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Hormigas que marcan el pulso de la mirada 

Sabado, 04 de octubre de 2025 a las 13:57

Especial Carlos Lezcano y Fernanda Toccalino

 

Yiyú Finke nació en el kilómetro 8 y medio de Aristóbulo del Valle, en Misiones, su madre, Berta, cuenta que nació rosada.
Cuando tenía 5 años vio nevar en el monte, el paisaje se volvió blanco de asombro. La primavera empezaba a olfatearse y entonces de pronto, quedó cubierta de frío. Yiyu niña, hizo un muñeco de nieve y fue feliz. Ese es tal vez uno de sus primeros recuerdos: los árboles cargados, pesados y los colores del monte apagándose. 
Cuando la nieve se derritió, la espesura de ese monte se había desvanecido. Yiyú cuenta que fue como una película, entre tremenda y maravillosa. El blanco pasó a ser negro, lo helado se había quemado.Desde entonces en el universo de la artista, conviven lo extraño y lo cotidiano, la poesía y el juego, algo de suspenso y un poco de tragedia.
Actualmente nuestra entrevistada vive en Posadas donde crea esculturas textiles que son bananas y pinta hormigas sobre fondos de colores planos, acompañadas de vegetaciones. Dice que pretende que todo levite. Yiyu Finke trabaja por proyectos,  actualmente uno que se titula MOTOR y se presenta en la galería TRAMO de Buenos Aires.
Este proyecto surge como una decisión de reunir pintura y escultura para observar cómo se relacionan, qué energía generan al estar juntas. Es una experiencia diferente, las anteriores exposiciones eran solo de pinturas, o mucha pintura y una pizca de escultura, incluso hizo  un proyecto exclusivamente escultórico.
Cuando la emoción es tan grande que traspasa los límites plásticos y los relatos se amontonan,  dice: “Tengo letra”. Para que nos la cuente, la conversamos con ella en Todos los Vientos, programa de cultura, en la radio de la UNNE.

Te acompañan las hormigas, la mandioca, el cacho de banana y ahora un florero. ¿Cómo surgen los temas?
Las hormigas comenzaron en el  año ‘94. Fui a un rancho de 4 x 4. El Rancho de Edipo le decían mis hermanas, porque lo hizo mi papá. Yo no tenía ni un peso, no tenía pintura. Me llevé mi atril y tela, me hice unos bastidores. Mirando la tierra aparecieron las hormigas, grandes. 
No recuerdo el año en que Alejandro Mahave me invitó a participar en una Bienal de Arte en el Domo del Centenario en Resistencia, cerca del río Negro. El puente tenía una franja, ancha de color amarillo donde instalamos 5 hormigas negras de alambre y tela de 1,70 m. Desde la organización llamaron a la Policía para que las custodie. Fue gracioso: la imagen era una vertical, el policía, y cinco hormigas detrás del cuidador.
Cuando terminó la Bienal, Alejandro me las regresó, viajaron solas en colectivo. 
Cuando fui a la clínica de producción y análisis de obra con mis hormigas enormes, Sergio Bazán me dijo: “De ahora en más tu hormiga tiene que ser uno en uno”. Entonces, no importa el formato, el tamaño de la hormiga es el de la hormiga. 

Claro, entonces empezaron a haber miles de hormiguitas. ¿Y el cacho de banana?
En el ’98 hice una vaca Barby de 1,70 m. Viste que las vacas tienen siete tetas. Yo le hice el corpiño y ahí fue saliendo el cacho de bananas. Deriva de ahí.

¿Cuándo pasás de la bidimensión a la tridimensión? ¿Por qué?
No sé las fechas. Con las perfos empecé a armar objetos para mover, trasladar. Con la mandioca, en el 2010, pasé a la tercera dimensión.

Recuerdo la exposición que trajiste a Corrientes, al Museo Vidal “Mandioca Nueva 3000 años” Ahí te metiste en la obra.
Sí, no sé. Participo todo lo que puedo, en lo que esté a mi alrededor. Compro todas las telas en Paraguay; vivir a 8 kilómetros de ahí, es increíble. De hecho, una de las integrantes del equipo es una pasera. Tengo esa posibilidad.

