En los años ochenta del siglo pasado, conocí a un hombre joven que dentro de sus posibilidades ayudaba a la gente. Era abogado, de esos que tienen la cualidad o el defecto de ser directos, no había medias tintas para él.
El mozo alguna pinta tenía, como toda persona que está en la plenitud de la vida. Posiblemente se creía un Don Juan. No era así, conocía sus capacidades y limitaciones, tonto no era, sabía de amores felices y desdichados, conocía la tela con que había que forrar un saco, más si le faltaba botones grandes.
Se llamaba Henry, lo creían un picaflor. La verdad era un tonto al que le faltaba aprender mucho. Algunas mujeres se le acercaban más por curiosidad que por la destreza que pudiera demostrar en el campo de juego del amor, otras como es natural pensar por conseguir algunos billetes de banco que convierten en bello hasta al sapo cancionero.
En su aparatosa forma de expresarse lucía seguro de sí mismo. Todo lo contrario, era tímido, hasta tonto como le había dicho un muchacho mayor. “Demasiado caballero muchachito, mueve más las manos que la lengua”.
Aprendió a bailar un poco, mal pero un poco de grande, en definitiva lo caratulo como no mala persona sino ingenuo, lindando a lo tonto.
En los avatares de la vida, aventura aquí y otra más allá como en paisaje de Catamarca, conoció a una mujer campeona de pecho y espalda en la natación, lo daba vueltas al derecho y al revés, “Tenía oficio” como se dice en lenguaje vulgar calle.
Henry quedó impresionado con ella, no enamorado porque eso vendría después para su bien. La mujer jugaba con él como el gato maula con el mísero ratón. No obstante el alma bondadosa del joven no reparaba en esos juegos sucios. Los dejaba pasar, “dejar hacer dejar pasar”, vieja frase para estos hechos de amoríos contrariados.
Así anduvieron las cosas por bastante tiempo, mentiras aquí mentiras allá.
La madre del muchacho ya hombre le advertía: “Esa mujer no es buena, cuídate porque te puede hacer daño”.
Decían que su progenitora tenía ciertos poderes, lo creo porqué no.
En esos andares de la vida, Henry cayó en desgracia. De pronto amaneció con más procesos y delitos que contiene el Código Penal, “no sabía de dónde venía la mano” como dice el jugador, o la pelota en el fútbol.
Su barco escorado de la vida recibía una andanada de cañonazos. El 99% de sus tripulantes huyeron como ratas por tirante, común en todos los tiempos. Cuando andás bien sos como Roberto Carlos, tenés un millón de amigos cuando estás en la cárcel y el hospital quedan unos pocos. Sorpresivamente aparecen algunos que jamás los tuviste en cuenta en tu universo u horizonte. Aprendés a valorar la amistad real, no la fingida.
Un gran hombre sabio en Derecho se acercó un día y le preguntó: “¿Qué tiene usted que mucha gente desea?”. El atormentado Henry contestó: “No sé. Averigüe….” respondió el maestro y se marchó.
Un día cualquiera con ínfulas de gran dama, la muchacha uniéndose a la multitud de atacantes comenzó a disparar también contra quien fuera su benefactor, al pedirle explicaciones lo sacó como rata por tirante.
Una tarde de esas en que el demonio ronda por las mentes de los tontos Henry fue a la casa en que vivía la mujer a pedir explicaciones, fueron tan duras sus palabras, que la cola de Mefistófeles se metió de lleno aprovechando para cosechar un alma para su rebaño.
Sin control alguno, Henry sacó su revolver 38 Smith & Wesson (o algo así). La hizo arrodillar y le colocó el arma en la cabeza, de pronto transmigrada la figura de su madre apareció flotando ante él. Puede que sí puede que no, o fue su conciencia. Pensó: “¿Qué estoy por hacer? Matar a alguien que no vale la pena, arruinarme la vida, arruinar la vida de los que dependen de mí, estoy loco”, y alzando el arma se retiró del lugar.
Ni lerda ni perezosa la pécora corrió a los tribunales a hacer la denuncia por tentativa de homicidio. Henry fue llamado a declarar. Admitió el hecho pero explicó que levantó el arma sin que nadie le dijera nada, salvo su conciencia que le impide quitar la vida a un ser humano.
La mala mujer compareció a declarar ratificando su denuncia. Dijo exactamente lo mismo que el imputado, Henry. Éste fue absuelto porque la ley así lo dispone cuando voluntariamente se desiste del acto, se domina el ánimus necandi (voluntad de matar).
Cuando Henry llegó a su casa minutos después del hecho narrado, la madre salió corriendo a abrazarlo: “¿Qué qué ibas hacer, estabas loco?”
Comprendió que en realidad su ángel de la guarda lo protegió. Era ella que se transportó evitando un hecho que lo arruinaría.
Pasado un mes y medio se supo cuáles habían sido los motivos de la gran persecución. Henry había ganado un juicio millonario eso era lo que tenía. Pero lo más importante que poseía era su Ángel de la guarda.
¿Qué pasó con la mujer denunciante? Siguió con sus actividades poco correctas, pero la vida pasa facturas a los malignos, “todo se paga en esta vida” solía decir la madre del muchacho. “Siéntate en la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”.
Cuando visito a mi amigo Henry siempre observo que enciende un cirio ante la foto de su madre, es un agradecido en el viaje de la vida. Según me cuenta, ella sigue con él. Está un poco loco o totalmente pero le creo pues vi su sombra una tarde en una oficina en la que él estaba. Proyectaba un manto azul que cubría al hijo tiernamente como lo hacen las madres.
El lector posiblemente dudará, bien lo hace, es su derecho, pero le aseguro que es historia de la ciudad encantada de Corrientes dominada por hadas y espíritus buenos y malos.
Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
“Homenaje a la memoria urbana”
Octava parte