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/Ellitoral.com.ar/ Cultura

Todo pasa, todo queda

A fines de mayo de 2021 murió Carlos Escobar en Buenos Aires, víctima del covid-19. No abundaré en detalles de su internación ni de su agonía. No sería fiel a la discreción y austeridad de gestos que mantuvo a lo largo de su vida. Había nacido en El Zapallar, como le gustaba decir (General San Martín, Chaco), el 12 de mayo de 1961; tierra, también, de un cantor admirado por él: Atilio Puchot. 

Ya sabemos que allá al final de la existencia está la muerte, por eso nos ceñimos a la vida cada minuto, buscando entender sus ritmos y misterios. Sabemos también que, como en el espectáculo, todo tiene un final, pero no hubo ni habrá resignación para la desaparición física tan temprana de nuestro amigo.

El universo infantil de Carlos fue en Corrientes. Su cuadra, su barrio, algunos patios como el mangal de don Emilio Sastre y Vicenta Rodríguez, las veredas, el Club Alvear, la canchita de Curupay y, claro, el campus de la Regional. Lo recordaba todas las veces que nos veíamos; evocaba con nostalgia a personajes y lugares de nuestro barrio Aldana. Se acordaba y le gustaba decir los sobrenombres de sus amigos o conocidos: Reloj, Techo, Porquería, Oso, Picuy, Caranchillo, Foco, Moncho, Gorila, Manucho, Ballena, Atún, Jorge, Lilo, Cachito, Tielo, Golo y Miguelo eran recordados por él en nuestros encuentros. Estimo que fue la manera de recuperar ese espacio-tiempo pasado, feliz y libre de un barrio simple.

Al día siguiente de su partida recorrí esos lugares sabiendo que ya no regresaría. Lo irremediable de la muerte mostró su rostro y esa caminata fue “el umbral de mi despedida / del adiós frente a un camino nunca trazado”, la entrada a un territorio de ausencias y de sombras.

Se murió nuestro vecino, el atleta, el nadador, el profesor de educación física, el artista que todos conocemos. El hijo de Tito y Delfa, el sobrino de Coquito y Juana Parras. 

Pasa y nos pasa que cuando alguien querido nos deja, nos envuelve la idea y la voluntad de abarcar y rescatar todo lo pasado para que nada caiga en el olvido. Al rato nos damos cuenta de que es inevitable la nebulosa de la memoria, tal vez, como prueba de que todo lo vivido perdurará como una fuente inacabada de hechos que reaparecen como un torbellino en algún momento inesperado de nuestra existencia.

El homenaje

La noche del pasado miércoles 19 de enero, a instancias de Aldy Balestra, un grupo de músicos, cantantes y amigos lo recordaron en el escenario de la Fiesta Nacional del Chamamé, cantando un tema que compuso Aldy unos días después de su fallecimiento.

Nadie lo podría expresar mejor: 

“Lo que fuimos, lo que somos

Los recuerdos ahí están

Todo pasa, todo queda”

En un cofre ya sin noches

ya sin años, sin edad,

todo pasa por mis venas.

Yo te llevaré, yo te esperaré

yo te sentiré dentro de mi ser

porque todo pasa, pero todo queda.

El Aldana 

Pepi Tofanelli, vecino y compañero de la escuela primaria en la Escuela Regional, recuerda que en los años 70 un grupo de profesores de educación física promovieron el softbol y vieron en Carlos un chico muy veloz, cualidad que le mereció ser tercera base. También vieron y comprobaron que podría ser bueno en atletismo.

Recuerdo que los sábados a la mañana era día de competencia en la Regional. Carlos pasaba caminando por la calle Vera impecablemente vestido con su ropa deportiva y sus zapatillas de competición colgando de sus hombros. Feliz, sonriente siempre.