¿Cómo surge tu obra, qué pasa en el taller?
Yo no puedo trabajar en cualquier parte. Tengo un equipo desde hace… no sé, quince años: mi fotógrafo, una modista, una asistente que fondea, un arquitecto, y ahora también mi hija, que es licenciada en Publicidad, es parte del equipo. No están in situ en mi taller, pero están en mi taller. Trabajamos por teléfono, o vienen para hacer un registro, se llevan cosas. No tengo espacio para todas las herramientas.
Aprendí que el proceso es lo más importante, y compartirlo es lo más importante; más que el resultado, porque el resultado jamás va a ser lo que vos querés. Lo que me dice la modista va a mi favor. Entre la idea y lo que pasa, por ahí surge otra cosa, y está bien que así sea. Entre la idea y el objeto también hay vida.

¿Se llega a una idea o se parte de una idea?
No sé. Yo creo que la obra es una idea. No creo que tengas tanto poder como para decidir sobre un trabajo.

En tu obra las cuestiones de identidad, sitio, territorio, son tus grandes temáticas.
Creo que por estar en el sitio. Por eso insisto: no pinto en cualquier parte. Viví siete años en Buenos Aires y no pude pintar. Hice teatro, fotografía,  me sirvió después para la perfo, hice cosas más de cuerpo. Ahora cambié de galería, y eso fue tremendo. Hice obra escultórica para un espacio, pero cerró la galería y, hasta que apareció la otra, empecé a trabajar sin saber cómo sería el nuevo espacio,  fue trabajar a ciegas. Me costó, porque es como tener el avión antes que la pista.

Insisto en la territorialidad porque el vivir ahí es determinante.
Para mí sí. ¿Para qué voy a buscar si ya hay? Me encontraron ya.

Además de Chaco, Corrientes y Formosa, como dijiste, tenés cercanía con el Paraguay. ¿Cuál es tu región?
Sí. Paraguay y Brasil. Yo soy prácticamente india, brasileña y paraguaya. Soy del centro de Misiones. Comprábamos el arroz en Brasil; ahora, telas en Paraguay. Vamos por economía, por tiempo, por manera de vivir, por formas. Vivir a ocho kilómetros del Paraguay es genial. Es un ahorro energético usar lo que hay a mano.

Ese es tu espacio, ¿y el tiempo?¿Hay un vínculo con lo temporal?
El presente es lo que puedo tener. Así como el espacio, también saber que uno está presente. No tengo nostalgia. Me fabrico mi propio futuro, me lo invento.

Hay una enorme cantidad de artistas misioneros que partieron de la provincia. Vos te quedaste e interactúas con otros artistas.
A mí me parece que saber algo —por decirlo así, porque no sabemos nada— y compartirlo es un aprendizaje. El hecho de compartir es un aprendizaje muy grande para mí y para la obra, porque si vos tenés una obra que la guardás en tu casa y no circula más que por la familia, es muy difícil que uno mismo crezca y que la obra crezca. Diríamos que solo no se puede nada. Tengo cerca a Sonia Abián, la casa de Mónica Millán, Tulio de Sagastizábal, Andrés Borzynski… estoy rodeada.  Aparte, es ponerse en un lugar en el que hay que hacer; lo principal es hacer.

También formalizaste ese compartir creando el ACMI. ¿Cómo fue?
Fue una ONG, un aprendizaje enorme de compartir y organizar algo a partir de la casa. Fue un proyecto con el Fondo Nacional de las Artes y cómo desprenderte de tu espacio personal para hacerlo público. A mí me costaba entrar a mi casa porque era otro espacio.Es que, cuando comenzamos las clínicas, los lugares eran las casas. La producción era en las casas, nunca fueron talleres grandes. Aprendí un montón con eso,  ahora es un bar, ahora es un espacio comercial.

Siempre hay una respuesta creativa para los conflictos. A propósito, contanos en qué consiste el proyecto que reunió a una gran cantidad de artistas en el Museo Yaparí.
LE’AL se llamó la muestra. Expusimos más de treinta artistas que veníamos de una clínica que se llama Capuera. Trabajamos seis meses y después surgió la exposición. Después seguimos trabajando sistemáticamente hasta que armamos un andamiaje de tacuaras que se puede trasladar a donde quieras.
Es autosuficiente para exponer en un museo, en una escuela, en la casa de alguien. Tenemos toda la estructura necesaria para que no haya problemas de colocación.

