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La contracara del angustiante pesimismo

La pandemia paralizó a la sociedad durante meses, profundizando los inconvenientes existentes y de la mano de la impericia gubernamental agravó un complejo cuadro general. A pesar de todo, es esencial concentrarse ahora en buscar la luz al final del túnel. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Las malas noticias inundan los medios de comunicación, pero eso no tiene nada de novedoso. Sin embargo, un cóctel que combina la ineptitud crónica de los gobernantes con las sobreactuaciones de una comunidad que no tuvo reflejos suficientes para entender lo que estaba pasando han logrado conformar una escenografía verdaderamente escalofriante.

El mundo ha atravesado una coyuntura que no supo administrar con talento y las consecuencias se están haciendo sentir inexorablemente. A las innegables complicaciones sanitarias se han agregado las desastrosas repercusiones económicas y además un impacto psicológico de gran escala en las familias que aún no se ha podido superar. Frente a este panorama la tentación de continuar describiendo aquella tragedia, de dedicarse exclusivamente a hurgar en lo que ha sucedido y delirar acerca de cuestiones secundarias es una práctica inconducente. Tal vez sea hora de intentar salir de ese nefasto círculo vicioso que no aporta absolutamente nada ni ayuda a visualizar la salida de este desmadre.

No se trata de enojarse con las publicaciones ni despotricar contra los eternos agoreros de las calamidades, sino de tener la capacidad para detener esta inercia que parece ineludible y encontrar ese punto de inflexión, esa bisagra, que permita enfocarse desde hoy mismo en el futuro.

Claro que es muy difícil el ejercicio, pero resulta clave dar vuelta la página, ya no porque no sea necesario hacer un diagnóstico adecuado, sino más bien porque es pertinente recargar energías para pensar en las bases sólidas de ese nuevo porvenir que todos anhelan.

Nadie dice que haya que hacer borrón y cuenta nueva. Es muy importante analizar lo que ha ocurrido con detenimiento para obtener las conclusiones más atinadas y, sobre todo, para evitar repetir las equivocaciones del pasado. De hecho, muchos de los dramas que hoy se viven tienen que ver con yerros reiterados y no con innovadores actos fallidos.

Es trascendente comprender que si no se logra poner el foco en lo que viene adelante será imposible que puedan emerger ideas creativas que ayuden a revertir esta perversa dinámica que transmite a diario una fastidiosa negatividad que tiene escaso pragmatismo. Este necesario trance no es mágico. No sólo se debe cambiar la actitud actual que por cierto es bastante funesta. Nada se resuelve solamente con “buena onda”. Hay que imprimirle inteligencia colectiva a este esquema si se desea realmente modificar un mecanismo que no ha traído hasta aquí nada bueno.

Los disparates en los que se ha incurrido no son sólo el producto de una secuencia de pésimas determinaciones sino también de un sistema de toma de decisiones inapropiado que se ha guiado más por los caprichos que por la racionalidad. Esperar que eso funcione suena tan infantil como ingenuo.

Se debe revisar con mucha autocrítica el modo en el que se gesta el norte y la manera en la que se seleccionan los instrumentos a utilizar. No es tiempo de recurrir a los líderes iluminados sino de generar los pilares para un consenso amplio que permita implementar políticas de mediano plazo.

Buena parte del fracaso se explica en la conducta pendular que enamora a los que pretenden convertirse en “fundadores” de un nuevo país sin entender que la continuidad jurídica e institucional los preexiste y los sobrevivirá a pesar de sus ínfulas de semidioses. La nación es lo que es y ha llegado hasta aquí por todo lo que se hizo bien y también por la totalidad de los tropiezos. Es preciso asumir la realidad, dejar atrás esos métodos horrendos y rescatar aquello que permita comenzar la etapa de la prosperidad.

Hay que hacer muchas transformaciones y se debe reflexionar al respecto para no cometer nuevamente errores imperdonables, pero no hay que empezar de cero, sino justamente arrancar desde ahora con toda la historia ya conocida que debería ser una enorme ventaja para definir el camino.

Para salir de este laberinto se precisa de una hoja de ruta que todavía no se ha escrito debidamente y que mucho menos aun se ha consensuado con los actores centrales que deben validarla para que sea sustentable. Los debates siempre estarán presentes, pero no se podrá medir jamás el resultado de un paquete de medidas si no se es capaz de sostenerlas durante el lapso indispensable para que los resultados esperados puedan concretarse. La ansiedad suele ser muy mala consejera e invita a interrumpir procesos que serían exitosos si no fuera por aquellos que creen que las reformas deben tener impactos positivos al día siguiente.

Los desafíos que se asoman son múltiples. Se necesitarán agallas para transitar este sendero, pero es imprescindible admitir lo que se ha hecho mal, analizar el origen de esos problemas, diseñar un nuevo rumbo general y seleccionar las mejores herramientas para recorrerlo. El reto es gigantesco, pero vale la pena dedicar todas las fuerzas que quedan a proponer ideas innovadoras y construir acuerdos amplios que posibiliten apostar por un futuro mejor en vez de seguir cultivando esta suerte de cultura de la desesperanza.

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