Quien conoce Corrientes sabe que el Tren del Nordeste Argentino, luego llamado Urquiza a comienzo del siglo XX, llegaba a Asunción proveniente de Buenos Aires. En el siglo XIX, desde 1891 aproximadamente Buenos Aires con Corrientes. Algunos de los puentes de hierro de los cruces de arroyos y aguadas fueron fabricados por la fábrica Eiffel, sí el mismo de la torre en París, exactamente. Hoy el tren por tenebrosas manos fue levantado, dejando morir poblaciones en su recorrido, triste destino de un país en manos inexpertas o de pillos y bellacos.
Por la ruta Nacional Nº 14 pasando Gobernador Virasoro con destino a Santo Tomé, se puede acceder a Colonia Carlos Pellegrini por la ruta provincial Nº 40. Como es de suponer sin pavimento, lo que equivale a una tortura.
En esta ruta 40 casi a la entrada hay una estación de servicio de antigua data. Dirigiéndonos a Carlos Pellegrini el paisaje exhibe campos que alguna vez fueron cultivados, hoy están invadidos de pinos, especie invasiva y dañina que produce desertificación por el consumo excesivo de agua del vegetal y la acidez de la tierra.
Un propietario del lugar tenía hace unos años un extenso campo, cerca de la estación de servicio. Allí nomás a tiro de piedra funcionaba un boliche campero, de esos parecidos a los dibujos de Molina Campos en sus almanaques de Alpargatas: mostrador, sillas rústicas, mesas de igual naturaleza, piso de tierra apisonada, pocos productos exhibidos, los demás guardados en lugares seguros por si alguno se le ocurre asaltarlos, palo para atar los caballos a la entrada.
El hombre cuando venía hacia su campo solía quedar en la posta, como se denominaba el boliche; conversaba con el dueño y algunos vecinos del lugar. Todo el mundo sabía que era millonario, vivía modestamente, por qué no decirlo, como un roñoso.
Como pasa en este mundo, en el otro también parece, se le ocurrió morirse, cosa rara pues porque había hecho una cabeza de barro cocido con la ayuda de un ladrillero experto en la materia, lo más parecido a él, según afirmaba en sus conversaciones.
Casi al final de sus días encomendó al mismo ladrillero que le hiciera una estatua acorde al tamaño de la cabeza, con su brazo extendido indicando su campo. El ladrillero preparó la estatua presentándola a su patrón, el que le pagó bien.
El propietario tenía el dictamen médico, tres meses o menos y omanó (muerto) kó. Carecía de familiares por su forma de ser, ahorraba todo.
Antes de partir entonces vendió su hacienda a diversos compradores, que pagaban en moneda fuerte monedas de oro, otros dólares, bolivianos, etc.
Su casa era inexpugnable, además estaba armado hasta los dientes; algunos aseguran que tenía hasta una ametralladora. Los que lo conocían sabían que bajaba una naranja de un balazo con el revólver.
Una noche sólo sin ayuda de nadie colocó la cabeza sobre la estatua, a la que la gente del lugar llamaba el descabezado. Para realzar el acto, cosa de no creer, hizo un asado con dos vacas gordas, abundante bebida y recorría las mesas brindando con todos. Se tomó la molestia de decirles a los presentes que había enterrado su dinero en un lugar donde apuntaba su brazo, cada uno tomó como un secreto valioso.
Pasados unos días el hombre no apareció hasta que la policía se hizo presente en el lugar, donde extrañamente la puerta estaba abierta. Yacía muerto en su cama vestido de traje oscuro, zapatos de charol, con una esquela para la funeraria y el dinero para su entierro.
Todavía no se enfriaba bien, cuando aparecieron los buscadores de tesoros, algunos con teodolitos, binoculares, palas, picos calculaban según el sol, la luna, hicieron tantos pozos que el campo parecía el lugar de una batalla donde ocurrió un bombardeo masivo.
Poco a poco la gente fue desistiendo del intento de buscar el apetecido tesoro. Cortaron árboles, los detectores de metales de diversas marcas sobraban, otros con péndulos, varillas de madera y metal. Tampoco faltaron adivinos, brujos y hechiceros, curanderos. Nadie dio con el fabuloso tesoro.
El boliche cercano a la estatua del causante del desaguisado, sonreía de alegría, pues todos iban a llorar sus cuitas, bebiendo y comiendo. Gracias a eso amplió sus instalaciones con un techo de paja y asador.
