Desde hace más de dos milenios, para estas fechas, la cristiandad celebra año tras año la Navidad. El carácter eminentemente religioso de la festividad ha precisamente trascendido aquel origen para asumir formas diversas en las que un común denominador convoca a todos al encuentro, la esperanza, la paz y la alegría.
El mundo, siempre inmerso en trágicas y dramáticas convulsiones y sonoros enfrentamientos, recoge en similar proporción maravillosos milagros y silenciosos prodigios de bondad. El espíritu de unidad que brota y nos mancomuna por encima de las diferencias locales e individuales hoy se ve amenazado cuando se insiste en sepultar valores y tradiciones argumentando que pueden ser ofensivos para algunos otros.
¿Desde cuándo la figura de un pequeño niño envuelto en pañales que simboliza el futuro puede molestar? ¿Es que hablar de paz o de unidad se ha vuelto peligroso? ¿Para quiénes? Abocarnos a atender el hambre y la pobreza, la exclusión, los desplazamientos migrantes, las guerras o las amenazas climáticas ¿no es volver la mirada al pesebre?
Las verdades que incomodan se multiplican. Invocando extrañas y dudosas formas de respeto, se nos quiere obligar a renunciar a valores que dan sentido a nuestra existencia. Con la supresión del pesebre y su niño se ataca a la institución familiar, se vilipendia la sacralidad de la vida, se instaura el imperio del dinero como principal regente y se menoscaba el valor de lo pequeño y lo sencillo. Tan enorme como extraordinario.
Bajo el paraguas de evitar ofender a otras culturas o visiones, renunciamos a lo propio, a lo fundante, a lo que consideramos valioso; transitamos extrañas metamorfosis y terminamos por no reconocernos ni en el espejo, mucho menos en los ojos de nuestros niños.
En un país capaz de recuperar por un instante la alegría y el valor del mérito y el esfuerzo colectivo con un histórico triunfo deportivo, deberíamos preguntarnos qué nos pasa cuando no reconocemos todo aquello que debiera también aglutinarnos para construir perentoriamente el futuro. La sencillez del pesebre no puede saber a poco.
Será precisamente porque, desde una realidad que golpea duramente a más del 40 % de los argentinos y mientras ni el burro tiene donde apearse, terminamos solo soñando con el país de lujos y prebendas que muchos corruptos nos refriegan impunemente por las narices. Todos somos convocados a solidarizarnos activamente con los excluidos para que puedan tener, cuando menos, la fiesta en paz y con compañía. Un llamado de justicia que nadie ha de desoír.
¿Dónde quedaron las navidades de antaño? Complicadas por la grieta, vemos acercarse al Papa Noel del asistencialismo con pan dulce de vencimiento dudoso y un cúmulo de promesas incumplidas. Es tiempo de recordar que el Niño de Belén nació, mal que a muchos les pese, en un sencillo pesebre. Que su llegada siempre será una invitación a barajar y dar de nuevo. A renovar la esperanza. Con humildad, pero también con realismo. Sin disfraces. Más resignados que dispuestos a acomodarnos sobre el heno, en la alegría de estar junto a los que amamos, pero sin renunciar a seguir una estrella que nos conduzca a construir un futuro mejor. En paz. En unidad. Esa será la verdadera novedad de una renovada Navidad. Un milagro para compartir.