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La nefasta tendencia a la desmesura

En épocas de tanta convulsión abundan extremistas que, apelando a simplificaciones falaces, alteran la realidad vociferando sus controversiales creencias. El corolario de esta prédica es la desinformación y sus ineludibles consecuencias. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

En circunstancias tan particulares como las actuales la aparición de gurúes que pululan por doquier es casi inexorable. A menor claridad informativa, más espacio se genera para la fantasía crónica siempre lista para brotar.

No habían transcurrido más que unas pocas semanas desde que la civilización supo del novedoso covid-19 cuando ya se empezaron a escuchar disparatadas teorías y variadas especulaciones sin asidero alguno.

La charlatanería es universal y es inevitable que sea parte del paisaje, ya que es uno de los diferentes modos en los que el mundo intenta aprender, descartando las visiones más extravagantes para acercarse a la verdad.

La inquietud por entender todo lo que estaba pasando pronto derivó en que muchos buscaran exóticas explicaciones que permitieran describir el nuevo escenario, sin tomar nota de que la velocidad y la precisión no siempre van de la mano, mucho menos aún cuando se aplica a un fenómeno emergente.

Hasta se puede entender, en algún punto, esa ansiedad algo patológica que lleva a ciertas personas a desear ser los primeros portadores de certezas ante tanta zozobra, para luego ufanarse de esos supuestos hallazgos.

En tiempos de tanto “archivo”, en el que quedan registradas las posturas originales en redes sociales o en los medios tradicionales, subyace siempre el riesgo de que cualquier ciudadano quede rápidamente en ridículo. Pero pocos asumen esta dinámica y su vanidad les juega una mala pasada.

Lo verdaderamente preocupante no es esa inercia precoz, casi infantil de convertirse en un pronosticador serial. La temeridad consiste en persistir en esas retorcidas tesis cuando los expertos empiezan a recolectar evidencias irrefutables y las explicitan científicamente.

Es por eso que asusta la desmesurada tendencia a la exageración en un planeta que ha dado sobradas pruebas de evolucionar cada vez más ágilmente. Por momentos, diera la sensación de que la coyuntura pretende plantearse en términos binarios, de blanco o negro y el coronavirus ha sido otro incidente más en el recorrido de esa pésima práctica intelectual.

En los extremos militan quienes insisten en que este presente es el producto de una premeditada conspiración internacional. Los voceros de ese discurso sostienen que un pormenorizado plan se ejecutó en un laboratorio con la intencionalidad manifiesta de perjudicar a todos para triunfar en una guerra económica de magnitudes inimaginables.

Otros marginales fueron por el atajo de “ningunear” todo, amparándose en cifras y asumiendo que el tamaño del problema es irrelevante, sin darse cuenta de que con idénticas conjeturas también deberían despreciar otras dolencias que tampoco ameritan otorgarle una entidad descomunal. Algunos hasta llegaron a decir que esta afección es sólo un burdo fraude.

Entre tanta desorientación, una interminable lista de gobiernos, muchos de ellos de países considerados serios y desarrollados fueron por el sendero de las cuarentenas, los aislamientos y una batería inagotable de restricciones.

Hasta hoy no se ha podido demostrar la eficacia de esas medidas. Lo concreto es que la mayoría de las naciones exhiben números demasiado parecidos con independencia del tipo de confinamiento aplicado, pero sí es tangible identificar los elevados costos pagados por la pérdida de libertades.

Los políticos no suelen arrepentirse y si lo hacen jamás lo confiesan. De hecho, los dirigentes dirán lo que resulte vital para justificarse, aunque no tengan de su lado excusa alguna.

El miedo y los medios de comunicación jugaron además un rol clave en este funesto proceso. Las imágenes, los análisis, las opiniones y sobre todo una actitud colaborativa con este macabro experimento de control social hicieron los deberes y contribuyeron enormemente a desvirtuar todo.

En todos los casos se trata de una engañosa adecuación de la realidad a principios personales preexistentes. Esos individuos no utilizan la información disponible para arribar a conclusiones posteriores, sino que partiendo desde sus caprichos anteponen premisas artificiales para que su rompecabezas finalmente encaje.

Un egoísmo excéntrico los lleva compulsivamente a “tener razón” a cualquier precio. Por eso manipulan argumentos deliberadamente, desestiman datos duros que no encastran en su narrativa edificando una ficción en la que pretenden seguir viviendo.

Lamentablemente estos grupos antagónicos a veces, complementarios en otras ocasiones, no ayudan a descubrir el trayecto hacia la sensatez. Nada se sabía sobre todo esto, pero ahora se conoce un poco más, aunque faltan respuestas al infinito catálogo de interrogantes que se plantean a diario.

Por eso resulta imprescindible, mantener la calma, utilizar la racionalidad que diferencia a la humanidad del resto de las especies para transitar el camino del equilibrio y la prudencia que tanto se necesita por estas horas.

Una autocrítica repleta de sentido común permitirá admitir que muchas normas fueron inoportunas, otras totalmente desafortunadas y demasiadas brutalmente desproporcionadas.

La enfermedad existe, es bastante contagiosa, tiene una letalidad alarmante en ciertos grupos de riesgo y en algunos casos se lleva vidas inexplicablemente. Sus secuelas aún se estudian y pocos se animan a ser categóricos al respecto. A tan pocos meses del surgimiento de esta inusitada eventualidad, esperar afirmaciones absolutas sería otro delirante despropósito. El aprendizaje todavía esta dando sus primeros pasos y las energías deberían estar puestas en aprender a convivir con estas flamantes reglas.

 

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