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Un muchacho apodado “Pichuco”

Troilo era triste por naturaleza. Tango, por donde se lo busque. Amigo de los amigos. Artista indiscutido.

Nació con la Primera guerra Mundial, corría el año 1914 un 11 de Julio, en el porteño barrio de El Abasto. Se llamó Aníbal Carmelo Troilo, bautizado por su padre en honor a su mejor amigo: Pichuco, como apodo distintivo.

Pasivo, tranquilo, callado, con breves años de niño, en un picnic como eran de práctica entonces, escuchó por vez primera, a un dúo de bandoneones. Con mucha timidez, les pidió a manera de “yapa”, si podía “acariciarlos” para sentirlos.

Fue una ceremonia de magia. Desde entonces, en los recreos de la escuela primaria, haciendo dobleces a una hoja de cuaderno simulaba tener en sus manos un bandoneón. Cuando le preguntaban qué estaba haciendo, respondía, estoy tocándolo.

Fue su madre, ya muerto el padre, quien tuvo la feliz idea de regalarle su primer bandoneón en cómodas cuotas pero interrumpidas por la muerte del comerciante; apenas si tenía 9 años rumbo para los diez.

Cursó hasta el tercer año de la Escuela Superior de Comercio, “Carlos Pellegrini” después fue la música su destino cierto, y brillante.

Hizo sus primeras armas con el Maestro Amendolaro. Según la periodista uruguaya, María Esther Gilio en su libro Aníbal Troilo Pichuco, conversaciones, siempre decía refiriéndose a su aprendizaje: “Todo lo que sé de música lo aprendí con el Maestro Amendolaro, después vinieron la noche y los escaños para completar lo que faltaba”.

Como todos ponía música en los cines mudos de barrios, alguna que otra changa. En 1930, lo apalabra Elvino Vardaro (violín) para integrar junto a otros, un sexteto importante, el de Ciriaco Ortíz, donde también intervenían Osvaldo Pugliese, piano. Alfredo Gobbi, 2° violín. 

Troilo tenía una gran capacidad de hacer amigos, como de apodar y que queden para siempre; cuando puso “Gato” a Astor Piazzolla por hacer bromas en absoluto silencio; a Roberto Goyeneche “El Polaco”, por su porte gringo, bien rubio colorado. O, el de “Carbuña”, a un amigo de barrio dedicado a la venta de carbón. 

Si tuviéramos que hacer memoria con cuántos calificados artistas se “entreveró” en su dilatada carrera profesional, podríamos mencionar a: Juan Maglio “Pacho”; Julio De Caro; Juan DÁrienzo; Juan Carlos Cobián; Angel DÁgostino.

El primer tango que había sacado a los 15 años, era nada menos que el tango de Julio De Caro, “Boedo”. Recuerda Gilio en su libro de referencia, que “Pichuco” , audicionó con Osvaldo Pugliese, siendo aún adolescente. Y este lo recordaba con mucho cariño: “…a Pichuco lo conocí por el 25 o el 26...entonces las orquesta teníamos equipos de fútbol. Un violinista  me dijo que conocía a un pibe que tocaba muy bien el bandoneón, me propuso que lo escuchara. Al otro día se apareció un gordito de pantalones cortos cargando la caja del bandoneón. “Tocate algo” le dije. El gordito enseguida se animó con unas variaciones de “La Cumparsita”. Tocaba bien, lo felicité y le aconsejé que estudiara. Era bueno, pero tenía que aprender.”

Y vaya si aprendió, tanto como ejecutante, Director y compositor. Aníbal Troilo conforma su primera orquesta el 1° de Julio de 1937, en la Boite “Marabú”, integrando a Orlando Goñi, Enrique “Kicho” Díaz, Roberto Gianitelli, Juan Miguel “Toto” Rodríguez, y la voz y el bandoneón de Francisco Fiorentino, el popular “Fiore”, Reynaldo Nichele, José Stilman, Pedro Sapochnik, Juan Fasio. Los arreglos de Argentino Galván.

Por la orquesta de Aníbal Troilo pasaron excelentes cantantes que rápidamente se ganaron todos los públicos: Alberto Marino, Francisco Fiorentino, Edmundo Rivero, Aldo Calderón, Roberto Goyeneche, Pablo Lozano, Elba Berón, Nelly Vázquez, Tito Reyes, Floreal Ruíz, Jorge Casal, Angel Cárdenas, y Roberto Achával, su último cantor. 

Su obra autoral trasciende lo imaginado: “Toda mi vida”, “Total pa´qué sirvo”, “Pá que bailen los muchachos”, “Acordándome de vos”, “Barrio de tango”, “Valsecito Amigo”, “Garúa”, “Naipe”, “Garras”, “María”, “Tres y dos”, “Con mi perro”, “Mi tango triste”, “Romance de barrio”, “Sur”, “Ché, bandoneón”, “La trampera”, “Discepolín”, “Responso”, “Contrabajeando”, “La cantina”, “A la guardia nueva”, “La última curda”, “Te llaman malevo”, “A Homero”, “Y a mí qué”, “Coplas”, “Desencuentro”, “Milonguero triste”, “Yo soy del 30´”, “A Pedro Maffia”, “Nocturno a mi barrio”, “El último farol”, etc.

Troilo fue abierto a la amistad, esa sin límite, que lo da todo por ella. Los unió autoría e historias mancomunadas con Homero Manzi, como con Cátulo Castillo, amigos inseparables en la música, en la poesía, en la opinión personal, que va de afuera para adentro. 

Era tranquilo, sereno, de poco hablar, meditabundo, aunque no lo pareciera nostálgico por naturaleza, presto a la soledad del pensamiento más allá del murmullo de amigos.

Escucharlo en el mejor “Danzarín”, de Julián Plaza, ejecutado por su gran orquesta, o un “Che, bandoneón” que raja la tierra, de lentitud pronunciada como empujando la vida, son incomparables.Las temporadas memorables en la vieja Boite “Marabú”, o los prolongados ciclos de Radio “El Mundo”, marcaron una llegada del maestro, sus grandes músicos y las voces que dieron vida a su creación permanente.

Tenía un latiguillo de mucha ironía, como una suerte de no romper su mutismo, que repetía vaya a saber en qué sentido, porque su humor y afectos estaban intactos, su calidez incólume: “Tengo unas ganas bárbaras, de morirme.” Como una suerte de depresión por las cosas que pudieran solucionarse, un permiso por el pensamiento de las cosas verdaderamente importantes. Una humorada, tal vez. Vaya uno a saberlo.

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Un Director de orquestas con elenco brillante, y cantores que quedaron en el corazón.