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El cementerio olvidado

De Moglia Ediciones. Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

Sabado, 13 de diciembre de 2025 a las 17:25

Que hay caras para todos las hay, caminando por cualquiera de las calles de la ciudad observamos los rostros de la gente que circula, podemos predecir quién amaneció bien o medio mal, feliz o medio feliz pero la peor de todas es la cara de velorio de guardián de cementerio. No tengo nada en contra de ese oficio que alguien debe hacer, pero es una cara especial como de dolor fingido expresando un estado neutro total, algo así como “a mí qué me importa”.  
En cambio la cara de susto, pavor, pánico, etc. es la peor de todas porque transmite tantas ondas negativas que se hacen contagiosas. Cuántas veces nos ha ocurrido que un grito de falsa alarma de covid-19 por ejemplo nos dejó helados, cubrió la mente de una nube oscura de mal presagio. “Yo estuve allí ¿me habré contagiado, contagiaré a otros…, viviré o moriré…?” con tantos interrogantes sin respuestas. Está el que le importa un bledo, si otro se contagia mejor para que sufra igual que él.
Ahora imaginen mi cara cuando en una reunión que tuve con algunos amigos, comenzaron las historias sobre naturales. Sé que pensaron otra cosa, era por curiosidad o de chismoso diría otro que conozco, pero hubo una nutrida colecta de narraciones asombrosas.
Corrientes siempre estuvo comunicada con Asunción por tierra y agua, al igual que con Buenos Aires y pueblos intermedios de igual manera.
Antes de la creación del Virreynato del Río de la Plata, en 1735 aproximadamente como se estilaba en Europa para extraer mayores riquezas de las colonias, al simpático Rey opresor, tirano español, sus ministros y colaboradores –todos los holgazanes de la Corte– le tiraron la idea que se podía sacar más dinero de los infelices indios americanos (todos éramos y somos catalogados de indios), cobrándoles la correspondencia y otros envíos estableciendo el Correo Real, con un sistema de postas con administrador y postillón sumado a caballos, más carruajes. En su caso, quienes recibían estos títulos reales tenían privilegios, nada mejor que hacerle sentir superior a alguien que sobrevive en agrestes regiones desérticas, eximiéndole de la servidumbre de la gleba (concurrir con lo que sea a defender las posesiones del Rey) brindándole algunos maravedíes de la jugosa tajada como propina impía. Este Correo Real llegó a Corrientes con sellos, precios exorbitantes, etc. allá por 1736.  
Quedamos intrigados sobre qué tiene que ver con un cementerio perdido entre árboles y yuyales, nidos de yararás y otras parientes de especie, con el correo.
“¿Qué tiene que ver?”, dijo con aspereza don Francisco Urbano Romero González y Gómez, Barón de la Peineta, dando una golpe tremendo sobre el mostrador de la ante posta de Corrientes ubicada en el Camino Real del sur de la ciudad que terminaba de desperezarse.
Sus amigos que compartían un licor ultramarino tan malo como el de alambique casero, asintieron sin saber qué diablos decía el autodenominado Barón.
Los mensajeros o correos reales no querían entrar a la ciudad por lo que hoy es la avenida Maipú hechos un escrache, por eso paraban en la ante posta del Barón de la Peineta, don Francisco etc. y se higienizaban, cambiaban de ropa, comían, bebían algún trago para recomponer la carcasa (esqueleto) especialmente las sentaderas que resultan las más castigadas durante tanto traqueteo. El servicio del ante posadero era gratuito, algún favorcillo siem-
pre traía el jinete: un diario, chismes, corrillos de las ciudades alegres y tristes en verdad, que “el novio de la fulana de tal se casó en Buenos Aires y no volverá”, la cara de los parroquianos de falso dolor, salía a flote enseguida.
Otro más aventurado: “…y le dejó un hijo el porteño, ¿qué hará ahora la pobre niña fulana...?”  
Allí aparecía el gentil hombre: “Con la plata que tienen los padres, yo me caso con ella sin ningún problema”.
Dicho esto bebía un trago de ginebra de porrón cerámico.
Estallaba la risa. Otro más sabio dijo: “Pobrecito el porteño, le doy poca vida porque los Guzmán kó no olvidan chamigo, tienen mano larga, le va llegar su San Martínal vivillo”. Sabido es que muchas familias correntinas, enviaban sus sicarios detrás de los que los ofendían a la ciudad porteña; puñaladas y degüello era seguro. ¿Quién lo mató? Ni por asomo. “Era un embozado con las patas envueltas en lonas, rengueaba nikó de un lado”, dicen. Cumplida la misión generalmente el asesino cruzaba a la costa uruguaya, todo estaba calculado, desde allí con tropas que iban al norte de la frontera con Brasil, ingresaba a Corrientes tranquilamente con papeletas de nombres patricios, no de los mandantes, para eso están los amigos, no he tá así chamigo, cantó un caú del rincón.
El caso es que el Barón de la Peineta fue adquiriendo las tierras de esa zona al Cabildo, sus hijos hicieron lo mismo hasta un gran campo que bordeaba el Camino Real, hoy la avenida Maipú.
Sus descendientes a fuerza de trabajo siguieron con el emprendimiento que creció. Pasado el tiempo alambraron y confirmaron sus títulos.
