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Orlando Van Bredam o “la muralla cambiante del lenguaje”

Nació en Villa San Marcial, Entre Ríos, en 1952. Poeta, narrador, ensayista y docente argentino. Es licenciado en Gestión Educativa con un máster en Lengua y Literatura. Trabaja como profesor en las cátedras de Teoría Literaria y Literatura Iberoamericana en la Facultad de humanidades de la Universidad Nacional de Formosa, provincia donde reside en El Colorado. Ha abordado y publicado poesía, cuento, novela breve y ensayo. Algunos de sus poemarios publicados son “La hoguera Inefable” (l981), 
 

Por El Litoral

Domingo, 23 de mayo de 2021 a las 01:03

Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral

No nos engañemos: el mundo es un sitio peligroso, siempre lo ha sido y más desde que el mono se bajó de los árboles y empezó a erguirse y creó el lenguaje hablado, “el más peligroso de los bienes”, según cierto gran poeta alemán del XIX que continúa diciendo: “Donde está el peligro, crece también lo que salva”.  Sabio el poeta que por algo al final de sus días renunció a su apellido (y quizá al mundo) para firmar: “simplemente Scardanelli”.
No es casualidad que nuestro asaltante de hoy remarque en alguna entrevista que circula por la red dos importantes razones que cimientan su vida de escritor: una absolutamente “fisiológica” la que “acerca una luz al desconcierto” (dicho en sus palabras) y la otra “como acto de salvación”. No se puede escribir sin hambre de camino, sin desconcierto, sin la dinamita que hace estallar las certezas y el poeta entrerriano devenido formoseño, lo sabe y pone en práctica en cada poema o  en cada texto de ficción. Sospechamos que Van Bredam, aunque hace tiempo no escribe poesía (según su propia afirmación) lo que está haciendo es seguir la máxima del poeta salteño Aráoz Anzoátegui: “A veces disimulo y no escribo”.
La voz de Orlando se nutre de la rica e incombustible tradición de poetas entrerrianos.  Voz a veces traspasada sutilmente de nostalgia que juega a activar la memoria y gravitar en el aquí y ahora. No hay vencimiento ni reproches: “Te hurgas el corazón. / Es una casa enmohecida de zaguanes clausurados, / ha disuelto tantas sales siniestras del otoño, / tiene una música tan áspera / como los dientes del invierno. / Sin embargo, / sigues besando los pies del día”.
¿Qué poeta no ha soñado con el canto definitivo, claro, qué lo saque del balbuceo del lenguaje apenas entrevisto? Van Bredam  asume la búsqueda como único camino, como única forma de devolverse-estar en el mundo: “Por eso agrego a este mundo mis palabras, / estas flores nocturnas, / estos vuelos,/ este alunizaje solitario, / como una ofrenda a la luz que me convoca, / como una piedra común y taciturna”.
¡Salud, poesía y libaciones!

Muestrario mínimo

Mientras dure la luz
Mientras dure la luz,
mientras mis ojos
celebren tu figura a mi costado
y mi cara salga a andar 
    [en los helechos
y se apiaden de mí todas las garzas,
diré que soy feliz,
que el mundo es esto:
una heredad con sol, un pan benigno,
un ramo de niños a la mesa.
Si supiera cantar, si mi voz diera
con el acento claro,
con el ritmo,
no escribiría más,
asolaría
la deliciosa flor de una guitarra;
porque el hombre que 
    [canta determina
un clima propio,
una estación andante,
una lluvia gozosa que nos llueve
donde él es una sola pulsación 
    [con su garganta.
Por eso agrego a este mundo 
    [mis palabras,
estas flores nocturnas,
estos vuelos,
este alunizaje solitario,
como una ofrenda a la luz 
    [que me convoca,
como una piedra común y taciturna
en la muralla cambiante 
    [del lenguaje.

Ciclo
Todo tu tiempo
es este espacio de árboles
que disuelve la lluvia.
Envejeces
con la misma lentitud de la hormiga     [que devora una hoja
pero envejeces.
La memoria es esta vieja colmena 
    [abandonada,
detrás de sus altos pastizales
has perdido la huella de otros días.
Ya no forcejeas con el sol.
Rehúyes los espejos.
Tus ojos son avispas luchando 
    [entre los escombros.
Las palabras inválidas
se mueren en tu boca.

Te hurgas el corazón.
Es una casa enmohecida de 
    [zaguanes clausurados,
ha disuelto tantas sales siniestras         [del otoño,
tiene una música tan áspera
como los dientes del invierno.

Sin embargo,
sigues besando los pies del día.
Has sobrevivido a tantos nombres
que hoy distraes la memoria.
¿Pero cuándo la palabra oscura,
la inefable hoguera?

Teoría y práctica
I
No todo era así como pensábamos:
el futuro entre fuegos de artificio
y la luna al alcance de las manos.

Porque no todo era así, fue necesario
ir acomodando los pedazos:
el corazón en su trinchera, 
    [los ojos fijos
en la ruta fija,
los dedos sin temor, siempre lavados,
y el alma, si es que existe, 
    [en otra parte.

No todo era así pero no es malo
vivir lo que se vive sin recetas,
sin nada ni nadie que nos diga
dónde comienza la sed 
    [y dónde acaba.

II
¿Y para qué sirve una poesía?
¿para qué, si no acerca una luz 
    [al desconcierto,
una mínima luz,
un mínimo escalón donde pararnos
para entender el mundo
y ejercitar la cólera o el júbilo 
    [o el grito, en fin,
lo que se pueda, amigos?

Ciertas poesías no sirven para nada.
Ninguna poesía sirve, en realidad.
Es la vida la que sirve a la poesía,
a esta esquiva diosa de lo ambiguo
y a su enfermizo esplendor 
    [y a sus horrores.

Poema 9
En esta casa fui feliz.
Éramos cinco alrededor del fuego
donde crepitaba la inocencia.
Las ventanas se abrían a la tarde
y un aroma dulzón buscaba el cielo.

Las puertas tenían música, 
    [recuerdo.
Tenían dulcísima música ovillada.
Si alguien las abría
los pájaros que dormían en sus vetas
despertaban
y les crecían alas
y picos
y plumajes.

La casa quedaba, entonces, 
    [suspendida
y en una red de cantos, enjaulada.

De mi legajo
“asoma mi niñez sobre las tapias,
a quién le pido un canto 
    [en la hora espléndida”
Carlos Mastronardi

Aquí nací,
establecí en los ojos
la novedad de la luz y los contornos
de lo querido y lo rechazado.
Entre asombros y condenas
fui lamiendo
la índole triste de las pobres cosas:
llevé a mi boca tierra prometida,
legalicé el sabor de las raíces,
desbaraté ciudades fundadas 
    [por hormigas
y adquirí el ritmo tenaz 
    [de los metales.
En esa ausencia larga de juguetes
me ejercité en metáforas y símbolos,
hice mi código de tarros y botellas
y fui aviador
soldado
marinero
y maquinista de trenes lejanísimos.
Pero, también, es cierto:
tejí miedos
que quedaron en mí como lunares,
como manchas de una piel 
    [desasombrada,
contaminada de verdad terrestre.
Aquí nací,
mi corazón no puede precisar otro niño que el que inventan
la nostalgia feroz y esta desdicha
de saber que en su alma ya crecían
mi soledad desértica, mis ecos,
mi carcelaria intimidad,
mi resonancia.
 

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