Un buen día un conocido borracho, el Teófilo, después de haberse empacado de ginebra, salió a duras penas del lugar con una botella en la mano, difícilmente pudo montar a su viejo caballo que de memoria lo llevaba a su casa donde la patrona lo recibía a los lonjazos, enviándolo a dormir la mona al galpón. Ellos eran puesteros del ilustre dueño de los campos de cuya efigie hablamos.
Al pasar frente a la estatua jura que una sombra le hizo señas, pegándole un silbido; sin embargo, lo que lo hizo bajar fueron unas tremendas ganas de orinar, rara o provocada por el espíritu. En su embriaguez, el hombre se metió tras el alambrado le orinó al pedestal bajo de la estatua, insultando al que angaú (mentira) representaba.
“Mirá vó, guardaste todita tu plata… y qué… te moriste igual, hijo de mala madre. ¿Pá qué ta te sirve roñoso, avaro, mezquino, me hubieras dado a mí que me compraba caña y ginebra carajo. Añamenbuy (hijo del diablo)”.
Pegó un rebencazo a la estatua, escuchó una risa apagada, miró por todos lados pero no veía nada. Otro rebencazo. “Mandinga de bosta, hic, porquería y te reís de mí, yo te voy a enseñar”, volvió a cruzar el alambrado, subió a su montado, lo arrimó a la estatua que estaba al borde del límite cercado, con el mango del rebenque le dio en la cabeza a la estatua. “Reíte ahora carajo, reíte pué a ver…”, otro golpe a la cabeza con el mango. Al tercer estacazo la cabeza sonriente de cerámica se partió como una sandía y de ella comenzaron a caer monedas, billetes, joyas como si lloviera.
Teófilo asustado no entendía nada, solo que se le pasó la borrachera. Esa escena lo sorprendió tanto que atinó a observar a sus alrededores por si acaso.
Bajó del caballo prestamente, sacó su bolsa de mercar y comenzó a cargar el inmenso tesoro, posteriormente despacio sin apurarse sólo usó su linterna para la búsqueda de otras monedas, a sabiendas que algunas quedaron desparramadas.
Otro borracho pasó por allí, el Teófilo se arrodilló como que estaba evacuando, el caú andante le gritó:
“Buen provecho”. “Gracias chamigo”. Siguió de largo perdiéndose en la oscuridad.
Buscó después dentro de la cabeza, encontrando dos bolsas de cuero con monedas de oro que fueron a parar a las bolsas.
Antes de partir escuchó o creyó escuchar: “Decí al menos gracias hijo de perra”, y una sombra se ocultó en la nada. “Era la voz del patrón”, se dijo para sus adentros el paisano, custodio del tesoro que necesitaba descargar parte de su culpa por ser avaro.
Lentamente volvió a su casa empinando la botella, silbando un chamamé antiguo de esos lugares.
La mujer como era su costumbre lo recibió: “Teófilo otra vez borracho, atorrante al galpón”, vociferó.
“Esta vez no mi pimpollo de rosa, mi flor de mburucuyá, duraznero dulce”, expresó el marido, dando una vuelta con el caballo. “Te traigo un regalo mi amor”, otra
vuelta al pingo. Largó la bolsa que sonó en el piso. La mujer asombrada vio joyas, plata, oro… no podía creer lo que veía, se arrodilló silenciosa a mirar esas cosas que nunca observó.
El Teófilo y ella escondieron bien su tesoro, luego de la clara explicación del beneficiario, no era robado, así fueron a dormir tranquilos y abrazados.
Al día siguiente el escándalo en el lugar estalló de pronto, alguna que otra moneda quedó perdida en el terreno de la estatua, el caú que vio al beneficiario se olvidó quien estaba allí.
Teófilo con su esposa, calchas viejas a cuestas más sus cuatro hijos fueron a Santo Tomé (no lo hicieron en Virasoro para no levantar la perdiz), en la estación tomaron el tren para Buenos Aires en tercera clase como siempre, nunca más se los vio.
Cansado el espíritu de la estatua le regaló el tesoro al Teófilo, seguramente el avaro decidió desprenderse del mismo para no ir directo al infierno. Volvió a sus comienzos porque la estatua sigue en el lugar, sin cabeza.