Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
El impacto de esa pistola que emerge de entre la muchedumbre se decodifica rápidamente como un inoculante del terror. Remite al imperio de la violencia que en distintas épocas fuera moneda corriente en este suelo rioplatense regado con la sangre de hombres y mujeres caídos en una lóbrega cadena de acontecimientos malignos.
La muerte de Mariano Moreno, teñida de misterio; el fusilamiento de Manuel Dorrego, a manos de un insensato Juan Lavalle; la emboscada que terminó con la vida de Facundo Quiroga, cuando volvía de pregonar la paz en Tucumán; el asesinato de Justo José de Urquiza en su palacio entrerriano, acusado de traidor por sus acólitos; el fusilamiento de Camila, ordenado por Rosas para escarmentar a los disolutos; la persecución criminal que segó la vida de Genaro Berón de Astrada; los tres balazos en la espalda del senador Bordabehere, disparados por un matón de la Década Infame cuyo verdadero objetivo era Lisandro de la Torre.
La campaña del desierto encabezada por Roca, la masacre de Napalpí en el Territorio Nacional del Chaco, la Patagonia Rebelde, el bombardeo a la Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, el asesinato de Augusto Vandor, la ejecución de Aramburu, la balacera que terminó con la vida de José Ignacio Rucci, las bombas de trotil instaladas por Montoneros, el terrorismo de Estado, los desaparecidos, las miles de víctimas anónimas alcanzadas por una estela funesta que el advenimiento democrático logró interrumpir.
El atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner actualiza los episodios más luctuosos de la historia nacional, los revive, los reinstala ya no como datos del pasado sino como hipótesis del presente. Tiene razón el presidente Alberto Fernández al definir lo ocurrido como el hecho más grave desde la recuperación democrática de 1983, momento a partir del cual la sociedad argentina disfrutó períodos de normalidad institucional más sostenidos en el tiempo, menos volátiles.
Sin embargo en los años de plena vigencia constitucional hubo instancias de altísima tensión social que engarzaron nuevos eslabones de espanto a la línea de tiempo de un país que siempre puede sorprender con sobresaltos paralizantes. Como en 1991, cuando el autor del tercer atentado contra el expresidente Raúl Alfonsín accionó un revólver del que la bala nunca salió por razones milagrosas, según declaró el juez que intervino en la causa. El proyectil alcanzó separarse de su vaina, pero quedó trancado durante sus primeros milímetros de recorrido, todavía dentro del cañón.
Es inevitable el paralelismo entre los ataques sufridos por el expresidente radical y la expresidenta peronista. El ciudadano de origen brasileño, pero afincado en la Argentina desde niño, Fernando Sabag Montiel, también gatilló y —tal como ocurrió en aquel acto de San Nicolás— la bala quedó adentro del arma, que según dictan los peritajes estaba operativa. Si Cristina está viva, es porque su atacante no accionó la corredera antes de gatillar.
Hay mucho para investigar, sin dudas, conocer el pasado y las conexiones del agresor con sectores del fundamentalismo neonazi es una asignatura obligada para las fuerzas encargadas de la pesquisa. Pero en el intertanto, el desafío de todos los argentinos es reinstalar el clima de paz social que reinaba desde hacía dos décadas, cuando las crisis de 2001 desembocó en una salvaje represión, con más de 30 muertos en la Plaza de Mayo y alrededores.
Después vinieron casos aislados que conmocionaron al país (Jorge Julio López, Santiago Maldonado), pero sin la gravitación intrínseca que el pasado jueves por la noche adquirió el ataque contra la vicejefa de Estado, convertida en blanco perfecto por una custodia descuidada, en un tumulto que se hizo rutina desde que los seguidores kirchneristas comenzaron a aglomerarse en la entrada de su departamento de Recoleta, para expresar apoyo en medio de un resonante juicio que divide aguas en una grieta consabida: para algunos es lawfare, para otros el destino anunciado de una corrupta.
El caso Nisman, podría decirse, marca la excepción en el tramo histórico que va desde la caída del expresidente Fernando De la Rúa a la llegada de Alberto Fernández al poder. El fiscal que investigaba el atentado contra la Amia fue encontrado muerto en su departamento de Puerto Madero y las condiciones en que terminó con un balazo en la sien permanecen bajo el rótulo de enigma, puesto que hasta el momento no se pudo determinar si fue un suicidio, un suicidio inducido o un homicidio.
Pocos días antes del magnicidio que no fue, el presidente había respondido con cierta frase para nada feliz una pregunta que le hicieron en el programa “A Dos Voces”. Dio por sentado que Nisman se quitó la vida y tras cartón pronunció las palabras que instalaron la polémica: “Espero que el fiscal Luciani no haga lo mismo”. El jefe de Estado ubicó al actual encargado de acusar a Cristina en el mismo desfiladero mortal de su colega fallecido, con lo cual medio país interpretó que se trataba de una amenaza para condicionar el rol del ministerio público en el debate oral.
El jueves por la noche, al filo de la madrugada del viernes, el presidente convocó a defender la democracia y declaró feriado para que la sociedad pudiera expresarse en un marco de tranquilidad cívica. En el mismo mensaje emitido por cadena nacional, atribuyó lo sucedido al “odio del discurso político y mediático”, aunque no hizo autocrítica. Debió haberla hecho.
La sustancia de las declaraciones emitidas por Alberto en apoyo a su compañera de fórmula, en las pantallas de TN, fue un balde de nafta al fuego que venía elevando la temperatura social que precedió a la mano de Sabag Montiel empuñando la Bersa 380 en la cara de la vicepresidenta.
Ahora, por un tiempo largo, nada será igual. Más de un político tomará recaudos para proteger a su familia y protegerse a sí mismos. Volverán los chalecos antibala disimulados bajo la camisa, se generalizarán los maletines de kevlar como el que utiliza la propia Cristina ante ya no tan conjeturales agresiones con armas de fuego, sospecharán de su sombra los que se perciban potenciales destinatarios de una celada.
El giro de la realidad política e institucional es tan brusco que la forma de relacionamiento entre adversarios, rivales o incluso enemigos políticos habrá de adquirir un tono menos efervescente. De alguna manera, todos tomaron conciencia de que la guerra verbal entre los líderes de las facciones en pugna escaló tanto que alguien decidió pasar al plano fáctico.
En este caso, del dicho al hecho no hubo un largo trecho, sino que bastó una chispa. ¿Qué hubiera pasado si la bala salía? Un crimen político de esa magnitud, tal como están las cosas en la Argentina, hubiera desatado un enfrentamiento de consecuencias impredecibles e inmanejables.
No está mal hacer un ejercicio de imaginación contrafáctica. Incluso los más enfervorizados anti K mostraron mesura a posteriori del video de la calle Juncal. El caso de Baby Etchecopar es paradigmático: después de haber pasado los últimos años recitando diatribas inenarrables contra la yegua, el conductor pidió abandonar las diferencias y aseguró que “hoy todos somos la vicepresidenta”.
Etchecopar se dijo a sí mismo un “basta, Baby”, al comprender que la refriega dialéctica llegó demasiado lejos. Y desde esa perspectiva, el hecho de que todos los protagonistas más sobresalientes de la vida pública hayan salido a expresar su solidaridad con Cristina no es una casualidad sino una causalidad fruto del instinto de supervivencia. Cualquiera de ellos podría haber estado en su lugar.