Las investigaciones para determinar las causas del naufragio del ARA San Juan, con la pérdida de sus 44 tripulantes, parecerían seguir el mismo rumbo observado en otros campos del quehacer nacional, en los cuales el país se halla movido por un impulso destructor de sus propias instituciones. Mientras tanto, se niega el cumplimiento de las normas constitucionales y de buen gobierno que aseguran la convivencia en paz y se suplanta la verdad por un relato interesado en satisfacer fines que nada tienen que ver con ella, poniendo en peligro, en este caso, toda la doctrina de mando de la Armada Nacional.
A más de tres años del siniestro del ARA San Juan, el Juzgado Federal de Caleta Olivia todavía no ha realizado la pericia técnica a cargo de expertos ordenada por su superior –la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia–, indispensable para dilucidar las causas del siniestro. El curso del proceso disciplinario militar presenta irregularidades aún más incomprensibles, como la suspensión casi inmediata de dos altos oficiales de la Armada, ocurrida cuando aún no se había hallado la nave, y sin ningún elemento que permitiera suponer alguna falta o negligencia. La resolución que así lo dispuso terminó declarándose nula por las carencias probatorias. Lo actuado por la Armada en el proceso disciplinario fue denostado por diputados tanto oficialistas como opositores y calificado como “mamarracho” por parte de la exdiputada y exministra de Defensa Nilda Garré. Sin que se hubieran subsanado sus defectos, los altos oficiales suspendidos y otros seis oficiales experimentados que se encontraban en tierra al momento del naufragio son ahora vueltos a juzgar por un Consejo de Guerra cuyos miembros son el secretario de Estrategia y Asuntos Militares del Ministerio de Defensa; el jefe del Estado Mayor General Conjunto, a la sazón, general de división del Ejército, del arma de Infantería, y un brigadier de la Fuerza Aérea. No existe en todo este juzgamiento castrense un solo marino y -lo que es más desconcertante aún- ningún submarinista. Desde el más elemental sentido común surge la pregunta de cómo no fue integrado el Consejo con un almirante submarinista entre los experimentados y prestigiosos, con experiencia de guerra, además, que tiene nuestra Armada. A bordo de un buque en alta mar, quien toma las decisiones es su comandante. Allí -los marinos lo saben- la dimensión del comandante adquiere características de sabiduría y se le conceden poderes y responsabilidades soberanas, consagradas en las legislaciones del derecho marítimo en todo el mundo.
En la historia naval reciente hemos conocido casos muy parecidos al de nuestro submarino, como el submarino Scorpion, de la US Navy; el Minerve, de la Marina de Francia; el K129, de la Armada rusa, y el Dakar, de la Armada de Israel. Todos ellos, al igual que el ARA San Juan, sufrieron la implosión del casco por inmersión descontrolada. Las conclusiones de las investigaciones son seguidas con interés por todas las Armadas del mundo, ya que resultan fundamentales para prevenir y capacitar a las tripulaciones sobre peligros o contingencias inesperadas en futuras navegaciones, así como para detectar la existencia o no de defectos en el diseño de la nave por parte de los fabricantes.
Pues aquí, en vez de peritar seriamente con los mejores especialistas para saber lo ocurrido, sumariamos a jefes navales que estaban en tierra. Se considera que el capitán Pedro Fernández, reconocido por su capacidad y conocimientos, ascendido post mortem, no incurrió en ninguna falta. Pues, nunca declaró en emergencia la nave siendo que sus últimos mensajes fueron tranquilizadores, navegando de regreso a puerto. Si, en opinión de todos los expertos, no hubo defectos capaces de prever el naufragio antes de su zarpada, surge naturalmente la pregunta de cuál ha sido la falta disciplinaria capaz de provocarlo. La necesidad de producir culpables en lugar de investigar la verdad es un acto demagógico.
Por su parte, las autoridades navales actuales, que seguramente no ocupaban puestos relacionados con el ARA San Juan, deberían elevar la opinión profesional de la fuerza a la investigación. Es imprescindible saber la verdad y, después, determinar los culpables. La memoria de los fallecidos y sus familiares merecen las respuestas, que aún no llegan.