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Pensar lo que se dice y decir lo que se piensa

No debe naturalizarse y menos fomentarse, el chisme, la crítica y la difamación, porque a veces de ellas ya no se puede volver. 

Por Leticia Oraisón de Turpín 

Orientadora Familiar

Con demasiada frecuencia escuchamos que para salir adelante en una familia o en un país hay que reforzar la educación, porque el progreso humano e incluso el material van de su mano. A más y mejor educación, más y mayor bienestar social y personal. Pero, aunque es un discurso reiteradamente repetido hasta el cansancio, poco hacemos por estimular y promover la educación.

No pretendo analizar programas ni planes educativos, aunque sean de gran repercusión y efectividad en el ámbito escolar. No estoy en condiciones, como la mayoría de la gente común, ni preparada para opinar con solvencia en el tema. Pero sí puedo manifestar y señalar las experiencias que todos vivimos y en algunos casos puntuales sufrimos en carne propia, como el maltrato, el ninguneo, el atropello, la indiferencia, la falta de respeto y muchas veces también la difamación, como moneda corriente de este tiempo. 

Sólo voy a puntualizar algunas manifestaciones que pueden ser corregidas para colaborar efectivamente en un verdadero cambio social.

Los ejemplos, que dicen mucho más que mil palabras, que recibe la sociedad de los más altos estrados son pésimos, y a título ilustrativo podemos mirar con tristeza, a algunos legisladores que no cumplen con sus obligaciones de trabajo y asistencia, sin sanciones que los corrijan o penen de alguna manera como en cualquier otro trabajo.

En las sesiones difundidas hemos visto y oído cómo se insultan y agreden ofensivamente, con expresiones inadecuadas y gestos y acciones que llegan a lastimar no sólo la honra y el honor, sino también el cuerpo del opositor, que se convierte en enemigo y deja de ser sólo un émulo o adversario político.   

Otro ámbito de obstrucción a cualquier empeño de educar lo encontramos en los medios masivos de comunicación, radiales y televisivos donde se deshuesa y despelleja a las personas, sobre todo si son ampliamente conocidas en su actividad. A más conocimiento mayor rating y promoción para quien lo divulgue. No digo que no se difundan las noticias impresionantes y esclarecedoras de delitos sociales, pero entrar en la intimidad de las personas es inmoral y debiera ser indeseable.

No olvidemos que la radio y la televisión son tan masivos e influyentes en las costumbres, porque tienen el privilegio de entrar y mezclarse en el centro de la vida familiar, mucho más que un plan educativo estatal.

Necesitamos que los programas mediáticos sean más sobrios, correctos y respetuosos, para que el público no copie y asuma los escarceos, las peleas, los errores semánticos y morales de los que se alardea en muchas emisiones, donde abundan, además, las palabrotas descaradas y procaces que dañan cualquier intento de mejora social.

Entonces vemos que allí, donde se reclaman mejoras, se contribuye a la mala educación, rebajando la palabra y el discurso con expresiones crudamente empleadas, cuando nuestro idioma es tan rico en sinónimos y equivalentes sin necesidad de llegar a la poquedad de la desvergüenza de la procacidad.

No debe naturalizarse y menos fomentarse, el chisme, la crítica y la difamación, porque a veces de ellas ya no se puede volver. Y los desmentidos y las confirmaciones positivas no llegan a neutralizar la deshonra.

Para cambiar las conductas y diferenciarlas hay que ofrecer ejemplos abundantes y valorarlos, hay que enseñar de nuevo lo que está bien y lo que está mal y para eso los medios de comunicación son indispensables, porque llegan al centro más íntimo de las personas y para algunas son palabra santa.

Hay que elevar la mira en todos los flancos, inquietar con objetivos de mejora y entusiasmar en la búsqueda de la excelencia en el comportamiento allí la Justicia puede hacer mucho, sancionando los delitos como corresponde y defendiendo al inocente y víctima de los atropellos de los delincuentes. Sin una Justicia ecuánime no habrá variación en las malas costumbres. Y si no se marcan las diferencias, no habrá nunca cambio en la educación social.

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