algo para dar económicamente, pero sí él tenía un modo de hacer las cosas y una capacidad de ver, proyectar o soñar y de concretar, más allá del dinero.
En mi infancia también conocí personas que trabajaban para el bien común con otro modelo, tal vez más antiguo, relacionado con el tema de la caridad. Incluso, mi mamá trabajaba en la cooperadora de la escuela rural a la que fui hasta tercer grado y posteriormente en Cáritas. En la escuela conocí a la señora Ana Rocca que era filántropa y tenía una manera de hacer las cosas que estaba muy bien, con mucho altruismo y generosidad. 
Hay un paralelismo en mi infancia en el campo, también tenía una persona cerca que hacía filantropía. Ahora, era otro tipo de vida rural, con otro modelo también de un filántropo; creo que esas cosas me marcaron, sé que soy cíclica. Trabajé un montón de tiempo y pensé que iba a estar solo dentro del arte, de las artes plásticas, después trabajé en la formación del diseño, estuve un montón con el trabajo del desarrollo local, ahora nuevamente estoy con el desarrollo local pero hilvanando con la artesanía, que es un tema que también había pasado por mi vida.

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