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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Concentrados en ganar, pero jamás en gobernar

Los medios y los fines en la política contemporánea tienden a confundirse. Así la ambición de corto plazo supera a la épica del heroísmo. Invariablemente con esa fórmula todo sale mal. 

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez 

Los dirigentes de hoy se llenan la boca diciendo que la política es el único instrumento capaz de modificar la realidad. Esa grandilocuente expresión suena muy potente, pero carece de veracidad, ya que existen otros modos para alcanzar idénticos propósitos.

El punto es que, bajo ese rimbombante paraguas, han intentado convertir a esa actividad en una suerte de escalón superior al que hay que llegar, ya que solo así los anhelos de una comunidad verán la luz.

Esa brutal simplificación, muy conveniente por cierto para quienes dedican su vida a la militancia y a la conquista del gobierno, otorga permisos suficientes para enfocar todos los esfuerzos en ser exitosos en las urnas.

De la mano de esas premisas los políticos han iniciado hace décadas una carrera por la profesionalización. Triunfar en los comicios es hoy un verdadero desafío que requiere de una formación bastante sofisticada. Las ciencias sociales vienen aportando mucho en esa materia. Encaminarse hacia una victoria precisa de la integración de equipos especializados que se ocupan desde la imagen de los candidatos, pasando por la comunicación en redes sociales y en medios tradicionales hasta cuestiones claves como la estrategia territorial, la conformación de alianzas y la construcción de ese vínculo tan particular con cada habitante. Definitivamente abordar una campaña proselitista hoy implica prepararse adecuadamente. De eso dependerá el resultado final y el que haga mejor las cosas probablemente se lleve el premio mayor al concluir el camino.

Nadie discutirá que sin acceder al poder es imposible tomar el mando y tener estatura suficiente para decidir en consecuencia. Sería muy infantil minimizar este aspecto vital. La tragedia radica en creer que el día de la votación se llega a la meta y que esa coyuntura puntual corona el proceso.

Inclusive para la retórica más elementalmente populista y demagógica el triunfo electoral es la escala obligada para iniciar esa etapa de grandes transformaciones con las que sueñan los seguidores del líder de turno.

Sin embargo, la historia, fundamentalmente la más reciente, expone que lejos de esa dinámica, la política está concentrada en ganar elecciones, y ni bien lo consigue comienza a pensar en la siguiente, en la mejor manera de retener adhesiones, de derrotar al contrincante, de acumular supremacía a cualquier precio, porque sólo le importan las urnas.

Lo que debía ser una instancia para mejorar la calidad de vida de la gente, en forma progresiva y casi imperceptible fue derivando en esta objetable gimnasia consistente en dedicarse a consolidar poderío, al punto de que ese esquema sea un fin en sí mismo, desnaturalizando la esencia original.

Las malas experiencias del presente, en diversos lugares del planeta, obligan a reflexionar al respecto. La endiosada democracia ha perdido, en cierta medida, su prestigio y empieza a ser duramente cuestionada, con los peligros que se derivan de esa prédica, sobre todo teniendo en cuenta que nadie propone su reemplazo por un sistema comprobadamente superador.

La perversa actitud asumida por esa casta de mediocres, que pretenden representar a todos, y que hasta aquí sólo se han servido de los privilegios de los que se apropiaron, no han podido probar que son parte de la solución. Muy por el contrario, hoy emergen como la causa del problema.

La obsesión por lograr victorias los ha llevado a mentir, manipular, adulterar, estafar y engañar para conseguir el objetivo que se trazaron. Todo vale en ese juego del que ellos disfrutan, mientras el resto padece.

Va siendo hora de que la sociedad civil entienda su rol. Lo que está sucediendo ha ocurrido con la complicidad de aquellos que cayeron en la ingenuidad de creer en los “cantos de sirena” y aplaudir a los canallas. Es el momento, quizás, de cambiar desde abajo, de demandar a la política otras conductas lo que implica pedirles a quienes dicen tener las recetas que las exhiban, que no sólo digan lo que harán sino cómo lo harán. La fantasía de la llegada del “mesías” es extremadamente temeraria y esconde además un pensamiento mágico completamente alejado del mundo real.

Nada bueno sucederá si quienes tienen la responsabilidad de marcar los límites a los poderosos renuncian a su sagrada potestad. La salida requiere no sólo de políticos honestos y preparados, sino también de una ciudadanía a la altura de las circunstancias, capaz de detectar a tiempo a los depravados y sacarlos del ruedo sin contemplaciones.

Los miserables solo se abren paso si muchos se los permiten. Ellos insistirán en diseñar retorcidas alquimias que les permitan quedarse donde están aplastando al oponente, pero ya han demostrado en reiteradas ocasiones su total impericia, su inocultable incapacidad para gobernar.

Existe una oportunidad a la vuelta de la esquina. No depende de cómo los rufianes del presente lo planteen, sino del talento de los votantes para ponerle un freno, levantar el estándar y exigirles que esta vez tengan un plan, uno que puedan mostrar, que sea creíble, porque no están ahí para desplegar sus fechorías sino para generar las bases de un porvenir mejor.

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