Un pibe de 18 años asesinado ante la vista pública, en la vereda de un paraíso turístico, mientras el sangriento vejamen era filmado por los propios homicidas. Hijo único despojado del derecho a la vida cuando recién comenzaba a volar del nido, Fernando se convirtió en un símbolo de lo inconcebible.
Tres años más tarde, luego de probarse los hechos gracias a los videos que los mismos atacantes registraron en sus teléfonos, cinco cadenas perpetuas para los imberbes que encabezaron el ataque cerraron una historia sin final feliz.
¿Se hizo justicia? Desde la perspectiva del derecho sí, pues se cumplió con el debido proceso y los padres del chico ejecutado pudieron sentir el alivio de ver a los bellacos marchar, sin escalas, a las mazmorras de un sistema carcelario que promete mantenerlos en estado de sufrimiento constante.
¿Se lo merecen? Podría decirse que sí, pero en este punto habrá que dividir aguas: la pena prevista por el derecho consiste en quitarles la libertad, mas no la dignidad.
Esperar que los demás reclusos apliquen la justicia tumbera y justificar el tormento infligido por los arruinaguachos (dícese del preso que somete o viola a otro preso más débil) no es más que una abominación elucubrada por mentalidades compatibles con la psicopatía que mueve a los linchadores.
Por algo la sublime responsabilidad de administrar justicia, en general, recae en juristas de probados atributos intelectuales y humanos capaces de sofrenar tanto el deseo revanchista de una porción social enceguecida por el odio como la pretendida impunidad de los poderosos que intentan eludir la ley a golpe de billetera.
Los condenados por el homicidio de Fernando Báez Sosa cometieron un crimen de atrocidad compartida. Se incentivaron entre ellos para actuar desde una inconfesada cobardía individual que, a fin de ser disimulada, derivó en una agresividad estólida: la de los pechitos duros que por andar de a muchos se autoperciben superiores, hedonistas de su propia estupidez, ganadores de lo banal.
Aun así son cinco vidas arruinadas por un encarcelamiento que los atrapa a los ventipico, cuando sus proyectos para el futuro contemplaban sin dudas otros escenarios. ¿Muertos en vida? Podría decirse que sí, ¿pero qué esperaban? ¿Un perdón institucional? ¿Alguna contemplación justificante en atención a la corta edad que acreditaban al momento de patear el cráneo inerte de un muchacho indefenso, derrumbado sobre su propia sangre?
El confinamiento carcelario perpetuo es la segunda pena más grave aplicada por los actuales sistemas de derecho positivo a nivel mundial. La primera es la inyección letal, contemplada en algunos estados norteamericanos cuyas escalas normativas elevan la rigurosidad del castigo hasta aproximarlo a la prehistoria del derecho: la venganza.
En una sociedad global que se jacta de su propia evolución muchas normas aplican el principio de proporcionalidad entre daño y reparación con métodos que podrían ser comparados con la crueldad del Código de Hammurabi, el primer plexo penal de la historia, que en el año 1.700 antes de Cristo imponía silogismos tales como “al que destruyera el ojo de otro hombre, se le destruirá su propio ojo”.
¿Es necesario llegar a esos extremos para resarcir a la víctima de un perjuicio deleznable? La lógica del sistema jurídico positivo se esfuerza por evitar las rémoras de un pasado no tan lejano donde la silla eléctrica, la horca y la tortura estaban contemplados como parte de los remedios que proporcionaba el Estado para hacer justicia entre víctimas y victimarios.
En el marco del constitucionalismo, el proceso iniciado por los pueblos que derribaron al absolutismo monárquico edificó fronteras jurídicas que limitaron el poder del Estado mediante la sistematización del derecho. La diferencia entre lo que “es” y lo que “debe ser” se plasmó en una ley suprema de la cual todas las demás normas derivan, inclusive los suplicios a los que –conforme el consenso derivado de la paulatina construcción social– habrían de ser sometidos aquellos que se apartasen del camino definido como “lo correcto”, “lo justo” y “lo valioso”.
En ese complejo equilibrio de dominación, regulación y aceptación se inscribe la prisión perpetua ordenada contra los acusados por el asesinato de Fernando, el joven mártir de Villa Gesel, víctima de una patota conformada por verdugos de su misma edad pero de un estatus social diferente. Lo que es todo un dato en este caso tan sensible para la sociedad argentina.
Automáticamente confabulados para hacer añicos al distinto, los perpetradores actuaron con el modus operandi al que estaban acostumbrados. Muchos culparon al rugby, pero lo cierto es que los Thomsen, los Pertossi o los Comelli beben el veneno de la segregación desde la más tierna infancia, a medida que van tomando nota de los ejemplos conductuales de sus mayores. Cada vez que sus padres torcieron la cara hacia otro lado cuando un mendigo extendió la mano, ellos estaban allí, observando, naturalizando la indiferencia.
Sin ser millonarios ni portadores de sangre azul, se la agarraron con el hijo del portero porque era lo que hacían siempre: tomar de punto al “negrito” que se atrevió a salirse de su hábitat para “invadir” dominios de una burguesía de pacotilla, la fantasía de pertenecer a la “gente bien” que no se mezcla con los guachines de la periferia, sino todo lo contrario: cuando cazan a uno lo convierten en trofeo, lo someten a una orgía de patadas, le dan para que tenga. Hasta que un día se les va la mano (o el pie).
Dada la inflexibilidad normativa que clausura la esperanza de las salidas transitorias y otros beneficios que los condenados adquieren a medida que pasan tiempo entre rejas, la posibilidad de que estos cinco jóvenes vuelvan a vivir la sensación de libertad es tan remota que, según se calcula, podrán abandonar la prisión cuando cumplan 70 años.
¿Medio siglo de encierro equivale a una vida joven arrebatada con saña? No, por supuesto. Nada compensa la muerte infligida por imperio de la violencia. Nada la repara. El daño provocado adquiere visos de eternidad por cuanto –lo sabemos– la única manera de alcanzar el ideal de equivalencia a la hora del resarcimiento sería resucitar a Fernando. Y eso es imposible.
La dureza de la pena está, por ende, plenamente justificada. Lo que resta por revisar en medio del debate abierto sobre la punibilidad del sistema judicial y la inhumanidad de la mayoría de las cárceles argentinas (violatorias del principio constitucional según el cual los lugares de reclusión deberán ser limpios y apropiado para la redención del reo) es qué pasa con otros casos tan brutales como este que termina con los ocho rugbiers encerrados en Melchor Romero.
En el mismo Flegetonte, el círculo del infierno dantesco reservado para los asesinos, deberían estar los que mataron a Nayla, la nena de 4 años abatida en medio de una balacera en el Bajo Flores. Así como los que capturaron a un pobre vendedor ambulante para fusilarlo frente a la cancha de Newells. Y un par de preguntas más, flotando en el aire: ¿El padre y su hijo atropellados por un Mustang? ¿El joven argentino aplastado por una piedra en Ferrugem?