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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El festín de los motochorros

Por Emilio Zola

Especial para El Litoral.

El despojo del asalto callejero equivale a una vejación comparable a la peor burla del destino, con la diferencia de que toda víctima siente, en el fondo de su ser, que pudo haber evitado el ataque con sólo haber prestado más atención al entorno. Pero no es así, no es tan fácil descender del vehículo con todos los sentidos orientados a proteger un bolso de mano en razón de que cualquier mortal inmerso en los apremios cotidianos va por la vida con pensamientos divididos: hijos, trabajo, compromisos económicos y ahora también los recaudos que impone la pandemia. Del barbijo al alcohol en gel, del distanciamiento a la aerosolización.

Sufrir el arrebato de un descuidista no tiene a la distracción como causa principal. Aun cuando el portador del bien birlado camine concentrado en las nubes de Úbeda, como algunos agentes intentan justificar al momento de recibir denuncia, el criminal motorizado triunfa porque todo el entramado institucional montado para prevenir y conjurar estos delitos cae en una deficiencia actitudinal, pues recibe al vejado como uno más del montón de boludos que se dejan robar mientras deambulan papando moscas.

La indolencia que percibe el denunciante de un robo desanima tanto como el mismo atraco, pues el representante de la Ley asume el rol burocrático de tomar nota con ajenidad, sumido en la indiferencia crónica. Desde esa posición, no acude en auxilio del despojado, ni lo reconforta, sino que da por sentado que el ilícito, al haber sido uno más entre miles, se inscribe en un marco de inevitable normalidad con la que simplemente tendremos que convivir bajo el manto de la resignación.

Esta columna no viene a caer en el lugar común de la inseguridad como hija bastarda de la crisis, sino que apunta al rol de las instituciones cuyo funcionamiento depende de personas que han elegido cumplir con roles indispensables en salvaguarda de la vida y el patrimonio de sus semejantes. Ellos son el policía, el fiscal, el juez y fundamentalmente el legislador.

Un robo en la vía pública podría ser de esclarecimiento simple, tanto como la tecnología de hoy lo permite. Los teléfonos celulares tienen rastreadores, las cámaras de seguridad se multiplican en cada esquina de las grandes ciudades y –por suerte- en las fuerzas policiales todavía quedan servidores públicos con vocación para investigar hasta encontrar el escondite de un ladrón en minutos.

¿Entonces? Hay jueces que demoran las órdenes de allanamiento. Hay fiscales que no encuadran estos hechos en el tipo penal más grave y lo peor de lo peor: hay legisladores que se apoltronan en sus despachos para diseñar alambicadas estrategias de campaña mientras los elefantes pasan por sus costados. Una ley que, por ejemplo, permita a un magistrado autorizar por WhatsApp el ingreso policial a una morada sospechosa ayudaría a combatir delitos flagrantes cuyos perpetradores se evaden favorecidos por la vetustez procedimental.

Mientras los engranajes del sistema no funcionen con la sincronización necesaria, soportados por legislación actualizada, la civilidad estará en peligro y la gente seguirá viendo en Chocobar y en Patricia Bullrich alternativas potables para vivir en paz.

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