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Ejército de muertos en el Paso Zamora

Domingo, 20 de julio de 2025 a las 01:21

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros 
y leyendas”
“Homenaje a la memoria urbana”
Octava parte

 Como bien decía un amigo de años que transitó a otra vida, de apellido Vallejos, el Paso Zamora sobre el legendario arroyo o río San Lorenzo, (así figura en los mapas antiguos, previos a la Revolución de Mayo) es un lugar de magias y hechizos que lo hace especial. Cuando se viaja al sur de la provincia de Corrientes el puente de cemento que se encuentra a poca distancia del ferroviario hacia el oeste, es escenario de apariciones muy, pero muy, extrañas. 
Los pobladores rurales y urbanos del pueblo de San Lorenzo evitan en lo posible ese lugar, especialmente en los días de lluvia y tormentosos, parece que ese clima electrizado por rayos y truenos atrae a los que habitan el otro plano.
De pronto el puente de cemento desaparece, queda transformado en un camino de tierra con unos troncos indicativos que hay que seguir, como guías para evitar hundirte en el limo de las costas del manso arroyo cuando está bajo, porque cuando crece cuídate chamigo que te lleva puesto hasta su desembocadura en el Paraná. Sus apacibles costas bordeadas de vegetación invitan a pasear por ellas, pero de pronto el légamo comienza a succionarte, con el peligro de animales dañinos, víboras, rayas etc.
En una noche de esas bravas, de tormentas que parecen arrollar todo, dos maestros regresaban de la escuela nocturna del departamento de Empedrado; establecimiento que funcionaba en una Escuela Nacional hacia el oeste. Ayudados por una joven arandú (sabio) traía de las bridas a los caballos con la cabeza tapadas con lonas porque están muy asustados. De pronto al llegar a la actual ruta Nacional Nº12, el puente de cemento desapareció.
Observaron con estupor, miedo hasta el límite del terror, que unas tropas soportando estoicamente el temporal hacían cruzar sus pertrechos, caballadas tan asustadas como las que el muchacho arrastraba.
Una voz poderosa daba órdenes, que por la situación que vivían entre rayos y el aguacero se retransmitía a lo largo de la línea. Los docentes testigos no cabían en sus pies, porque los zapatos los tenían en una bolsa de hule para evitar su destrucción, veían uniformes viejos, cañones antiguos como los soldados mismos, metidos hasta los hombros empujaban carretones, tiradas por las mulas, para cruzar por el paso Zamora.  
El sonido de una orden partió de ese escenario fantasmagórico. “Por orden del Gobernador don Genaro Berón de Astrada, los que pasaron armen sus carpas, aseguren la caballada, los que no lo hicieron quedan de este lado”.
Comenzaron a encenderse farolillos de ambas márgenes del arroyo, las sombras se movían con evidente cansancio, la mayoría estaba también descalza.  
De entre la multitud de seres casi luminosos, en la inmensa oscuridad los espeluznados docentes quedaron en su sitio, soportando valientemente el temporal, no podían inmiscuirse en ese fragor de figuras penadas, la mayoría de ellos había caído un 31 de marzo de 1839 en Pago Largo, incluyendo el gobernador Berón de Astrada.
Un rayó rompió el silencio sepulcral de la visión de un ejército de muertos. Como si el viento arrastrara el dibujo infernal, lentamente las luminarias de las lamparillas fueron desapareciendo, el ejército de lémures se esfumó, apareció de nuevo el puente de cemento.
Los tres espectadores de este tiempo se tocaron entre sí, se miraron, continuaron su marcha mientras el caballo se encabrestaba, queriendo disparar hacia cualquier lado. Pasado ese momento de terrible experiencia, pudieron articular palabras. Primero dijo el mayor: “No podemos contar esto porque dirán que como es viernes nos encurdamos (emborracharse)”. El segundo agregó: “Afirmarán que estamos locos en el peor de los casos. Así que chitocatalán, no vimos nada”.  
“Eso sí –dijo la muchacha que formaba el trío–, nunca más salimos cuando amenaza tormenta, juro por San Lorenzo mártir que a ustedes dos no los sigo más. Con esto tuve bastante”.
Retomaron el camino de nuevo, estaban a tiro de piedra del pueblo, un kilómetro más o menos, barro más, barro menos.
Cuando terminaban de cruzar el puente, una voz de ultratumba que venía de la quimera les expresó: “Gracias peregrinos por esperar”.
Desde ese día los docentes de la zona jamás se atrevieron a cruzar el Paso Zamora en noches de tormentas, es un sitio en que si no es Belgrano, es Calvo, Azula o Díaz, o Manuel Ignacio Lagraña dirigiéndose a San Roque huyendo del invasor paraguayo en 1865.
El mismo fenómeno –dicen los vecinos del lugar– se observa en el Paso María Cué situado a kilómetros del Zamora.
Cuando comenzamos a indagar, resultó ser o que todos estaban borrachos o todos estaban locos, o mejor cuerdos que tuvieron experiencias extrasensoriales con los muertos que no descansan; cuando uno habló, saltaron todos a contar sus peripecias, eran lugares encantados donde las almas en pena se visualizan.
¿No crees? Es tu derecho, diría un abogado, pero cuando la tormenta azote te invito a que me acompañes a uno de los lugares referidos, experimentemos juntos, qué te parece. 

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