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El feudo de los resentidos

Con enorme frecuencia se escuchan frases muy duras que tienen como destinatario final a aquellos que han logrado triunfar en diversas disciplinas. Ese es un síntoma inconfundible de una comunidad que se descompone a diario porque se ensaña con los mejores. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Esta es una de las tantas paradojas de la era contemporánea. Casi todos sueñan con alcanzar de alguna manera la cima, pero cuando alguien finalmente lo consigue se ocupan de destruirlo sin piedad.

Claro que hay matices y se hacen sentir con diferente fuerza en función de la biografía del personaje en cuestión. Cuando el laureado ha iniciado su recorrido desde muy abajo ese relato goza del beneplácito popular.

Esa narrativa contiene una épica fabulosa. Es que ese niño sin recursos y con todo en su contra tuvo el coraje y la determinación para ir por su cometido hasta lograrlo. Ese es el deambular preferido del público. El débil que supera escollos y alcanza la meta a pesar de todas las vicisitudes.

Pero también están los otros, esos en los que el “ganador” proviene de una familia que no ha tenido privaciones. Bajo esas circunstancias los méritos se desvanecen y ya no son objeto de encendidos aplausos.

Es como si se le reconociera el talento, pero el valor de su gesta no fuera tan glorioso ya que sus inicios no fueron en condiciones adversas y por lo tanto no es suficiente para recibir condecoraciones tan especiales.

Lo concreto es que en todo este despliegue los “exitosos” esos que se han destacado en cualquier actividad profesional quedan en el centro de la escena y los coloca en una posición en la que solo aguardan ser juzgados.

No menos cierto es que algunos pretenden endiosar al “ídolo” esperando virtudes que no tiene, olvidando que es sólo una persona normal, con defectos, como el resto, que ha desarrollado una habilidad particular que le ha posibilitado descollar en lo suyo. No es un Dios, ni pretende serlo.

En una sociedad civilizada los casos de éxito serían modelos dignos de imitar. Sus singulares historias y sus enseñanzas serían tan valiosas que todos desearían escucharlas con atención. En ese derrotero repleto de victorias y de tropiezos que sirvieron para seguir, están implícitos los valores de quienes se han convertido en los mejores en lo suyo.

Sin embargo, por estas latitudes reina un sentimiento tan negativo como perverso en el que los que no obtuvieron casi nada creen tener la autoridad moral suficiente para enjuiciar a los demás. Nadie sabe muy bien desde qué lugar hablan, ya que no tienen nada propio demasiado fabuloso para contar porque sus vidas están plagadas de vulgaridades y batallas perdidas.

Su única esperanza es un golpe de suerte, sacar la lotería y que la diosa fortuna los ilumine para dar ese salto que no supieron construir nunca. Esos mismos son los que le piden a otros actitudes heroicas y sublimes.

Tienen una doble vara para medir todo. Sus deslices tienen siempre una justificación, pero cuando los triunfadores cometen idénticas fallas no tienen perdón, porque el haber acumulado riquezas o fama los hace culpables de todo. Además de hacer lo mejor no tienen derecho a ningún vicio ni pecado.

En realidad, sólo son resentidos. Como no tienen mucho que exhibir se ocupan de desmerecer los logros ajenos. Les molesta el brillo, ese al que no acceden porque no saben como hacerlo o siquiera lo han intentado jamás.

De tanto en tanto les aparece el pudor y tratan de disimular su impotencia esbozando una sonrisa cínica al enterarse que alguien de su entorno consiguió dar un paso trascendente. Son conscientes de su mezquindad y por eso hacen el esfuerzo de mostrarse educados sin serlo.

Serían incapaces de alegrarse genuinamente ante las buenas noticias que provienen de un amigo. Muy pronto estarían minimizando esa conquista y teorizando sobre cómo otros le allanaron el camino. Cuando alguien avanza sufren. Su bronca los obnubila porque les recuerda que ellos no pueden.

Tal vez en su niñez no han recibido el amor suficiente, quizás han estado rodeados de maldad que los han llenado de odio y rencor.  Lo que dicen y sienten no es bueno. Deberían reflexionar al respecto. Si pudieran individualizar esa dinámica tendrían la chance de corregir algo.

Claro que eso implica tomar nota de lo patético que se deriva de reaccionar así frente al progreso ajeno. Recién cuando se asume lo incorrecto de esa postura, cabe la posibilidad de dar vuelta la página e iniciar otro capítulo.

No es de esperar que allí donde los resentidos son mayoría, en la que los exitosos son cuestionados, lapidados y vapuleados progrese. Si no se entiende esta matriz tan elemental las chances de salir de este círculo vicioso se seguirán esfumando.

Los que pueden sobresalir anhelan prosperar. Les encantaría disfrutar de ese tránsito allí donde nacieron y se criaron, pero si sus “amigos” serán sus expulsores, siempre preferirán huir hacia esas naciones en las que triunfar es suficiente para ser elogiado. 

Es que no tiene sentido alguno quedarse donde nadie los aprecia ni valora como corresponde.

Nadie se detiene en lo evidente. Si en lugar de despotricar contra esos que emergieron se pusieran todas las energías en aprender de ellos, escuchar sus travesías y consejos, cabría la oportunidad de inspirarse en esas aventuras para construir la propia y darle un propósito a la existencia.

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