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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Cristina, Lula y la destrucción centrípeta

Reapareció Cristina. Esperó el resultado de las elecciones brasileñas, el triunfo de Lula y la oportunidad de esgrimir esa gorra con sus iniciales sublimadas, llevada especialmente a San Pablo por el ministro Wado de Pedro, para que el ganador se la pusiera frente al mundo.

Fue el reflejo de la más recóndita ilusión cristinista: un regreso al poder, acariciado por su entorno, visualizado por los devotos más compenetrados con su liderazgo como un triunfo hipotético que vendría a ser el segundo acto de una conquista continental que —a los ojos del fanatismo K— comenzó a plasmarse con la victoria del ahora tres veces presidente del país más poderoso del Mercosur.

Pero tales ilusiones no son compatibles con una realidad ensortijada, embarrada por las salpicaduras de insolvencia con que el presidente Alberto Fernández limó las posibilidades electorales del oficialismo, a la vez que abrió los entresijos para que criaran carnadura las alternativas más controversiales, aquellas que hasta tienen el tupé de batir el parche del comercio legalizado de órganos con tal de presentarse como una solución a los males irresueltos por la democracia tradicional.

Estamos ante una premonición apócrifa, traída de los pelos por los catecúmenos de un kirchnerismo apocado, compelido a transitar por un desfiladero judicial que, como muchos presagian, podría terminar con la sentencia desfavorable para la expresidenta en la famosa causa Vialidad.

En ese cuadro de situación, de poco sirven los artilugios como la picaresca urdida por los ideólogos de aquella gorra de CFK 2023 que terminó ensartada en la cabeza del líder del PT, al solo efecto de alimentar el ego de quien estuvo a centésimas de que le volaran la suya.

¿Puede Lula galvanizar a Cristina? Solamente en el plano simbólico. Es cierto que si el veredicto de las urnas hubiera favorecido al vidrioso Jair Bolsonaro las posibilidades del Frente de Todos (o de lo que surja de ese nido de serpientes en que se convirtió la alianza gobernante) habrían disminuido sus potencialidades a la microscopía de los fundamentalistas. Pero en materia de geopolítica nunca está dicha la última palabra. 

Es una ucronía, pero vale hacer el ejercicio de preguntarse cómo hubiera reaccionado el bolsonarismo criollo si el balotaje brasileño terminaba de otra manera. Sin dudas, los que aplaudieron las bravuconadas de Jair Mesías hubieran inundado las redes con un triunfalismo alquitranado, con proyecciones a favor de las propuestas privatizadoras, libremercadistas y meritocráticas.

Pero la taba cayó a favor del progresismo de centroizquierda y encendió una luz de esperanza en el horizonte de las utopías progres. Insufló oxígeno al peronismo y provocó que hasta la propia Cristina bajara el tono de sus admoniciones internas, en un discurso que cuidó las formas para no enemistarse con Sergio Massa, a quien definió como el ministro que hace lo posible para enfrentar las consecuencias de una deuda heredada.

Pero a no engañarse. Los votos que cosechó la alianza encabezada por el PT en el viejo imperio luso, de hecho, no son transferibles a la pulseada que se avecina entre el liberalismo de derecha y el populismo peronista en el segundo país más gravitante del mercado común. Solamente puede producirse un efecto osmótico, bajo la forma de sutiles influencias retóricas y gestuales producto de una balanza más inclinada hacia la socialdemocracia.

Es por eso que la reaparición de Cristina Fernández de Kirchner se dio bajo una impronta de moderación. No salió a matacaballos, ni atacó a sus aliados internos. Tampoco eligió cualquier contexto. En su primera salida al terreno después del intento de magnicidio, su opción fue conservadora: un acto de la Unión Obrera Metalúrgica, la trinchera sindical donde los peronistas siempre abrevan, cualquiera sea el matiz ideológico que hayan seleccionado para embanderarse en el eclecticismo del movimiento fundado por el General en 1946.

Cualquier referente del PJ se siente en casa en un acto gremial. Pero en el caso de la vicepresidenta las sensaciones del regreso a ese bastión de lanzamiento que siempre han sido las organizaciones cegetistas esta vez fueron más profundas, enraizadas con su deseo inconfesable de volver a conducir los destinos de un país que alguna vez la eligió con el 54 por ciento de los votos, pero en el que hoy apenas cosecharía un 28 por ciento según los sondeos más prudentes.

¿Qué intentó en su regreso al contacto con las masas? Despegarse de los desatinos gubernamentales del delegado que ella misma ungió en 2019, pero sin lesionar más de lo que ya lastimó a la coalición oficialista. Ser diferente mientras forma parte de lo mismo, sin arrepentirse de haber optado por la tibieza de un Alberto que nunca fue chicha ni limonada.

“No me arrepiento. Sirvió para evitar que Donald Trump tuviera un aliado sudamericano al que le envió un crédito de 45.000 millones de dólares en un intento por continuar en el poder”, alegó la vicepresidenta en su discurso de la UOM, al mismo tiempo que apeló a datos históricos de 2015 para demostrar que en su último gobierno “los argentinos estaban mucho mejor, con sueldos equivalentes a 2400 dólares mensuales”.

No está mal acudir a la nostalgia de tiempos mejores desde el punto de vista comparativo, pero una vez más cabe la pregunta retrospectiva: ¿si estaban tan bien los argentinos, por qué ganó Mauricio Macri las elecciones de aquel año?

Hay que recordar las trapisondas que padeció Daniel Scioli en su escarpado camino hacia las elecciones presidenciales, con un candidato a vicepresidente indigerible como Carlos Zannini, con la imposición de Aníbal Fernández para la postulación a gobernador de Buenos Aires, cuando hasta el más desinformado de los votantes había tragado el señuelo de “la morsa” y aquella historia de una supuesta mafia relacionada con el triple crimen de General Rodríguez.

En 2015 Cambiemos ganó gracias a la suma de errores estratégicos de Cristina, quien se fue del poder como una adolescente encaprichada, sin cumplir con la institucionalidad del traspaso del mando, sin honrar los procedimientos constitucionales que hacen a las conductas republicanas tan valoradas por los votantes independientes.

Ahora, siete años después de aquellos episodios omitidos por su incorregible desapego a la autocrítica, se insinúa desde la semiótica, con el desiderátum inconfesable: recuperar el Gobierno, convencida de que su magnetismo personal ejercerá suficiente atracción para que la vasta mayoría de argentinos disconformes vuelva a votar por una entente justicialista a pesar del profundo desencanto sembrado en el seno de la sociedad por un gobierno que llegó como una promesa de cambio y se convirtió en un inclasificable anatema político.

A decir verdad, tiene una chance. Mínima, por cierto. Porque si Lula da Silva pudo reconstruirse desde la cárcel y doblegar a la todopoderosa maquinaria oficialista de Bolsonaro, todas las derivaciones deben ser evaluadas como posibles desenlaces en las elecciones argentinas del año próximo. 

Claro que un resultado impensable como la recidiva de Cristina solo podría cristalizarse si Juntos por el Cambio persiste en su descenso al vórtice de los internismos estériles, hacia la destrucción centrípeta de los cuerpos que se desintegran a medida que chocan entre sí.

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