Mucho antes de la posada final de Corrientes, el Barón de la Peineta ideó otro negocio que le iba bien, con la complicidad de un cura –no sé si era franciscano, dominico, mercedario o jesuita–, habilitó un cementerio con un rancho como capilla. La gente del lugar tenía problemas para traer a sus muertos a la ciudad, era caro un entierro, en cambio en el cementerio que hoy estaría ubicado detrás
del colegio Saint Patrick, yacían enterrados los parientes del Barón peinetero, algunos amigos, con el tiempo se incorporaron vecinos. Velas, telas, anís, ginebra, cajones de madera fabricados al lado de la ante posta con madera del lugar, formaban parte del próspero negocio, costaba un tercio de lo que valía llevar al finado a la ciudad que en ese entonces era lejos. El sacerdote que tenía su tajada en el asunto, montaba a caballo y con seriedad y prestancia realizaba la ceremonia, encomendaba a una rezadora bendecida por él la tarea de la Novena etc.
Ese cementerio fue conocido hasta finales del siglo XIX. El avance del crecimiento de la ciudad, el tren del Nordeste Argentino colocó sus vías casi atravesándolo con dirección al sur, así que menguó la clientela y se olvidaron del asunto. Quedó cubierto de yuyos, olvidado por casi todos, las lápidas de mármol fueron sustraídas, eran muy pocas; las cruces de madera se consumieron con el tiempo, las pocas de hierro se las llevaron los familiares dejando los restos allí como es natural, “Los vivos al bollo y los muertos al hoyo”, decía mi abuela.  
El avance de la civilización y el siglo XX extendió la ciudad, aun así la avenida Maipú hasta la década de 1970 todavía era campo después del Aero Club. La necesidad de tierras forzó la jugada, los González descendientes del presunto Barón de la Peineta decidieron lotear, no sabemos si sabían o no lo del cementerio, el hecho es que con la ayuda de palas mecánicas nivelaron los terrenos, colocaron los mojones incluyendo al cementerio debajo. La gente compró los lotes, construyeron sus casas con trabajo y gran esfuerzo. Hasta allí todo en paz. 
Un buen día un vecino comenta a otro: “¿Sabés que en mi casa se abren las puertas, las ventanas, sombras se desplazan por los jardines y las habitaciones?” Con el empuje de este pionero saltaron otros de la misma manzana: “A mí me ocurren cosas raras, a la noche cuando estamos dormidos nos despertamos con mi esposa, observamos una figura extraña sentada mirándonos, un fuerte olor a cigarro invade el aposento”. Otra narró que sus hijos dicen palabras en guaraní, cuando en la casa nunca se habló el idioma, o piden comidas que ni siquiera conocieran.
La sumatoria de situaciones sobrenaturales llegó a su punto culminante, cuando uno de los dueños de las casas trajo un sacerdote para “limpiar” su casa. El hombre no tenía preparación de exorcista mayor, sólo para bautismos, exorcismo menor, así que los rezos no frenaron a las presencias. Acudir a una curandera era embarazoso y muchos religiosos se resistían. Ante la situación angustiosa que vivía y por los efectos en sus hijos y su familia que se estaba descalabrando, uno de los más tenaces opositores, se dirigió hasta del barrio Anahí en busca de doña Juliana.
Le explicó lo que sucedía, ésta aceptó en acompañarlo con su nieta, aprendiz en el oficio.
La llegada al barrio de la curandera fue toda una noticia, algunos se acercaron a ver al caer la tarde porque “es el horario propicio para hablar con los espíritus” afirmó Juliana, la nieta asintió. “La oscuridá kó les permite cruzar por estos pagos”. Se sentó, pidió un balde con agua, esperó paciente cantando en guaraní oraciones desconocidas para los presentes. De improviso una forma se fue corporizando, vestía ropas pobres, hilachas, sombrero de paja vulgar, estaba descalzo, observó a su alrededor, para preguntar con voz de ultratumba: “¿Qué pá queré?”  
“Es lo que yo preguntó”, contestó Juliana. “Nojotro (nosotros) descansábamos bien ché ama (mi ama), nos invadieron el cementerio, sólo queremos que recen por nuestras almas, cigarros y algo de caña, pero lo más que keremo (queremos), es que nos enciendan una vela ké sea, somos dijuntos (difuntos) este es nuestro cementerio”. Juliana experta en estos temas, contestó a todo que sí, tran- quilizó al espíritu que hasta agradeció, “agüivé kó (gracias)”, y se diluyó.
Los espantados vecinos, como si fuera una explosión comenzaron a transmitir con sus celulares, las explicaciones de la nigromante: estaban asentados sobre un cementerio, los huesos estaban debajo de sus casas, los espíritus rondaban. Pedían poca cosa nikó, cigarros de chala, ginebra o caña, una vela y algún rezo de vez en cuando.
El vecino agradecido acompañó a doña Juliana y a su nieta, las ayudó a arreglar su casa y con frecuencia les envía regalos. Hoy la nieta sigue el oficio de su abuela fallecida enterrada en el San Juan Bautista.  
Los otros vecinos colocan cigarros en las puertas, algo de caña, y cirios, escenario que asemeja a las luminarias del Rey, los espíritus están calmos, son respetados por los que por arriba transitan, claro saben que se van a encontrar.
La ciudad tiene sus secretos soterrados o no ¿Lo cree lector? ¿Qué habrá debajo del piso de mi casa?

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