Soluciona lo arquitectónico: no clavar, no pintar paredes. Es muy estresante para los artistas esta limitante exterior, donde tenés que negociar y a veces negociar la obra.
La obra es innegociable; está puesta de forma tal que no tiene opinión más que la del artista y los curadores, que en este caso fueron Jimena Bueno y Andrés Borzynski. El padre de Andrés, ingeniero, armó todo el sistema de tacuaras muy significativas.

Es todo lo que estábamos conversando: hay tacuaras, hormigas y bananas… ¿hay agua?
Yo soy agua. No tengo nada de tierra en el horóscopo.

¿Es calma o salto encantado?
En este momento es un agua que está tratando de encontrarse. Escribí algo ahora para una clínica y la primera frase decía: “Estoy en una batalla campal tratando de convertir el veneno en antídoto”. Cómo no enojarme.

Acabas de decir otra cosa: “escribo”. ¿Hay un vínculo con la literatura?
Amo la literatura. Escribo también, aunque a veces me rechazan mucho porque quedo muy volando. De hecho, hay uno de los escritos que se llama Clavel del aire. Hay humor: reírse de uno mismo.

Tu nuevo taller se llama Oscar Bony ¿Por qué? 
Porque estoy pintando mirando la casa donde nació Oscar Bony, esta en frente.  
Bony es nuestro gran artista misionero que produjo obras. Creo que es el creador del videoclip en Argentina, fotógrafo, pintor. Con obras emblemáticas como La familia obrera, los balazos de sus autorretratos son maravillosos. Donde estoy es al fondo de la casa de una amiga que era una vidriería. Ahí están todos los vidrios.

¿Pensás en escenas o en piezas fragmentarias?
Pienso en la energía. Trabajo por proyecto y armo cómo se llevan entre sí las pinturas. Si son independientes de mí. Si una pintura puede viajar sola, sin que yo tenga que acompañarla, es maravilloso. Cuando siento que es independiente, es una belleza. Así realmente puede valer y andar sola.

¿Estás en una nueva galería?
Si, en Tramo y estuve en ArteBA: en la Trastienda con cachitos de bananas para colgar de la pared (medios cachos de banana negros con hilo de jade, cinco cachitos). Para la exposición Motor en la galería, tuve la colaboración de Sendrós y el texto de Carlos Herrera. Hice una pintura de 2 x 5 metros, es una de las más grandes que hice. La primera vez sin soporte fijo: engrapo en la pared; fue en un rollo; usé papel de seda, me emociona. Estoy feliz.

Contanos más sobre la exposición que acaba de inaugurarse en la galería Tramo.
MOTOR está compuesto por 21 pinturas y 10 esculturas, y parte de una flor blanca. Las pinturas, en su mayoría, son rosas y rojas, con flores y hormigas que marcan el pulso de la mirada y hacen zoom cerca de las esculturas verdes, negras, y una blanca.
Las esculturas son presencias humanas, compañías que crecen desde los 50 centímetros, hasta 10 metros al ser desplegadas. 
En la muestra se entra viendo una pintura de 2 por 2 metros, de fondo rosa. Es una copa de mar donde una tormenta mueve narcisos naranjas y hormigas rojas. Le acompañan pinturas siempre cuadradas, también de fondo rosa, con hormigas en su mayoría negras y celestes, flores blancas y paja.
Una pintura roja dirige el camino a la segunda sala, donde la mitad es roja y la otra mitad es verde. Las conversaciones ahí se dan entre pinturas rojas y rosas intensas, con hormigas que escriben poemas japoneses. Y al frente, los cachos de bananas, de pared; son verdes, y textiles, con florero verde y pintura verde que se miran de cerca. 
La sala de la chimenea, de disposición horizontal, tiene dos cachos de bananas negras, uno blanco y una pintura de 5 x 2 metros con plantas, jarrón y hormigas. Me pregunto: ¿Pensarán las hormigas que todo esto es comestible?

Motor es la primera exposición de Yiyu en Tramo, luego de su reciente incorporación al staff de artistas, y fue concebida íntegramente en diálogo con el espacio de la galería. El proyecto propone un recorrido que pone en primer plano la fuerza de lo cotidiano, la construcción de un lenguaje desde la materia y la capacidad de transformar el trabajo paciente en poesía.


 

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