La casa de los Escobar quedaba en la esquina de Paraguay y Vera, cerquita de las pistas de la Regional. Tito, su padre, era buen sastre y trabajaba en una habitación de esa esquina. Carlos y sus amigos eran los dueños de las siestas en la vereda donde había dos moras que eran arrasadas por los chicos de la cuadra. La casa tenía una entrada por la calle Paraguay con un gran portón corredizo pintado de negro que daba a un patio, territorio natural de Delfa, su madre, que cuidaba con esmero el lugar, fresco y siempre limpio. Ese espacio era a veces una extensión del taller de Tito y otras el lugar de las tareas escolares. Pero nada, nada era como la vereda, ese territorio intermedio entre la casa y la calle o patio de Lucía R con el enorme coquito San Juan que los amparaba como una catedral medieval a mitad de cuadra sobre la calle Paraguay. La sombra generosa del árbol acogió amorosamente a los muchachitos del vecindario día a día. Allí pasaban horas jugando a la pelota, conversando, comiendo coquitos, cagándose de risa. Vivir era compartir un ocio sin horarios, una vida sin relojes.

Algunas noches de verano, Pepi y su papá Gabelo se encontraban en la playa del club Yacaré con Tito y Carlos. “Tito era un gran nadador y Carlitos también”, recuerda Pepi.

Lilo Torres me contó que “Carlitos todo el día y en todas las situaciones encontraba algo que tocar y sacarle sonido. La mesa, los cajones, botellas, y qué decir cuando aparecía un bombo”. Eran los inicios del gran percusionista que fue. Pero Lilo dice algo más: “Nunca le vi un día nublado, siempre está sonriente, siempre”, me dice en la vereda de su casa.

La decisión de ir a Buenos Aires

Laurel Dos fue el grupo que fundó en 1977 junto a Alejandro Sanz y que hacía un repertorio de folklore norteño. A principios de los años 80 se integró Aldy Balestra y el grupo pasó a llamarse Trío Laurel'. La llegada de Balestra incorporó chamamé al repertorio, lo que significó un giro en el perfil del grupo. Se conocieron en las peñas universitarias. Aldy estudiaba medicina y cantaba representando a su curso. Laurel cantaba en el Sholem Aleijem, en la Sociedad Libanesa o en el comedor universitario. El dúo invitó al curuzucuateño a hacer algunos temas propios, y como venía del grupo vocal Curuzú 4, el resultado fue un trío de voces. Así comenzó la historia del conjunto que marcaría sus vidas. 

Balestra, que sin duda es uno de los más importantes compositores de los últimos 30 años, aportó creaciones que representan mejor que nadie el momento de la primavera alfonsinista, su clima de esperanza en apertura democrática, libertad creativa y también una inteligente crítica social que en la música popular nos recuerda a Eladia Blazquez. El chamamé se mezcló con el humor,  Laurel captó la vibración de ese momento social y mostró que desde el folklore también se podía componer y armar un espectáculo riguroso y no menos divertido.

Carlos fue, como él siempre lo dijo, el intérprete de esas canciones y esos guiones, fue el mascarón de proa del grupo, fue el bigote sonriente entre dos sombreros. El presentador y el cantor, el animador y el exquisito cantante chamamecero. La sonrisa y la voz. Alejandro, Carlos y Aldy se fueron a Buenos Aires a finales de los 80. Como otros correntinos, fueron con más promesas que certezas. Carlos decidió dejar el cargo de profesor de educación física y asumió su vida de artista con altura.

Ale y su esposa fueron unos días antes. Aldy y Carlos viajaron después en el auto de Oscar y Betty Sanz. “Entrábamos a la ciudad, creo que frente a la cancha de River o avenida Sarmiento, Carlos sacó la cabeza del auto y gritó: Buenos Aires, Argentina, desde hoy quedan todos conquistados”, me contó Aldy durante una caminata nocturna en Buenos Aires, unos meses después de la muerte de Carlos.

Sin duda, Carlos y Laurel conquistaron al público. La música y su familia fueron para Carlos el espejo de su vida. Amó cantar y amó a Silvia, su esposa, a Gabi y Pablo, sus hijos, también a sus nietos y a Tito y Delfa.

Aldy y Carlos compartieron sus vidas casi 40 años. Carlos amó y disfrutó cantar las canciones de Aldy, y Aldy encontró en él a su mejor intérprete, pero sobre todo a un hermano de la vida. Aldy, su esposa Verónica Niella y sus hijas Renata, Lara y Justi, también fueron y son la familia de Carlos.

Lo recuerdo siempre al final de cada actuación. Siempre me decía: “Todo hermoso, pero quiero irme a casa. Extraño a mi familia”.

Carlos vivirá siempre en nosotros. Ahora su voz es parte del aire, es viento norte, es un vuelo libre.

 

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