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La economía y la palabra líquida

El actual momento económico tiene demasiado de estructural, pero también de ausencia de ética. La falta de respeto permanente a las promesas y la ambigüedad discursiva son responsables de esta patética circunstancia. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Cuando se tropieza tan burdamente como en los últimos meses es inevitable que aparezcan múltiples intérpretes que intenten llevar agua para su molino y alcanzar conclusiones partiendo desde premisas falsas.

Después de todo, hacer leña del árbol caído es una de las más clásicas especialidades de la argentinidad. Nadie habla antes de tiempo y cuando lo peor ocurre, muchos se quieren atribuir predicciones jamás explicitadas.

Ahora resulta que todos los que se pasaron arengando fervorosamente a los funcionarios y aplaudiendo a rabiar a la actual gestión gubernamental con insólitos argumentos, presagiaron el final de esta etapa política.

A estas alturas tiene muy poca relevancia ese folklore local que no hace más que confirmar la mediocridad imperante por estas latitudes. En todo caso lo preocupante está en las profundidades y no aparece a simple vista.

El país ha caído nuevamente en desgracia, no sólo porque atraviesa una crisis económica de magnitudes incalculables, sino porque viene repitiendo errores recurrentes y no toma nota de sus propias experiencias fallidas.

Es como si se estuviera girando en círculos y reiterando ciclos que terminan invariablemente del mismo modo. Los años se suceden unos a otros, los mandatos presidenciales también, pero la historieta se revive a cada paso.

Los historiadores más versados y los economistas más quisquillosos se encargarán de establecer diferencias entre ciertos momentos del pasado y estos otros del presente, pero la esencia de los inconvenientes es la misma.

Otro gran deporte nacional es aquel que utiliza “lugares comunes” como fuente de inspiración, asignándole un valor superlativo a frases, como si se tratara de una sabiduría suprema que puede explicar adecuadamente todo.

Bajo ese enorme paraguas grandilocuente se escuchará que “se han superado situaciones peores que estas”, que “no hay mal que dure cien años” y que “siempre que llovió paró”. Un consuelo que evita la autocrítica.

Lo cierto es que lo que sucede y sigue ocurriendo casi como una condena inexplicable no es una maldición de los dioses, ni tampoco producto de la mala suerte o meras cuestiones banales y externas a los protagonistas.

Lo que viene pasando es el corolario inexorable de pésimas decisiones y de una visión supuestamente pragmática de la economía, que entiende que se puede hacer cualquier cosa sin temer a las ineludibles consecuencias.

Creer que las variables pueden ser administradas a voluntad y que todo está sujeto a interpretaciones técnicas es no sólo no entender como funciona, sino también atribuirle a la economía un sentido mágico infantil.

No se pueden aumentar salarios reales si eso no viene de la mano de una efectiva mayor productividad. No es posible crecer exponencialmente y desarrollarse sustentablemente como nación sin esfuerzo equivalente.

La riqueza no se distribuye caprichosamente de acuerdo al criterio del iluminado de turno, sino que se genera a partir de reglas de juego razonables y elocuentemente amigables con el ambiente de los negocios.

Para atraer inversiones se precisa credibilidad, esa que este país ha perdido hace mucho tiempo y que se encarga de recordarle al planeta de tanto en tanto, por si algún amnésico inversor pierde registro o imagina que ya es pasado, porque ha sucedido hace algún tiempo con otro gobierno.

Aún no se comprende que la violación sistemática a la propiedad privada destruye toda chance de progreso y que de la pobreza no se sale haciendo asistencialismo con dádivas, sino trabajando mucho y produciendo mejor.

Pese a la contundente evidencia empírica global, los discursos políticos domésticos siguen recitando mentiras y una sociedad cegada por sus ideas equivocadas adula a los que prometen lo imposible y naufragan siempre.

La crisis actual es hija de la falta de coraje para hacer lo que hay que hacer, es sólo el espejo de lo que los ciudadanos piensan, es además el resultado esperable de esa visión económica que cree en las alquimias, aunque no tenga un solo elemento para sostener esas verdades en el mundo real.

Hoy el país asiste nuevamente a un fracaso sin concesiones. No hay excusas válidas y no vale la pena intentar aportarlas. La desilusión política sería lo de menos. El problema de fondo es la falta de aprendizaje.

El vocabulario ambiguo, el de las buenas intenciones y esta ilusión de poder maniobrar resortes económicos como si fuera una cuestión artesanal, casi artística debería ser sepultada para siempre.

El mercado internacional hoy le da la espalda al país. También lo están haciendo muchos actores económicos locales. No hay que enojarse con ellos. Va siendo hora de entender que se los ha estafado descaradamente y que su reacción es no sólo predecible, sino absolutamente incuestionable.

La flexibilidad es una virtud, cuando se trata de ese talento para adaptarse a la realidad, pero cuando se utiliza este instrumento para incumplir compromisos se debe estar preparado para pagar los platos rotos.

Llevará bastante tiempo recuperar la confianza perdida. La historia de confiscaciones, alimentan no sólo el miedo a ser expropiado, sino a que algún gobernante utilice nuevamente el saqueo institucionalizado para no hacer lo imprescindible y escribir un nuevo capitulo nefasto en este devenir.

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