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La esperanza irracional

La necesidad de aferrarse a lo que se considera positivo desencadena, también en la política, una secuencia de decisiones que generan acciones plagadas de buena voluntad, pero que no apuntan a asumir desafíos y pensar en soluciones.

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

 

“La esperanza es lo último que se pierde”, sostiene una vieja cita que la gente repite hasta el cansancio cuando ya no encuentra suficientes argumentos sólidos para que sus deseos más anhelados se concreten.

En la política, como en la vida misma, este planteo mágico aparece de tanto en tanto. El sesgo ideológico y las preferencias partidarias hacen su parte y demasiadas veces colocan un prisma que deforma toda perspectiva.

Las ganas de que la realidad se asemeje a algo parecido a lo que uno intensamente espera no desaparece jamás, ni siquiera en las peores circunstancias, cuando todo se perfila como irremediablemente perdido.

Nadie debería renegar de este mecanismo tan característico y propio de la esencia humana, pero es preciso aportarle contenido a ese sentimiento y sobre todo evitar que se transforme en algo permanentemente frustrante.

No se trata de ser linealmente pesimista y darse por vencido ante el primer escollo, pero tampoco de caer en ese optimismo crónico que culmina en grandes desilusiones solo para resistirse a aceptar las cosas tal cual son.

Es muy saludable tener convicciones y luchar por ellas con ahínco y sin descanso. Pero justamente esa batalla debe tener bases firmes, sustentarse en hechos reales y no en una falacia que adultere los acontecimientos.

Es evidente que hay mucha gente que encuentra una gigantesca motivación en esa composición de una realidad virtual, pero falsificar lo que se ve, solo porque no se ajusta a las pretensiones personales no ayuda para nada.

Para dar esa sana pelea por las ideas es vital ser absolutamente consciente de lo que efectivamente está sucediendo y no tentarse con inclinar la balanza de acuerdo a las subjetivas percepciones personales solo para que estas queden alineadas a lo que se muestra como más conveniente.

Hoy el país asiste a este triste espectáculo. Un sector significativo de la comunidad sigue apostando a un milagro e intenta construir una épica sobre pilares falsos mientras del otro lado insisten con vender espejismos que detrás de un ambiguo discurso prometen un futuro mejor inexistente.

El problema de fondo es bastante más complejo porque esconde mezquindades inaceptables y actitudes patéticas que no deberían ser admitidas y que merecen un castigo ejemplar porque solo apelan al engaño.

Por un lado, un grupo de manipuladores seriales que presienten una inminente derrota, especulan ilusionando a sus ingenuos seguidores y arengándolos sin razón a sabiendas del aplastante desenlace que se asoma.

En el otro extremo, los eventuales adversarios, entendiendo este perverso juego que los coloca como favoritos en esta compulsa, aceleran con determinación el proceso y redoblan la apuesta haciendo promesas incumplibles y alimentando supuestas certezas de imposible concreción.

Lo trágico de esta parodia es que sus teóricos artífices necesitan recurrir al odio y a las grietas para alimentar sus posibilidades personales, dejando entonces en el proceso un manto de discordia que subyace en todas las relaciones sociales y que, lejos de reducirse, se acrecienta a diario.

La incómoda fotografía del presente no convierte automáticamente al futuro en un ansiado paraíso, solo porque el desastre actual sea incuestionable. Lo que ahora se vive no es para nada bueno, pero eso no implica, bajo ningún punto de vista, que lo que sigue deba ser inexorablemente mejor. La sociedad es hoy objeto de todo tipo de intentos de fraude. La vocación por salir de este embrollo lleva a unos y otros a hacer lo que fuera para avanzar hacia un codiciado escalón superador y entonces sueñan con que los comicios sean la bisagra para que eso que ansían finalmente ocurra.

El porvenir propone diversos desafíos muy sofisticados que requieren de múltiples y trabajosos remedios que a su vez generarán inevitables contratiempos que se deberán amortiguar con sabiduría y audacia para poder impedir sus esperables y dañinas consecuencias. En el horizonte no se avizora un lecho de rosas ni tampoco un paraíso terrenal inmensamente virtuoso. La visión de que un país está definitivamente condenado al éxito no solo es una mentira escandalosa, sino también una enorme canallada que demuestra un cinismo inadmisible.

Esta nación encontrará un rumbo cuando se decida a abandonar la leyenda que afirma que este círculo vicioso se interrumpe con una hechicería y que todos los dilemas se resuelven con recetas simples y la llegada de un tirano inteligente que acierte con sus iluminadas imposiciones. Se precisa de otra impronta muy distinta de la dinámica que propone la clase política contemporánea. De este “status quo” no se sale con mero voluntarismo, sino con una claridad conceptual que, por ahora, no abunda.

El camino del progreso requiere primero de un aprendizaje desapasionado de lo que han hecho los países que han evolucionado para luego implementar algunas de esas políticas públicas que garantizan avances.

Hasta que ese análisis no se internalice y se asuma con humildad que, por inadecuado que parezca, ese es el recorrido que habrá que transitar, nada bueno ocurrirá y se continuará girando en falso alimentando desencantos.

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