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El verdugo en Corrientes

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

El oficio de verdugo se consideraba vil aunque necesario, más bien imprescindible. El oficio se mantuvo hasta el Siglo XIX mientras duró la pena de muerte, abolida ésta, el oficio de verdugo real o de la patria dejó de existir. Quedaron sí los asesinos del Estado y los asesinos fuera del Estado. Un escritor sostiene: “El verdugo no encuentra corazones que lo amen ni manos que estrechen las suyas. El verdugo inspira asco y temor. Lleva en sí algo de cementerio. Es menos que un cadáver que paseara por la tierra, porque en los muertos hay siquiera un no sé qué de santidad.”

En la manzana ubicada entre las calles Pellegrini, San Luis, 25 de Mayo y Entre Ríos, vivía en un rancho humilde el verdugo de Corrientes sobre la calle 25 de mayo, desde allí se dirigía con la cabeza gacha ante la mirada atónita y temerosa de los vecinos, hasta el edificio del Cabildo y Jefatura de Gobierno, su caminar lento con una vieja capa española obligatoria de su oficio era utilizada aún con los peores calores, generaba miedo y espanto, los habitantes de la ciudad sentían lástima y recelo por el pobre infeliz, obligado a cumplir con esa carga de violencia con una mala paga, impuesta por su condición social de mestizo, hijo natural, o sea bastardo, cuya sombra proyectaba una guadaña cuyo filo relucía aún sin sol, sin embargo él nunca llevaba el arma a utilizar, la proveían en el Cabildo. 

Cumplía estrictamente los deberes que le imponía su cargo, muerte con garrote vil, sentado el rematado en el medio de la plaza 25 de Mayo en un banquillo al lado del palacio de justicia, el verdugo procedía con el cordel de cuero trenzado a liquidar al infeliz de manera rápida, más por piedad que por otra cosa, si la pena era de horca engrasaba el lazo con nudo escurridizo, colocaba un peso en los pies del condenado para que su muerte fuera instantánea, los latigazos en cada esquina de la plaza disminuían en fuerza a medida que se alejaba de la vista de las autoridades quienes sentados al frente de la multitud gozaban del espectáculo dantesco, el corte de la cabeza lo hacía limpio, para ello se ocupaba de afilar perfectamente el hacha para no hacer un daño innecesario. 

El mismo procedimiento utilizaban sus herederos cuando el escenario se trasladó a la plazoleta de la Cruz de los Milagros años después. Sin embargo, cuando la ejecución era importante por la calidad del criminal o del delito, primaba el escenario de la plaza mayor 25 de Mayo.

El pobre verdugo se llamaba Saúl y no gozaba de su tarea, se sentía asqueado más cuando tenía que colocar la cabeza de los infelices ajusticiados en la pica para escarmiento de los delincuentes y advertencia a la población.

Saúl nunca conoció el amor, nació solo y murió solo, como hijo de nadie. Sufrió penosamente su existencia, sus pocas relaciones carnales las tenía fuera de la ciudad donde no lo conocían, con el poco tiempo que disponía se trasladaba al interior o cruzaba al Chaco, a los fuertes de Resistencia de los hacheros que se arriesgaban en territorio salvaje, donde encontraba sosiego sexual con mujeres tan descastadas como él, olvidadas de la sociedad.

Saúl caminaba con el peso de la infamia de su oficio, la tristeza lo abrumaba, el dolor le corroía el alma, las miradas todas de la vecindad se incorporaban al peso que llevaba, olía el desprecio y sentía el horror que irradiaba su actividad, peor aún, veía en algunos piedad por su tormento, lo que más le pesaba, que le sintieran lástima, nadie entendía que él cumplía con la ley humana, tratando que el rematado sufriera lo menos posible. Le resonaban en el oído los lamentos de los ultimados, los ruegos en castellano y guaraní u otro idioma que entendía, sabía que podía equivocarse y hacer sufrir innecesariamente, los ejecutados a veces le daban su ropa o algún objeto de pequeño de valor para que su faena fuera rápida y limpia.

Su mayor congoja la sintió cuanto tuvo que ejecutar la pena de una joven mujer, que por haber nacido pobre, sin clase social alguna, descastada como él, a la que había conocido en sus aventuras como prostituta, fue condenada a muerte por haber matado a su violador señor del patriciado, quien con la agresión le quitó su virginidad asestándole golpes, más avaricia, dejándola lesionada sin que nadie hiciera justicia, por ser hija de nadie, como comúnmente ocurre.

