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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La ambigua definición de “escuela”

Se asiste a una controversia sin sentido sobre qué se debe hacer con la educación mientras la emergencia sanitaria sigue vigente. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Este no es un tema exclusivo de estas latitudes. Esta polémica es parte de un intercambio casi universal, aunque algunos países lograron resolverlo aceptablemente.

La dinámica discursiva contemporánea, eminentemente binaria, elocuentemente básica y peligrosamente irracional, reduce cualquier discrepancia derivando en simplificaciones que concluyen en blanco y negro.

Esa perversa lógica sugiere que se deben tomar posiciones inexorablemente extremas seleccionando entre falsas opciones, prescindiendo de los matices y perdiendo así la oportunidad de buscar entre las alternativas óptimas.

Cuando el coronavirus apareció en escena, ante tanta incertidumbre, muchas naciones prefirieron implementar cuarentenas duras, confinamientos prolongados y medidas restrictivas a mansalva.

Se podrían admitir semejantes determinaciones considerando lo poco que la ciencia aportaba en ese momento y el desconcierto que reinaba en el planeta ante esa inusitada eventualidad imposible de predecir.

Hoy, a más de un año de aquella bisagra histórica, no es admisible repetir errores de esta magnitud. Ahora se sabe mucho más. Se ha evolucionado en materia de conocimientos, tratamientos y hasta se cuenta con un arsenal de vacunas que pronto permitirán dar vuelta esta trágica página.

Cuando se hace referencia a que “las escuelas” deben cerrarse o mantenerlas operativas como si se tratara de un vocablo con significado único es incomprensible que nadie analice las evidentes diferencias que conviven bajo ese mismo paraguas semántico.

Claro que todos entienden los recaudos sanitarios que deben asumirse frente a las aglomeraciones y los peligros implícitos en la movilidad social con padres que llevan a sus hijos a los colegios. Es cierto que eso podría traducirse en nuevos casos de covid-19, aunque habría que decir que eso mismo sucede con muchas otras acciones de la cotidianidad comunitaria.

Una escuela es, literalmente, “un establecimiento donde se imparte algún tipo de enseñanza”. Bajo ese paradigma se deben incluir múltiples situaciones, como por ejemplo a todos los alumnos del jardín de infantes, la primaria y la secundaria, pero también a los administrativos y a los docentes que trabajan en cada una de ellas.

Las hay estatales, privadas y mixtas. Existen las urbanas y las rurales. Se pueden ver a las más modernas, pero también a las más antiguas. Algunas tienen edificios amplios con aulas generosas mientras otras son pequeñas con espacios mínimos. Las hay ventiladas y también de las otras.

En definitiva, cuando se discute sobre si se debe abrirlas o cerrarlas, no queda claro sobre qué tipo de instituciones se centra la disputa. Por instantes parece un diálogo de sordos. Unos se refieren a lo que imaginan y otros hacen lo mismo, pero ambos se refieren a configuraciones diferentes.

En este país el federalismo brinda una herramienta fabulosa que por ahora pocos utilizan con cordura. En verdad, cada distrito debería decidir sobre la base de sus propias vivencias y experiencias. Es posible hacerlo y sería deseable que cada jurisdicción evalúe sus propias realidades con total autonomía.

A los más autoritarios les encantan las legislaciones uniformes. Creen que hay que imponer todo por la fuerza. Por eso esgrimen argumentos fundamentalistas sobre la importancia de que las clases prosigan como si nada o que todos se aíslen hasta nuevo aviso. Así razonan, sólo linealmente, todo o nada, sin pensar, porque no toleran las tonalidades y esperan que todos soporten mansamente su discrecional postura.

Los expertos ya han sido concluyentes. La probabilidad de contagiarse y de propagar esta enfermedad en niños de 3 años es casi irrelevante y sensiblemente menor que la de un adolescente de 17. Sin embargo, demasiados funcionarios insisten en tratar a todos por igual.

Algo similar sucede con la docencia. Mucha gente, y especialmente los sindicatos, ponen sobre el tapete el enorme riesgo que corren esos maestros y profesores al tener que trabajar, sin aclarar si se refieren a personas de 25 años sin comorbilidades o a individuos de 50 con varios problemas de salud preexistentes.

Pese a que podría visualizarse con facilidad que no todo es igual, el debate sigue enfocado en una homogeneidad que no se corresponde con esta realidad en la que conviven una heterogénea gama de circunstancias que deberían ser reconocidas correctamente.

Para los que muestran abulia a la hora de pensar, cabe invitarlos a mirar a su alrededor, a identificar esa extraordinaria diversidad para evitar caer en la trampa de dejar sin educación presencial a esos “jardineros” sin chance de contagiar que viven en áreas de baja densidad poblacional y con pocos casos, amparados en una comparación improcedente que toma en cuenta a esos adolescentes urbanos reunidos en imprudentes celebraciones. No todo es lo mismo. No debería ser tan difícil darse cuenta.

La sociedad es presa hoy de la ridícula tentación de demandar a sus gobernantes para que la escuela permanezca funcionando o se la cierre a cualquier precio, sin empatía alguna por los demás y sin medir las brutales consecuencias que traen consigo estas visiones.

Las autoridades gubernamentales, siempre sometidas a los caprichos de una ciudadanía infantil terminan aceptando todo tipo de presión y optan por seguir el juego de los berrinches cívicos tomando decisiones arbitrarias.

Habría que decidir con criterios epidemiológicos, dejando abierto lo que sea posible, continuando con la presencialidad en los niveles de menor edad y buscando variantes que incluyan a la virtualidad en esos segmentos que siempre pueden adaptarse mejor. La tendencia debería ser la que privilegie que los jóvenes estudien no sólo porque resulta imprescindible para el futuro, sino porque además está en juego el equilibrio psicológico de todos.

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