Años después al recuperarse, ejerciendo la prostitución a que fuera condenada, una noche en que le embargaba la tristeza, acompañada de alcohol se acercó a la ciudad a reclamarle al infame a los gritos la degradación que había cometido con ella, el encuentro se produjo casi frente a la casa del verdugo, cuando el señorito de papel volvía hacia el centro cívico, todo se desarrolló muy rápido, los candiles y lámparas se encendieron ante el escándalo suscitado, los habitantes vieron a una pareja discutir, el hombre encolerizado le atravesó el hombro con un estoque toledano de fino acero, la mujer defendiéndose sacó un pequeño puñal de su liga derecha y le ensartó una puñalada al atacante que, para su desventura, fue a dar con el maligno corazón del violador de alta alcurnia, cuando la vecindad reaccionó, encontró tirada a la mujer con el hombro atravesado, al atacante muerto mirando al cielo despejado con cara de asombro y espanto ante la muerte.

Los alcaldes alertados aparecieron con los funcionarios del Cabildo, procediendo a detener a la mujer, que no tuvo defensa alguna, pues los vecinos, amenazados, se negaron a declarar a su favor -era una prostituta, afirmaban, no tenía cabida en el cementerio ni en las iglesias. El verdugo en su conciencia tampoco podía hacerlo, por su cargo lo tenía prohibido. Sin embargo, la trató con respeto y afecto, le sacó la espada ensartada y le colocó una venda en el hombro con ungüento desinfectante y cicatrizante, la gente lo miraba porque nunca tuvo ocasión de ver en él a un ser humano, sino al demonio mismo, pero los descastados suelen solidarizarse, afirmaban. 

Al llegar los oficiales le dijeron que para qué le había curado si estaba cantado su destino. Ella lloraba silenciosamente y Saúl la consolaba.

Con permiso de la autoridad judicial pudo visitar varias veces a la mujer, a la que le llevaba comida y le enseñaba a leer, esa relación duró tres meses, bajo la mirada de guardias que reprochaban la conducta del verdugo. Vencido el plazo, la imputada fue condenada a morir ajusticiada en la horca. Consultada la sentencia al gobernador, a pesar del pedido de conmutación de pena hecha por los sacerdotes que conocían la historia, éste la confirmó. 

Ella le pidió a su verdugo que se hiciera cargo de dos hijos que tenía, le anotó sus nombres y apellidos, le dijo dónde tenía los papeles y quiénes eran sus parientes, él le juró por su honor que lo haría. 

A última hora, el verdugo -cosa extraña en él-, la acompañó con palabras dulces hasta el lugar de cumplimiento de la pena, le aseguró que no sentiría nada, más aún cuando antes le hizo beber un té de amapolas que prácticamente la drogó. La horca funcionó a la perfección, murió rápido y con una sonrisa balanceándose al viento como si recién fuera liberada de esta vida fatídica que le tocó. Esta vez la gente no gritó ni festejó porque vieron retratada la injusticia en el acto, se sintieron cobardes porque conocían la laya del muerto.

Saúl se hizo cargo de los hijos que crecieron bien y se hicieron hombres de trabajo y honor. Emigraron a estudiar a Buenos Aires. Saúl obtuvo fondos de algunos hombres generosos para su empeño. 

Siempre concurría al cementerio a llevar flores a la ejecutada, en el lugar de los indignos, porque él se hizo cargo de su entierro, en secreto y cristiano, con la ayuda de un franciscano.

Murió Saúl como todos los seres humanos lo vamos a hacer. Lo interesante es que en la zona de la calle Mayo, limitadas por Entre Ríos y San Luis, en una vieja casa que se conserva, en noches oscuras en la actualidad, los vecinos afirman ver al verdugo pasar rumbo al edificio de la policía, pero acompañado de una figura blanca, luminosa y juntos comparten un banco de la plaza 25 de Mayo, escenario de tantos crímenes legales. 

Viajero, si tú pasas por allí y ves una pareja extraña, no te asustes que estás entre amigos, esos espíritus flotan hacen tiempo por la zona, algunos sostienen que sienten un olor penetrante a flores y que sus espíritus se llenan de alegría. Otros afirman, que escucharon a la mujer decir: -¡Qué bueno es morir ayudado por un amigo, porque el final es un bálsamo! De pronto las siluetas etéreas desaparecen en el más allá y la noche aunque oscura brilla con extraño fulgor.

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